—¡Mevre! —dijo el Invocador, y su voz profunda pronunció algunas palabras en el Habla Antigua.
Aliso sintió que se quedaba sin aliento y apenas pudo mantenerse en pie. Pero nada se movió en la extensa pendiente que descendía hacia la informe oscuridad.
Entonces notó que algo se movía, algo que tenía un poco de claridad, algo que subía por la colina, y se acercaba lentamente. Aliso sacudió la cabeza lleno de miedo y de anhelo, y susurró: —Oh, mi amor.
Pero a medida que se acercaba, observó que la figura era demasiado pequeña para ser Lirio. Era una criatura de doce años aproximadamente, no pudo averiguar si se trataba de un niño o de una niña, pero hizo caso omiso tanto de Aliso como del Invocador, y sin mirar al otro lado del muro se sentó justo debajo de él. Cuando Aliso se acercó y miró hacia abajo vio que el niño o la niña estaba forcejeando con las piedras, intentando aflojar una, luego otra.
El Invocador susurraba en el Habla Antigua. La criatura alzó la vista una vez con un aire de indiferencia, y siguió tirando de las piedras con sus delgados dedos, que no parecían tener nada de fuerza.
Todo aquello era tan espantoso para Aliso que la cabeza comenzó a darle vueltas; intentó alejarse, y más allá de eso no pudo recordar nada hasta que despertó en aquella habitación soleada, recostado en una cama, débil y enfermo y con frío.
Hubo gente que cuidó de éclass="underline" la mujer distante y sonriente que llevaba la pensión, y un anciano corpulento y de piel marrón que vino con el Portero. Aliso supuso que sería un hechicero-médico. Sólo después de haberlo visto con su vara de madera de olivo entendió que se trataba del Maestro de Hierbas, el maestro de la curación de la Escuela de Roke.
Su presencia le llevó consuelo, y logró hacer que Aliso se durmiera. Preparó un té e hizo que Aliso se lo bebiera, y prendió un manojo de hierba que se consumió lentamente despidiendo un aroma parecido al de la tierra oscura debajo de los bosques de pinos y, sentado junto a él, comenzó a cantar una gesta larga y delicada. —Pero no debo dormir —protestó Aliso, sintiendo cómo el sueño entraba en él como una gran marea oscura. El sanador posó su mano tibia sobre la mano de Aliso. Entonces éste se sintió invadido por una paz, y se deslizó en el sueño sin miedo. Siempre que la mano del sanador estaba sobre la suya, o sobre su hombro, lo mantenía alejado de la oscura colina y del muro de piedras.
Se despertaba para comer un poco, y en seguida el Maestro de Hierbas reaparecía con aquel té tibio e insípido y con el humo con olor a tierra y con aquel canto monótono y el tacto de su mano; y Aliso podía volver a descansar.
El sanador tenía muchas tareas que cumplir en la Escuela, así que sólo le era posible acompañarlo durante algunas horas de la noche. Aliso consiguió reposar lo suficiente durante tres noches para volver a comer y a caminar un poco por la ciudad durante el día, y a pensar y hablar coherentemente. La cuarta mañana los tres maestros, el Maestro de Hierbas, el Portero, y el Invocador, fueron a su habitación.
Aliso le hizo una reverencia al Invocador con el corazón lleno de pavor, casi desconfianza. El Maestro de Hierbas también era un gran mago, pero su arte no era tan diferente del de Aliso, así que tenían una especie de comprensión mutua; y también pesaba la inmensa bondad de su mano. El Invocador, sin embargo, no trataba con cosas físicas sino con el espíritu, con las mentes y los deseos de los hombres, con fantasmas, con significados. Su arte era arcano, peligroso, lleno de riesgos y amenazas. Y él había estado allí, junto a Aliso, no en el cuerpo, en la frontera, en el muro. Con él la oscuridad y el miedo regresaban.
Al principio ninguno de los tres magos dijo nada. Si había algo que tenían en común era una gran capacidad para permanecer en silencio.
De modo que fue Aliso quien habló, intentando poner en palabras lo que había en su corazón, porque nada más resultaría.
—Si he hecho algún mal y por ello he llegado a ese lugar, o por ello ha traído a mi esposa hasta mí en ese lugar, o a las otras almas, si puedo enmendar o deshacer lo que hice, lo haré. Pero no sé qué es lo que he hecho.
—O lo que eres —dijo el Invocador.
Aliso se quedó sin palabras.
—No muchos de nosotros sabemos quién o qué somos —dijo el Portero—. Sólo podemos vislumbrarlo.
—Cuéntanos cómo llegaste por primera vez al muro de piedras —dijo el Invocador.
Y Aliso les contó.
Los magos escucharon en silencio y no dijeron nada durante un buen rato después de que Aliso hubiera terminado. Luego el Invocador le preguntó: —¿Has pensado en lo que significa atravesar ese muro?
—Sé que no podría regresar.
—Únicamente los magos pueden atravesar ese muro en vida, y solamente en caso de extrema necesidad. El Maestro de Hierbas puede llegar con un enfermo hasta ese muro, pero si el enfermo lo atraviesa, él no lo sigue.
El Invocador era tan alto y corpulento y oscuro que, mirándolo, Aliso pensó en un oso.
—Mi arte de invocar nos permite llamar a los muertos para que acudan a este lado del muro durante un tiempo muy breve, un instante, si resulta preciso hacerlo. Yo mismo cuestiono si existe alguna necesidad que justifique semejante violación de la norma y el equilibrio del mundo. Nunca he llevado a cabo ese sortilegio. Así como tampoco he atravesado nunca ese muro. El Archimago lo hizo, y el Rey con él, para sanar la herida que le había infligido al mundo el hechicero llamado Cob.
—Y al ver que el Archimago no regresaba, Thorion, que era en aquel entonces nuestro Maestro de Invocaciones, bajó a la tierra seca para buscarlo —dijo el Maestro de Hierbas—. Y regresó, pero cambiado.
—No hay necesidad de hablar de eso —dijo el hombre corpulento.
—Tal vez sí la haya —dijo el Maestro de Hierbas—. Tal vez Aliso necesita saberlo. Thorion confiaba demasiado en su fuerza, creo yo. Se quedó allí demasiado tiempo. Pensó que podría invocarse a sí mismo de regreso al mundo de los vivos, pero lo que regresó fue solamente su arte, su poder, su ambición, el deseo de vivir que no da vida. Sin embargo, confiamos en él, porque le habíamos querido. Y entonces nos devoró. Hasta que Irian lo destruyó.
Lejos de Roke, en la Isla de Gont, el oyente de Aliso le interrumpió. —¿Qué nombre has dicho? —preguntó Gavilán.
—Irian —dijo Aliso.
—¿Conoces ese nombre?
—No, señor.
—Yo tampoco. —Tras una pausa, Gavilán prosiguió lentamente, como contra su voluntad—. Pero yo vi a Thonon, allí. En la tierra seca, donde se había arriesgado a ir a buscarme. Me dio mucha pena verlo allí. Le dije que era posible que pudiera atravesar de nuevo el muro. —Su rostro se oscureció y adquirió una expresión adusta—. No fueron aquéllas buenas palabras. Ninguna palabra es buena entre los vivos y los muertos. Pero yo también le había querido.
Permanecieron sentados en silencio. Gavilán se puso de pie abruptamente para estirar los brazos y se frotó los muslos. Los dos caminaron un poco. Aliso bebió un poco de agua del pozo. Gavilán fue en busca de una pala de jardín y un nuevo mango que encajara bien en ella, y se puso a trabajar alisando el mango de roble y afilando el extremo que debía ajustarse en el encaje.
—Sigue, Aliso —le dijo, y Aliso siguió con su historia.
Los dos maestros se habían quedado un rato en silencio después de que el Maestro de Hierbas hablara de Thorion. Aliso se armó de coraje para preguntarles acerca de un tema que últimamente había estado rondando bastante por su cabeza: cómo llegaban los que morían hasta aquel muro, y cómo llegaban los magos.
El Invocador le respondió inmediatamente: —Es un viaje del espíritu.
El viejo sanador se mostraba más inseguro. —No es con el cuerpo con lo que cruzamos el muro, puesto que el cuerpo de alguien que muere se queda aquí. Y si un mago va hasta allí en un acto de clarividencia, su cuerpo dormido aún está aquí, con vida. Y entonces llamamos a ese viajero…, llamamos a eso que hace el viaje desde el cuerpo, el alma, el espíritu.