Выбрать главу

Su ayudante se adelantó, y con considerable aplomo empezó a leer la lista de nombres y las correspondientes acusaciones.

Anne-Marie de Gorgel, por maleficium contra sus vecinos, culto al diablo, asistencia a su sabat y comercio sexual con maligno. Catherine Delort, por maleficium contra sus vecinos, culto al diablo, asistencia a su sabat y comercio sexual con maligno. Jehan de Guienne, por maleficium contra sus vecinos…

La misma acusación repetida seis veces. Incluso contra la pobre vieja, caída de costado sobre sus grilletes. El lloroso hombre de pelo gris, tras oír su nombre en voz alta, se postró de hinojos y gritó:

– ¡Confieso! Confesaré todas las acusaciones y suplicaré perdón al tribunal y a Dios. Pero salvadme de…

El inquisidor alzó la mano para ordenarle silencio.

– Aflige a este tribunal -dijo con serenidad- haber fracasado en nuestra misión fundamental, que es reconciliar con Dios a todos los herejes. Sin embargo, la palabra «hereje» significa «elección». Y estos desgraciados han elegido negar a Dios. Por consiguiente, les hemos entregado a vuestras autoridades locales, que les han sentenciado a muerte por sus actos pecaminosos. Estos buenos guardias se ocuparán de la ejecución, y el grand seigneur será el testigo del gobierno.

»Os exhorto, buenas gentes de Tolosa, a reprimir cualquier acto de hostilidad contra los condenados. No les maldigáis, antes bien tened compasión de ellos, y rezad para que su herejía os inspire fe. Pues las agonías a las que se enfrentan ahora son como pálidas sombras comparadas con el tormento eterno que padecerán antes de una hora.

Ana Magdalena experimentó la sensación de que ya no estaba sentada en el carro junto a su nieta de cuatro años, sino que se encontraba sobre la plataforma, tan cerca del seigneur que casi podía tocarle, no, tan cerca que estaban frente a frente, y podía sentir su aliento sobre las mejillas, podía ver cada arruga de su frente, podía ver su nuez de Adán agitarse cuando tragaba saliva, y sus mejillas moverse cuando apretó los dientes.

Tan cerca que podía sentir la angustia de su corazón y saber que era tan grande como la suya. Saber, como él, que eran inocentes, todos y cada uno, que las confesiones eran mentiras nacidas de los sueños inconfesables de los inquisidores. Saber que algunos de ellos (en especial la muchacha de quince años, y la matrona Delort y el hombre lloroso del pelo cano) estaban tocados por la Visión, y que solo habían sido imprudentes en su uso y a la hora de ocultar su talento a los demás.

Y Ana Magdalena examinó el rostro firme y hermoso del seigneur y el fondo de sus ojos, y después a su transfigurada nieta, y pensó: No me extraña que le mire. Es uno de los nuestros.

Su atención se desvió hacia el espectáculo que ofrecían los guardias, tres de los cuales arrastraron al joven hacia el primer poste. Se debatió con todas sus fuerzas, pese a los grilletes que aherrojaban sus tobillos y brazos. Con la fuerza sobrenatural de los lunáticos, propinó un cabezazo a un guardia y luego a otro. Pero no fue suficiente. El tercer guardia intervino y le asestó un tremendo puñetazo en la mandíbula, haciéndole doblar las rodillas. Mientras la multitud aplaudía, los otros dos guardias le cogieron por las axilas y le arrastraron hacia el poste. Le obligaron a arrodillarse y le ataron.

Incluso entonces, el joven tuvo la osadía de escupirles a la cara.

Entretanto, otros dos guardias habían arrastrado a la anciana inconsciente hacia el segundo poste, la pusieron de rodillas y la ataron. Su cabeza se inclinó hacia delante, ocultando el rostro, de forma que solo se veía el halo blanco de su escaso cabello.

Las mujeres fueron atadas de dos en dos a los postes, y cuando los guardias terminaron su tarea sonaron las campanadas del mediodía. Una vez inmovilizados todos los prisioneros, uno de los guardias frotó dos trozos de pedernal. Un segundo acercó a la chispa una antorcha. Prendió al instante, y el guardia la llevó hasta la pila de troncos y leña que rodeaba al joven arrodillado.

Ana Magdalena apartó la vista y se cubrió la cara con las manos. Sí, apartó la vista, pero no logró ahogar la voz del loco, que aulló con furia desaforada:

– ¡Iréis todos al infierno! ¡Al infierno!

Cuando la brisa transportó el olor a humo y carne quemada, la determinación que Ana Magdalena había cobijado en su corazón durante los últimos cinco años se quebró, y tembló al recordar el dolor experimentado en el olivar la noche del nacimiento de la niña. Había sido una visión a través de las llamas, la agonía física padecida había sido real, y la mayor agonía había sido el miedo que embargó el alma de Ana Magdalena. Desde su infancia en Toscana, su terror más secreto consistía en que la Iglesia descubriera algún día el don que la Diosa le había otorgado y que su vida acabara en la pira.

Ahora, ese temor se apoderó de ella una vez más. Sus dedos se crisparon mientras su mirada era atraída hacia el patíbulo y los hombres sentados allí: no hacia el grand seigneur y su hijo, ni hacia los pavos reales, ni siquiera hacia el gran inquisidor, sino hacia su ayudante, alto y de cara ancha. Le vio con absoluta nitidez y observó, temblorosa, que movía lentamente la cabeza y la miraba a los ojos, mientras sus labios esbozaban una sonrisa de triunfo.

El sol destellaba en sus ojos verdosos. Ana Magdalena intentó respirar hondo.

Era el Mal, pero en una repentina revelación también supo que ese hombre que lo albergaba había nacido el mismo día que ella. Había sido destinado a ser su compañero del alma, el Señor de su Señora, un líder de la Raza, pero el odio hacia sí mismo le había transformado en lo contrario de lo que pretendía la Diosa. Utilizaba sus poderes mágicos innatos para perseguir a su propio pueblo, para aniquilarlo. Y su fuerza aumentaba cada día, y por tanto también el peligro para la Raza…

– Domenico -suspiró cuando reconoció al joven que había lanzado una piedra contra el vitral de la catedral para protestar contra su matrimonio. Ella le había rechazado porque había elegido negar a la Diosa y a su destino.

Y ahora la había seguido hasta Francia, con el fin de destruir a su nieta.

Parpadeó, y en lugar del loco apareció en la pira Sybille, hermosa como una diosa, con el cuero cabelludo carbonizado. Los labios en forma de capullo se habían fijado en un aullido perpetuo.

¡Sybille!, chilló en silencio Ana Magdalena, y el Enemigo susurró en su mente:

¿Quieres saber por qué el fuego te aterroriza? Porque siempre has sabido que ese sería tu destino, porque siempre has sabido que será el de ella. No puedes escapar de mí eternamente…

Ana Magdalena se sintió expulsada de la carreta, como si un viento huracanado la hubiera levantado, y cuando volvió a abrir los ojos se hallaba en medio de un gran incendio, ella y una Sybille adulta, y también todos los mártires atados a los postes que chillaban de dolor, rodeados por una cortina de llamas. Cuando gritaban exhalaban un vapor, que remolineaba sinuosamente hacia el cadalso…

El cadalso, donde el Enemigo, resguardado y lejano, sonreía. Sonreía e inhalaba los vapores exhalados por los mártires como quien absorbe el aroma de un delicioso manjar. Y los saboreaba con un suspiro.

No chillaré, se dijo Ana Magdalena. No le alimentaré… Y con un doloroso esfuerzo de voluntad, la anciana cerró los ojos y la boca. Al punto volvió a la realidad y descubrió que su nieta ya no estaba sentada en su regazo. La niña se había levantado y avanzado como en trance hasta el borde de la carreta.

– Sybille, cariño -dijo Ana Magdalena, al tiempo que reprimía el pánico-, ven a sentarte conmigo antes de que te caigas.

La niña no obedeció a su abuela y siguió inmóvil dando la espalda a los demás, fascinada por el espectáculo.

– ¡Marie Sybille! -dijo con brusquedad Catherine, con tono de sorpresa e indignación a la vez. Nunca la niña había hecho caso omiso de sus mayores, ni obedecido con reticencia-. ¿No has oído a tu abuela? ¡Ven!