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– Anoche, vi gente quemándose, pero no en la plaza, sino en mi… sueño.

Su sonrisa se esfumó.

– ¿Por qué les quemaban, hija?

– No lo sé. Gente mala los mataba… -Y de repente añadí-: Son muy malos, Noni. Van a encender más hogueras, hasta que no estemos seguros en ninguna parte.

Siguió un silencio. Mi abuela apartó la vista y suspiró con tristeza.

– Sibilla -dijo por fin-, la gente teme lo que no comprende. Muy pocos son los bendecidos con la Visión o el Toque, y por eso los demás nos temen, porque somos diferentes.

– Como los judíos -dije.

Yo había visto judíos antes, los mercaderes y prestamistas con sus curiosos sombreros y los distintivos de fieltro amarillo sobre el corazón. Otros niños me habían contado que robaban bebés cristianos, los crucificaban y bebían su sangre. Que, si no bebían sangre, recobraban su apariencia original, demonios con pezuñas y cuernos. Pero esas historias me parecían ridículas. Los judíos tenían bebés, como nosotros, y no daba la impresión de que quisieran menos a sus hijos, y nunca había visto uno con pezuñas y cuernos. Además, cuando le había contado la historia en una ocasión a mamá, me había hecho callar, y Noni se había reído de su ridiculez.

– Sí -contestó Noni-. Como los judíos. O los leprosos. Eres demasiado pequeña para acordarte, pero cuando llegó la enfermedad a la provincia de Languedoc hace muchos años, culpaban a los leprosos de envenenar los pozos. Quemaron a muchos de ellos, pero no se quedaron satisfechos. Después dijeron que los leprosos habían conspirado con los judíos, y muchos judíos fueron atacados y asesinados.

Me senté y rodeé mis rodillas con los brazos.

– Quizá la gente que vi eran judíos. O poseían la Visión.

– Es posible -admitió con tristeza Noni-. No quiero asustarte, hija, pero es peligroso hablar de los dones de la bona Dea con quienes no los comprenden. Tu madre no comprende, pobre alma, y por eso tiene miedo. Hablar de esas cosas, incluso con ella, y no digamos ya con un sacerdote, supondría para las dos un gran peligro.

Las lágrimas me anegaron la garganta.

– Entonces no quiero la Visión, Noni. No quiero atraer el peligro hacia ti.

La abracé y hundí mi cabeza en su hombro.

Ella me acarició el pelo.

– Ay, Sibilla. Siento decirte cosas tan desagradables, pero no tienes elección: la bona Dea te ha elegido, te ha favorecido con un don especial que puede ayudar a mucha gente. Has de usarlo. Si confías en la Diosa, no te acontecerá mal alguno. Pero si rechazas tu don, nunca encontrarás la felicidad.

Entonces le hablé, como mejor pude y con mis palabras infantiles, de mi visión de la Diosa, y ella escuchó con expresión de creciente orgullo. No le hablé del peligro que me acechaba, al igual que a ella.

Entonces se acercó y susurró:

– Te contaré un secreto. Antes de que nacieras, la bona Dea se me apareció en un sueño y dijo que te había elegido para un propósito muy especial en este mundo.

»Tú y yo somos de una raza especial, la Raza de los que sirven a la bona Dea. Algunos poseen dones especiales y otros están para proteger esos dones. Tú posees uno de los dones más especiales y el destino más especial. -Se contuvo-. No debes hablar a nadie de tu visión o te llamarán loca o, aún peor, hereje, y te matarán de la misma forma que a esas pobres gentes de ayer.

»Pero recuerda: la Diosa te ha enseñado esas cosas por un motivo. Nunca has de olvidarlas, sino guardarlas en tu corazón, y esperar a que Ella te guíe…

Verano de 1348

9

Por consiguiente, durante toda mi niñez recordé y esperé. Pero la Visión no acudió a mí hasta después de muchos años, de hecho, hasta el año más terrible que la humanidad había visto desde su creación.

De la Peste Negra dijeron que era el fin del mundo. Yo sabía que no era cierto. El mundo es capaz de vencer la enfermedad del cuerpo, pero todavía hay que ver si sobrevivirá a la enfermedad que roe las almas de nuestros perseguidores.

Cuando la plaga se desencadenó, carecía de nombre. En realidad, ¿qué apelativo podía derrotar su horror? La llamamos simplemente pestilencia: la peste. Nos llegaron noticias de su avance desde el sur y el este, primero desde Marsella, adonde llegó en enero en los barcos que cruzaban el Mediterráneo. Siguió la costa hasta el golfo de León, donde desembarcó en el puerto de Narbona en febrero. En marzo, cuando supimos que avanzaba en dirección contraria a nosotros hasta Montpellier, toda Tolosa exhaló un suspiro de alivio, pensando que íbamos a esquivarla.

El mismo mes, la muerte subió por el Ródano hasta Aviñón, sede del papado, y se rumoreaba que Dios había decidido castigar por fin al papa Clemente por sus excesos.

En abril, la epidemia llegó a nuestra vecina Carcasona.

Creo que, en realidad, no creíamos las terroríficas historias que nos contaban acerca de una enfermedad que ennegrecía las lenguas de los hombres y causaba que bultos del tamaño de manzanas aparecieran bajo la piel, de barcos encallados con toda la tripulación muerta, de conventos en Marsella y Carcasona donde ni un alma había escapado, de pueblos enteros aniquilados sin ningún superviviente. Nos gustaba contar esas historias estremecedoras, pero no las tomábamos en serio. Eran un entretenimiento siniestro, como los cuentos de fantasmas. Esos desastres acontecían a los forasteros, pero no a nosotros. ¿A nosotros? Nunca.

Arrogantes, no hicimos nada para protegernos ni intentamos huir de la plaga. Dios nos había sonreído. Los campos estaban sembrados y todos nos habíamos congregado a bailar festivamente. El mundo florecía con la promesa exuberante del verano, y nos complacía saber que comeríamos bien mientras los de Narbona y Carcasona se morirían de hambre, porque no quedaban supervivientes suficientes para plantar cultivos.

Por entonces yo era casi una mujer, mi decimotercer verano, y durante los años anteriores Noni me había enseñado las artes de la magia y los encantamientos. Mis lecciones tenían lugar en secreto, cuando ella y yo estábamos a solas, lo cual era raro, porque daba la impresión de que mi madre sospechaba lo que nos llevábamos entre manos. Por ese motivo, mamá solía llevarme a misa a la iglesia del pueblo, y ese verano fui prometida en matrimonio al honrado cristiano Germain, un granjero viudo de treinta años cuya esposa solo le había dejado hijas, una de ellas mayor que yo. El acuerdo me disgustaba, no porque detestara a Germain,

que era muy amable conmigo, sino porque no quería dejar a Noni y mis estudios de magia. Tampoco me importaba abandonar mi vida fácil y cuidar de seis hijas, pero como ya era una experta y respetada comadrona por derecho propio, mis ingresos y posibilidades de trabajo me convertían en una candidata al matrimonio muy apetecible.

Ese verano, por lo tanto, mis pensamientos no estaban centrados en la plaga sino en el espectro del matrimonio, hasta que Noni cayó enferma con fiebre. Nos quedamos aterrorizados. ¿Había llegado la peste a Tolosa?

Durante dos días, mi madre y yo la cuidamos con té de corteza de sauce y emplastos fríos. Yo estaba desesperada, convencida de que moriría. Además, la mañana siguiente a que la abuela enfermara, descubrí una señal ominosa: uno de los gatos del pueblo muerto y tieso junto a nuestra casa, con la última rata que había cazado todavía entre sus patas.

Pero nuestro temor desapareció cuando el delirio de Noni pasó. Al tercer día pudo sentarse y comer un poco, y en cierto momento, cogió mi mano y dijo:

– La bona Dea me lo ha comunicado: aún no ha llegado mi hora.

Experimentamos un gran alivio. No era la plaga de Narbona y Marsella. Y si lo era, las historias que nos habían contado eran simples exageraciones.

Fue al cuarto día de la enfermedad de Noni, repuesta lo suficiente para estar de pie, cuando alguien llamó a nuestra puerta. Era una criada, apenas mayor que yo, rubia y regordeta, con un delantal blanco manchado, una falda oscura y las mangas cubiertas de harina. O trabajaba en la mansión del seigneur o había venido desde la ciudad amurallada. Daba la impresión de haber corrido todo el trayecto. Varios mechones castaños se habían soltado del paño blanco que llevaba alrededor de la cabeza.