Por eso cuento mi historia aquí. Parte la viví en persona, parte me la contaron, y parte la vi con la Visión. Seré lo más sincera posible, sin temor a las represalias, porque he vivido y sufrido mucho, y sé el fin que me espera.
Pero temo por las siervas de la Diosa que me seguirán. Incluso ahora, Veo (con Sus ojos, no con los míos) las llamas que se elevan cada vez más altas. Lo peor aún está por venir. Han reclamado a mi Amado, el que era mi destino. Ya solo soy una, y sé con amargura que mi magia solitaria no es suficiente para evitar la maldad que se avecina.
Al contrario que los cristianos, no rezo para que mi historia sobreviva en estos tiempos peligrosos y llegue a las manos adecuadas. He tomado medidas para que así sea. Por el poder de la Madre, sé que ocurrirá.
5
Al oír las dos primeras frases, Michel había lanzado una exclamación de asombro y dejado de escribir: imposible, pero estaba proclamando con sus propios labios que era una bruja, que practicaba la magia. Sin embargo, él había sentido en su interior la presencia de Dios…
¡Señor, ayúdame!, rogó en silencio. He sido un loco y un orgulloso. El padre Charles y el obispo están en lo cierto.
Tal era su decepción, que estuvo tentado de levantarse y salir de la celda para no regresar jamás. Había rezado a esta mujer, a esta bruja.
La abadesa no dijo nada, sino que se limitó a esperar a que Michel se recobrara y levantara otra vez el puntero, en cuyo momento continuó hablando.
Cuando terminó, le estudió con pena.
– Pobre hermano Michel -dijo con ternura-. Os he escandalizado, y sé con cuánta desesperación anheláis salvar a los… caídos. De hecho, sé cuál es la siguiente pregunta que deseáis formular.
– ¿De veras? -preguntó el hermano con cautela, sin saber cómo reaccionar. ¿Debía abandonar el interrogatorio para que lo prosiguiera el padre Thomas, y evitar así que le hechizara más? ¿Debía cumplir su deber para con la Iglesia y confiar en que el crucifijo del obispo le protegiera?
¿Había sido un loco al pensar que Dios había respondido a su plegaria de salvar a la abadesa? Pero las cosas habían encajado tan fácilmente con el padre Thomas…
La mujer lanzó una breve y triste carcajada.
– No lo sé gracias a un truco de magia… sino porque sé que sois una buena alma. Deseáis preguntar si alguna vez fui cristiana, para aseguraros de que no soy relapsae y así poder rescatar mi alma.
– ¿Fuisteis alguna vez cristiana?
– Jamás. Sin embargo, la realidad de lo que soy no es tan espantosa como la Iglesia quiere que creáis. -Hizo una pausa y luego dijo con firmeza-: Empezaré por la historia de mi nacimiento.
– Madre, no tenemos tiempo. De hecho… -Inhaló una bocanada de aire que era puro dolor, pero no podía negar su misión-, seguir tomando nota de vuestra confesión depende de lo que me respondáis a continuación. ¿Obrasteis magia negra contra su santidad? ¿Intentasteis, de alguna forma, hacerle daño?
– No. No pude. No es propio de mi naturaleza hacer esas cosas. Es como pedir a un pez que vuele. Vos estabais en Aviñón. Visteis lo que hice. ¿Escucharéis ahora mi historia?
– Sí -dijo Michel, tranquilizado-. Pero no es preciso empezar por vuestro nacimiento.
Ella le dirigió una mirada de incredulidad.
– Si no lo sabéis todo, ¿cómo vais a demostrar que no soy una relapsae, hermano?
Michel abrió la boca para replicar, pero al no encontrar argumentos suficientes volvió a cerrarla. Se le ocurrió que tal vez Dios sí había contestado a su oración. Después de escuchar su confesión podría intentar devolverla a Cristo, porque incluso en este momento sentía el bien que ella irradiaba. Se acomodó mejor en el taburete, decidido a quedarse.
El semblante de la mujer se nubló. La combinación de luces y sombras dotaba a sus heridas de un aspecto espantoso, y su voz se convirtió en un murmullo.
– Ambos sabemos, amigo mío, que los poderes a los que servís han decidido quemarme, y deprisa. ¿Me concederéis un pequeño favor, tomar nota de mi historia hasta que muera, para que algo de mí quede al final de la narración? Con el fin de conocerme, también debéis oír la historia de mi Amado, un caballero que fue destruido por las fuerzas malignas que me han traído hasta aquí. Sin él, ya no hay esperanza, ni para mí ni para mi Raza. Contaré nuestra historia en recuerdo de él.
– Madre Marie, no puedo…
– Juntos formamos una sola alma -replicó ella-. No puedo hablar de mí sin hablar de él.
– Apenas tengo tiempo para tomar nota de vuestra confesión -dijo Michel con sinceridad-. Sobre todo, madre, si hemos de empezar con la historia de vuestro nacimiento. Tal vez os habéis enterado del tiempo que las autoridades nos han concedido: tres días, ni uno más. Además, debo deciros que no me desviarán de mi meta vuestros hechizos y argumentaciones, y rezaré sin cesar para que vuestro corazón sea devuelto a Cristo, con el fin de que podáis salvaros.
Ella le estudió unos segundos. Luego asintió.
Michel levantó el puntero y se dispuso a escribir.
SEGUNDA PARTE
SYBILLE
TOLOSA 1335
6
Nací en el fuego.
Esta es la historia, tal como me la contaron.
Fue a finales de verano, y en el aire se insinuaba una inminente tormenta, henchida de rayos. Los aldeanos que trabajaban la tierra volvían a casa con sus carros tirados por caballos, las ruedas crujían bajo el peso de la abundante cosecha de trigo. Mi abuela, Ana Magdalena, sudorosa, miró por la ventana carente de postigos, con la esperanza de ver a su hijo, pero el ocaso y los nubarrones se habían mezclado ya y era imposible distinguir a un hombre de otro. Aun así, la Visión le susurró que mi padre no tardaría en aparecer por la puerta. Era un campesino que trabajaba los campos del seigneur extramuros de la ciudad amurallada de Tolosa, nacido Pietro di Cavascullo en Florencia. Para evitar los prejuicios y suspicacias de mi nativa región del Languedoc, adoptó el nombre de Pierre de Cavasculle. Ella, por su parte, se negaba a responder al apelativo de grandmére, y siempre llamaba Pietro a mi padre.
No éramos tan pobres como algunos, aunque sí más pobres que muchos. Como aún no nos había corrompido el lujo del convento, e ignorantes del esplendor de Aviñón, pensábamos que éramos ricos. Poseíamos una cama, pero el colchón era de paja, no de plumas, y mi padre poseía un arado pero no un caballo. Como casi todo el mundo en la aldea, nuestra casa consistía en una habitación con un suelo de tierra cubierto de paja, un hogar, la cama familiar y una mesa para comer. Dos ventanas proporcionaban ventilación, de forma que siempre estábamos cubiertos de hollín. Nunca conocí la existencia de chimeneas, ni supe que estaba sucia, hasta que entré en el convento.
Mi madre, Catherine de Narbona, estaba en pleno parto cerca del hogar y sus gritos de angustia consiguieron que mi abuela volviera a su tarea. Catherine había resbalado desde la silla de parto al suelo. Estaba acuclillada a cuatro patas, y gemía como una bestia debido al dolor. Pobre hija, pensó la abuela. Los dolores la habían asaltado horas antes de que el sol se pusiera el día anterior, y ahora, agotada, y fuera de sí, solo sabía chillar como un animal salvaje y maldecir a todo el mundo y a todo, incluso a Dios y a la niña que estaba alumbrando. Había maldecido a su marido y a su suegra casi desde el principio, pensó Ana Magdalena con cierta ironía.
Se arrodilló junto a la mujer postrada. Los antebrazos de Catherine descansaban sobre el suelo de tierra. Golpeó con un débil puño el suelo sembrado de paja. Ana Magdalena se inclinó y recogió el pelo de la parturienta, un velo rojodorado, hermoso y brillante pese al sudor, extendiéndolo sobre la espalda. La tradición advertía que traía mala suerte sujetar el pelo de una mujer que estaba dando a luz, y si bien Ana Magdalena, la comadrona más experta de Tolosa, no creía en dicha superstición, su nuera sí, y la confianza de la madre era de suprema importancia durante el parto.