– ¡La comadrona! -dijo a mi madre, que se había precipitado hacia la puerta, cuya parte superior estaba abierta para dejar entrar el aire fresco de la mañana-. ¿Sois vos la comadrona? ¡Debéis venir cuanto antes! ¡Mi ama tiene dificultades, y no he podido encontrar al médico!
Mi madre miró a Noni, que estaba sentada en la cama, y a mí, en un taburete a su lado. La joven ladeó la cabeza y nos miró vacilante. Vi un destello de terror en sus ojos.
– Ha padecido fiebres -dijo mi madre-, y ya se encuentra mejor. Ella es la comadrona, y mi hija también, que te acompañará.
La criada me miró con ojo crítico. Al observar su reticencia, Noni dijo con voz débiclass="underline"
– Mi nieta es tan diestra como yo. La he preparado durante seis años.
– Y yo seré su ayudante -añadió mi madre. Era algo que hacía de vez en cuando por la abuela y por mí, y lo dijo para apaciguar los temores de la mujer.
Noni se recostó contra mí y me susurró al oído:
– Ten cuidado con lo que digas, no sea que despiertes las sospechas de tu madre. -Sabía que yo utilizaba la Visión para ayudar en los partos.
Asentí, consciente de la penetrante mirada que mi madre nos había dirigido, como si supiera con exactitud lo que Noni había dicho.
– ¡Vámonos, pues! -nos apremió la criada, al tiempo que se retorcía sus manos regordetas.
Recogí la bolsa con las hierbas y herramientas de Noni y corrí hacia la puerta con mi madre. Fuera nos esperaba un carro tirado por un caballo esbelto y bien cuidado. Cinco niños llorosos estaban sentados en él. No preguntamos quiénes eran, aunque estaba claro que no eran de la criada. Las niñas llevaban vestidos de brocado ribeteados de piel y los niños blusas de seda bordada.
– Niños, ¿por qué lloráis? -les pregunté mientras mamá y yo extendíamos los brazos para consolarles-. ¿Es por vuestra madre? No os preocupéis. Nosotras la cuidaremos bien, y pronto tendréis un hermano o hermana nuevo.
Pero se acurrucaron entre sí y no hablaron. Dejamos atrás la plaza del pueblo y los campos en silencio, la mansión y las murallas, hasta entrar en la ciudad.
Un viaje de ida y vuelta a la ciudad duraba un día para nosotros, las pocas veces al año que íbamos al mercado. En cuanto traspusimos las puertas, el mundo adquirió vida, con gentes de todas las clases y aspectos. En el campo solo veíamos aldeanos como nosotros, pero aquí había campesinos pobres con andrajos y nobles a caballo, vestidos con sedas y gorras adornadas con plumas, y mercaderes de distinta riqueza. Atravesamos el centro de la ciudad y pasamos ante los diversos comercios: la herrería, la hilandería, la panadería, la zapatería, la taberna y la posada. Por fin, doblamos por la rue de l'Orfevrerie, donde se alzaba cierto número de edificios iguales, casas de cuatro plantas, de postes y vigas, muy parecidas a las de las demás calles, todas inclinadas las unas sobre las otras debido a la edad. Algunas estaban pintadas de azul, otras de un rojo intenso y otras encaladas.
Las plantas bajas estaban ocupadas por tiendas, con escaparates que se proyectaban hacia las ajetreadas calles, mientras sus cautelosos propietarios vigilaban que no aparecieran ladrones. Sobre las tiendas colgaban letreros pintados con colores alegres: un candelero para el platero, tres píldoras doradas para el boticario, un brazo blanco con franjas rojas para el barbero, un unicornio encabritado para el orfebre.
Nos detuvimos ante la tienda del orfebre. La criada saltó del carro, ató el caballo a un poste, dejó a los niños sentados, nos ayudó a bajar y entramos en la casa. La tienda estaba cerrada a cal y canto. Se me antojó extraño, pero estaba demasiado impaciente para alarmarme.
La criada entró antes que nosotros, subió un angosto tramo de escaleras y nos condujo hasta la zona del comedor, donde un hogar oscuro y las ventanas de un color parecido al del pergamino producían una sensación de penumbra. Aun así, la habitación me pareció muy limpia, porque el hogar contaba con una chimenea, lo cual impedía que las paredes se mancharan de hollín. Una buena precaución, porque estaban cubiertas de hermosos tapices, incluyendo el emblema del orfebre, el unicornio, cuya crin blanca centelleaba debido a las hebras de oro puro. Al parecer, los habitantes no compartían la casa con otra familia. De hecho, la casa estaba tan silenciosa que no parecía habitada.
Al otro extremo del comedor, con su amplia mesa de caballete desmontada, sobre la cual descansaban un par de trabajados candelabros de plata, otra escalera conducía al tercer piso. La cocinera se detuvo y señaló hacia arriba.
– La señora os espera en su habitación.
Me volví hacia ella.
– Necesitamos paños y agua. ¿Dónde podemos encontrarlos?
– Iré a buscarlos -dijo la cocinera con repentino entusiasmo, y desapareció por la puerta de una enorme cocina.
Aún oigo el ruido de los zuecos de mi madre y míos sobre los empinados escalones. Recuerdo la perplejidad en la voz de mamá cuando preguntó:
– Pero ¿dónde están los demás criados?
La inquietud me embargó cuando me di cuenta de que era media mañana, una hora en que los criados ya debían tener la comida casi preparada, pero el hogar estaba apagado, y de la cocina no salían sonidos ni olores. Si aquellos cinco niños llorosos eran del orfebre y su mujer, estarían hambrientos. ¿Por qué esperaban fuera?
Pese a mis recelos, continué, con mi madre al lado, sin vacilar ni un instante.
Al final de la escalera, la puerta del dormitorio de los amos estaba abierta, pero habían cerrado los postigos, de modo que la habitación estaba a oscuras. Mis ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra. Había dos enormes armarios y una cómoda apoyados contra la pared exterior, y sobre la cómoda descansaba un gran espejo. Vi mi solemne reflejo, y el de mi madre, su cara hermosa y asustada tan pálida como la toca blanca y el velo levantado sobre sus trenzas rojizas. La cómoda estaba abierta, y no cabía duda de que la habían saqueado. Estaba vacía, a excepción de una ristra de perlas rota. Había muchas perlas diseminadas por el suelo. En un rincón de la estancia se erguía una silla de parto de madera, por lo general un buen presagio, pero me inquietó verla vacía.
Una cama de cuatro postes con colgaduras de brocado se apoyaba contra el centro de la pared interior. De ella surgían los sonidos de alguien que sufría, no los gritos desgarradores de una mujer en pleno parto, sino los débiles gemidos de un moribundo.
Hemos llegado demasiado tarde, pensé. Ha dado a luz y se está desangrando sin remedio. Avancé hacia la mujer, pero de repente sentí el impulso de retroceder. Tal vez debido a algo que impregnaba el aire, porque se percibía un tenue pero inconfundible hedor pútrido, que yo nunca había olido antes, y que no he olido desde entonces.
Fuera lo que fuese, mamá también lo percibió. En el mismo momento que me detuve, su mano aferró la mía para obligarme a retroceder. Recuerdo aquel instante con terrible claridad. Las dos permanecimos inmóviles durante un largo momento en el umbral de la muerte, condenadas tanto si avanzábamos como si retrocedíamos.
De pronto superé el miedo, dejé a mamá en la puerta y crucé la habitación para abrir los postigos. Un rayo de luz hirió la oscuridad e iluminó a la mujer acostada en la cama.
A mis trece años ya había sido testigo de todo tipo de aflicciones. Los chillidos del parto y la visión de la sangre no me conmovían en absoluto. Había oído a mujeres maldecir a sus maridos con palabras que harían enrojecer al diablo, y visto a madres y bebés pasar de la vida a la muerte. Todo eso podía soportarlo con estoicismo, pero ver a aquella mujer enfermó mi corazón.
Estaba inmóvil, demasiado inmóvil, salvo cuando las contracciones del parto la estremecían y levantaban su vientre hinchado. Cuando pasaban, se desplomaba, fláccida como una muñeca de trapo. Un montón de mantas había sido apelotonado a puntapiés al pie de la cama, dejando al descubierto una mancha húmeda en el centro. La mujer había roto aguas en la cama, algo que casi todas las mujeres embarazadas evitaban a toda costa. Más extraño aún era que los criados no hubieran intervenido para impedir que el agua empapara el colchón, cubierto con una sábana.