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—Pero mi esposa me cogió la mano —dijo Aliso. No pudo decirles esa vez que le había dado un beso en la boca—. Sentí su tacto.

—Eso fue lo que te pareció a ti —dijo el Invocador.

—Si se hubieran tocado físicamente, si se creó allí algún tipo de enlace —le dijo el Maestro de Hierbas al Invocador—, ¿puede ser ésa la razón por la que el resto de los muertos puede acudir a él, llamarlo, y hasta tocarlo?

—Por eso debe resistirse a ellos —dijo el Invocador, lanzándole una mirada a Aliso. Sus ojos eran pequeños, fogosos.

Aliso sintió aquello como una acusación, y no le pareció justo. Entonces respondió: —Intento resistirme, señor. Lo he intentado. Pero son tantos, y ella está con ellos, y están sufriendo, me están implorando.

—No pueden estar sufriendo —dijo el Invocador—. La muerte acaba con todo sufrimiento.

—Tal vez la sombra del dolor sea dolor —dijo el Maestro de Hierbas—. En esa tierra hay montañas, y se llaman Dolor.

El Portero apenas había hablado hasta entonces. Dijo con su voz tranquila y relajada: —Aliso es un enmendador, no un rompedor. No creo que pueda romper el enlace que se ha creado.

—Si lo ha creado, puede destruirlo —dijo el Invocador.

—¿El lo ha hecho?

—No tengo esa clase de arte, señor —dijo Aliso, tan atemorizado por lo que estaban diciendo que habló casi con furia.

—Entonces yo deberé bajar y mezclarme con ellos —dijo el Invocador.

—No, amigo mío —dijo el Portero, y el viejo Maestro de Hierbas añadió—: Tú, el último de todos nosotros.

—Pero éste es mi arte.

—Y el nuestro.

—¿Quién, entonces?

El Portero dijo: —Parece que Aliso es nuestro guía. Habiendo acudido a nosotros en busca de ayuda, tal vez él pueda ayudarnos. Viajemos todos con él en su visión hasta el muro, aunque sin atravesarlo.

Así que esa misma noche, cuando tarde y lleno de miedo Aliso dejó que el sueño se apoderara de él, y se encontró una vez más allí, en la colina gris; los demás estaban con éclass="underline" el Maestro de Hierbas, una presencia cálida en medio de todo aquel frío; el Portero, esquivo y plateado como la luz de las estrellas; y el enorme Invocador, el oso, una fuerza oscura.

En esa ocasión estaban de pie no donde la colina desciende hacia la oscuridad, sino en la pendiente cercana, mirando la cima desde abajo. El muro en esta parte atravesaba la cima de la colina y era bajo, quedaba un poco por encima de la altura de la rodilla. Sobre él el cielo, con sus escasas estrellas pequeñas, era completamente negro.

Nada se movía.

Sería difícil caminar cuesta arriba hasta el muro, pensó Aliso. Antes, el muro siempre había estado debajo de él.

Pero si pudiera acercarse hasta él tal vez podría ver allí a Lirio, al igual que había sucedido la primera vez. Igual podría cogerla de la mano, y los magos harían que regresara con él al mundo de los vivos. O quizás él podría pasar al otro lado del muro en la parte en que era más bajo y podría ir a buscarla.

Comenzó a subir la ladera de la colina. Era fácil, no había ningún problema, ya casi estaba a punto de llegar.

—¡Hará!

La voz profunda del Invocador lo hizo regresar como si le hubiera echado una soga al cuello, como si le hubiera dado un tirón con una correa. Aliso tropezó, se tambaleó hacia adelante un paso más, casi estaba en el muro, se dejó caer de rodillas y estiró los brazos para tocar el muro con las manos. Estaba gritando: «¡Salvadme!», pero ¿a quién le gritaba? ¿A los magos, o a las sombras del otro lado del muro?

Entonces sintió unas manos sobre los hombros, manos con vida, fuertes y tibias, y estaba en su habitación, con las manos del sanador sobre sus hombros, y la blanca luz fatua brillando a su alrededor. Y había cuatro hombres en la habitación con él, no tres.

El viejo Maestro de Hierbas se sentó sobre la cama con él y lo tranquilizó un rato, puesto que estaba temblando, estremeciéndose, sollozando. —No puedo hacerlo —repetía sin cesar, pero todavía no sabía si les estaba hablando a los magos o a los muertos.

Cuando el miedo y el dolor comenzaron a atenuarse, se sintió tan exhausto que creyó que no podría soportarlo, y miró casi sin interés al hombre que había entrado en la habitación. Tenía los ojos del color del hielo, su piel y sus cabellos eran blancos. Alguien del lejano Norte, de Enwas o de Bereswek, pensó Aliso.

Ese hombre les dijo entonces a los magos: —¿Qué estáis haciendo, amigos míos?

—Arriesgarnos, Azver —dijo el viejo Maestro de Hierbas.

—Hay problemas en la frontera, Maestro de las Formas —respondió el Invocador. Aliso pudo sentir el respeto que le tenían a aquel hombre, el alivio que sentían por tenerlo allí, cuando le explicaron brevemente cuál era el problema.

—Si él quisiera venir conmigo, ¿le dejaríais ir? —preguntó el Maestro de las Formas cuando acabaron el relato, y luego le dijo a Aliso—: En el Bosquecillo Inmanente no tendrás miedo a tus sueños. Y así nosotros no tendremos miedo a tus sueños.

Todos dieron su consentimiento. El Maestro de las Formas asintió con la cabeza y desapareció. No estaba allí.

No había estado allí; había sido un envío, una imagen. Era la primera vez que Aliso veía manifestarse los grandes poderes de aquellos maestros, y se hubiera sentido acobardado de no haber estado ya más allá del asombro y el miedo.

Siguió al Portero adentrándose en la noche, a través de las calles, alejándose de las paredes de la Escuela, a través de campos debajo de una alta y redonda colina, y un largo riachuelo que cantaba la música de sus aguas suavemente en la oscuridad de sus orillas. Delante de ellos se alzaba una espesa arboleda, los árboles coronados por las luces grises de las estrellas.

El Maestro de las Formas se acercó por el sendero para reunirse con ellos, con el mismo aspecto que había tenido en la habitación. Él y el Portero hablaron un minuto, y luego Aliso siguió al Maestro de las Formas hasta adentrarse en el Bosquecillo.

—Los árboles son oscuros —le dijo Aliso a Gavilán—, pero debajo de ellos no está oscuro. Hay una luz allí… una iluminación.

Su oyente asentía con la cabeza, sonriendo un poco.

—Tan pronto como entré allí, supe que podría dormir. Sentí como si hubiera estado dormido todo el tiempo, en un sueño perverso, y en aquel momento, allí, estuviera despierto: de modo que realmente podría dormir. El Maestro de Formas me llevó entonces a un lugar, entre las raíces de un árbol inmenso, todo se veía tan suave con las hojas caídas del árbol, y me dijo que podía recostarme allí. Y así lo hice, y dormí. No puedo describir lo agradable que fue aquello.

El sol del mediodía caía cada vez con más fuerza; se metieron en la casa, y el anfitrión llevó pan y queso y un poco de carne seca. Aliso miraba a su alrededor mientras comían. La casa tenía únicamente aquella amplia habitación con su pequeño nicho en el lado oeste, pero era espaciosa, oscura y estaba bien ventilada; había sido construida sólidamente, con anchos tablones y vigas, tenía el suelo reluciente y una gran chimenea de piedra.

—Ésta es una casa muy noble —dijo Aliso.

—Y muy vieja. La llaman la casa del Viejo Mago. No por mí, ni por mi maestro Aihal, quien también vivió aquí, sino por su maestro Heleth, quien, junto con él, inmovilizó el gran terremoto. Es una buena casa.

Aliso durmió un poco otra vez debajo de los árboles con el sol brillando sobre él a través de las hojas danzarinas. Su anfitrión también descansó, pero no mucho; cuando Aliso se despertó, debajo del árbol había una cesta bastante grande llena de las pequeñas ciruelas doradas, y Gavilán estaba arriba, en los pasturajes de las cabras, arreglando una valla. Aliso se acercó para ayudarle, pero el trabajo ya estaba hecho. Las cabras, sin embargo, hacía mucho que se habían ido.