—¿Cómo se llama?
—Berilo. Trabaja para el Príncipe de Ea, que es el Señor de la Isla de Taon.
El anciano asintió con la cabeza.
—Él no podía ayudarme, según dijo, pero su palabra fue tan valiosa como lo fue el oro para el dueño del barco. Así que una vez más viajé sobre las aguas. Ese fue un largo viaje, recorriendo la costa de Havnor y bajando al Mar Interior. Pensé que tal vez estando en el agua, lejos de Taon, cada vez más lejos, podría dejar mi sueño atrás. El mago de Ea llamó a ese lugar en mi sueño la tierra seca, y yo pensé que tal vez estaría alejándome de ella, puesto que viajaba por el mar. Pero cada noche me encontraba allí en la colina. Y más de una vez cada noche, a medida que fue pasando el tiempo. Dos o tres veces, o cada vez que mis ojos se cierran, estoy en la colina, y el muro debajo de mí, y las voces que me llaman. Así que soy como un hombre enloquecido por el dolor de una herida que puede encontrar paz únicamente en el sueño, pero el sueño es mi tormento, con el dolor y la angustia de los miserables muertos amontonándose junto al muro, y el miedo que siento hacia ellos.
Los marineros pronto comenzaron a rehuirle, decía Aliso, por las noches porque gritaba y los despertaba con sus espantosos alaridos, y durante el día porque pensaban que le habían echado una maldición o un gebbeth.
—¿Y no te sentiste aliviado para nada en Roke?
—En el Bosquecillo —dijo Aliso, y su rostro cambió por completo cuando pronunció la palabra.
El rostro de Gavilán tuvo por un instante el mismo aspecto.
—El Maestro de las Formas me llevó allí, bajo aquellos árboles, y pude dormir. Incluso por las noches podía dormir. Durante el día, si el sol está sobre mí, como estuvo ayer por la tarde aquí, si la calidez del sol está sobre mí y el rojo del sol brilla a través de mis párpados, no temo soñar. Pero en el Bosquecillo no había miedo para nada, y pude volver a amar la noche.
—Cuéntame cómo fue cuando llegaste a Roke.
A pesar del cansancio, la angustia y el sobrecogimiento, Aliso tenía la facilidad de palabra propia de la gente de su isla; y lo que excluyó de su relato por miedo a alargar demasiado la historia o a contarle al Archimago algo que ya sabía, bien pudo imaginárselo su oyente, recordando su primer viaje a la Isla de los Sabios siendo un muchacho de tan sólo quince años.
Cuando Aliso abandonó el barco en el muelle de Zuilburgo, uno de los marineros había dibujado la runa de la Puerta Cerrada en la parte superior de la pasarela para evitar que él volviera a subir a bordo de aquel barco. Aliso lo notó, pero pensó que el marinero tenía una buena razón para hacerlo. Se sintió aciago; sintió que llevaba la oscuridad impregnada en su cuerpo. Eso hizo que se volviera más tímido de lo que lo hubiera sido en otra oportunidad en una ciudad desconocida. Y Zuilburgo era una ciudad muy extraña.
—Las calles te conducen por el camino equivocado —dijo Gavilán.
—¡Sí, señor, eso es lo que hacen! Lo siento, mis palabras obedecen a mi corazón, y no a ti…
—No tiene importancia. Una vez me acostumbré a ello. —Puedo volver a ser Señor Cabrero, si eso aligera tus palabras. Vamos, sigue.
Dirigido erradamente por aquellos a quienes preguntaba, o entendiendo mal las indicaciones, Aliso vagó por el pequeño laberinto montañoso de Zuilburgo sin perder nunca de vista la Escuela pero sin poder llegar nunca a ella, hasta que, ya desesperado, encontró una sencilla puerta en una pared desnuda en una tranquila plaza. Después de mirarla fijamente durante un buen rato se dio cuenta de que aquella pared era la que había estado buscando. Golpeó la puerta, y un hombre de rostro apacible y ojos silenciosos la abrió.
Aliso estaba preparado para decir que había sido enviado por el hechicero Berilo de Ea con un mensaje para el Maestro de Invocaciones, pero no tuvo la oportunidad de hablar. El Portero lo miró fijamente durante unos instantes y le dijo suavemente: —No puedes traerlos a esta casa, amigo.
Aliso no preguntó a quiénes no podía llevar consigo. Lo sabía. Apenas había podido dormir las últimas noches, aprovechando atisbos de sueño y despertando lleno de terror, durmiendo a la luz del día, viendo la hierba seca descendiendo por la pendiente a través de la cubierta del barco iluminada por el sol, el muro de piedras atravesando las olas del mar. Y, al despertar, el sueño estaba en él, con él, alrededor de él, velado, y él podía oír, siempre, vagamente, a través de todos los ruidos del viento y del mar, las voces que gritaban su nombre. Ahora no sabía si estaba despierto o dormido. Se estaba volviendo loco de dolor y de miedo y de cansancio.
—Déjalos a ellos fuera —dijo Aliso—, y déjame entrar a mí, ¡por favor, déjame entrar!
—Espera aquí —dijo el hombre, tan suavemente como antes—. Allí hay un banco —dijo señalando. Y cerró la puerta.
Aliso fue y se sentó en el banco de piedra. Recordaba eso, y recordaba a algunos muchachos de unos quince años que lo miraban con curiosidad al pasar y entrar por esa puerta, pero lo que sucedió un rato después únicamente podía rememorarlo a trozos.
El Portero regresó con un hombre joven con la vara y la túnica de un mago de Roke. Luego Aliso recuerda haber estado en una habitación, la cual dio por supuesto que pertenecía a una pensión. Allí fue a verlo el Maestro de Invocaciones e intentó hablar con él. Pero para entonces Aliso ya no estaba en condiciones de hablar. Entre el sueño y la vigilia, entre la habitación iluminada por los rayos del sol y la sombría colina gris, entre la voz del Invocador hablándole y las voces llamándole desde el otro lado del muro, no podía pensar y no podía moverse en el mundo de los vivos. En cambio, en el mundo sombrío desde donde llamaban las voces, imaginó que sería más fácil seguir caminando hasta llegar al muro y dejar que las manos extendidas lo cogieran y se lo llevaran. Si era uno de ellos lo dejarían en paz, pensó él.
Luego, según recordaba, la habitación iluminada por el sol había desaparecido por completo, y estaba en la colina gris. Pero junto a él estaba el Invocador de Roke: un hombre grande, de hombros anchos y piel oscura, con una gran vara de madera de tejo que brillaba con luz trémula en aquel lugar sombrío.
Las voces habían dejado de gritar su nombre. La gente, las figuras amontonadas junto al muro, había desaparecido. Podía oír un susurro distante y una especie de sollozo que, a medida que fueron avanzando cuesta abajo hacia la oscuridad, se fue desvaneciendo.
El Invocador se acercó al muro y posó sus manos sobre él.
Las piedras habían sido aflojadas en algunos sitios. Unas cuantas se habían caído y yacían sobre la hierba seca. Aliso sintió que debía recogerlas y ponerlas en su sitio, que debía recomponer el muro, pero no lo hizo.
El Invocador se volvió hacia él y le preguntó: —¿Quién te trajo hasta aquí?
—Mi esposa, Mevre.
—Invócala para que venga.
Aliso se quedó mudo. Finalmente abrió la boca, pero no fue el nombre verdadero de su esposa el que pronunció, sino su Nombre, el nombre por el que la había llamado en vida. Lo dijo en voz alta: —Lirio… —El sonido de aquella palabra no era como una flor blanca, sino como un guijarro que cae al suelo.
No hubo sonido alguno. Las estrellas brillaban pequeñas y firmes en el cielo negro. Aliso nunca antes había levantado la vista para mirar el cielo en aquel lugar. No reconoció las estrellas.