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Una vez se hubo asegurado, por la respiración regular de mi madre y los ronquidos de mi padre, de que ambos estaban dormidos, se acercó a la ventana abierta y sostuvo las bolsas de hierbas como si las ofreciera a la luna. Guardó silencio un rato, y entonces vi que sus manos empezaban a brillar cada vez más con la luz dorada de la curación.

Entonces empezó a murmurar una bendición en su lengua nativa. Yo solo sabía unas pocas palabras de italiano, de modo que no puedo repetir con precisión lo que dijo, pero conocía muy bien una frase: la bona Dea, la bona Dea…

Pronunciaba el nombre como un amante acaricia, y en sus labios se convirtió en el sonido más dulce que había oído en mi vida. Mientras hablaba, dio la impresión de que las nubes se desplazaban, permitiendo que la luz de la luna penetrara por la ventana y bañara las bolsitas. Al compás del lento cántico «Diana… Diana…», el resplandor dorado de las manos de Noni pasó a las bolsas y se mezcló con el brillo plateado de la luna, hasta que cada encantamiento emitió su propia aura radiante, blancodorada. Respiré hondo al ver la belleza de la luz. Creo que Noni debió de oírme, porque dirigió una sonrisa significativa a la luna. Después nos despertó a los tres un momento para colgar los encantamientos alrededor de nuestros cuellos. «Medicina -dijo a mis padres-, para ahuyentar la peste.» Yo sabía que era mucho más. Hasta mamá aceptó el collar de buen grado. Por lo visto, las horribles escenas que había presenciado aquel día fueron suficientes para silenciar todas sus sospechas.

En la oscuridad, el encantamiento despedía un resplandor dorado entre mis pechos infantiles. Me dormí con la sensación de estar protegida, a salvo en el cálido resplandor del amor de Noni y Diana.

Al cabo de unos días llamaron del castillo a mi padre para que fuera a trabajar en los campos del señor, porque los hombres que solían atenderlos habían caído enfermos. Papá gruñó, porque sus cosechas exigían también su atención, pero debía al señor varios días de trabajo y no podía hacer otra cosa. Abandonó sus campos y fue al castillo con el intendente, que había venido a buscarle.

El mismo día, un visitante llamó a nuestra puerta. Mamá había salido a buscar agua, y yo estaba barriendo el hogar, mientras Noni preparaba hierbas recién cogidas para secarlas en previsión del azote de la peste. Dejé la escoba al punto y corrí a la puerta, cuya mitad superior estaba abierta.

Vi a un hombre corpulento de edad madura, vestido elegantemente con una camisa corta bordada de seda roja provista de largas mangas acampanadas, calzones amarillos, zapatillas de terciopelo rojo y una gorra con una pluma amarilla. No obstante, su cara no estaba en consonancia con su ropa. Era ancha, de nariz y labios gruesos, y diminutos ojos hundidos. Detrás de él, atado a la lila en flor, se erguía un hermoso caballo negro.

La frente del hombre estaba fruncida de preocupación, y removía los pies presa de la agitación.

– ¡La comadrona! -casi gritó, no con aires de superioridad sino impulsado por la desesperación-. ¿Vive aquí la comadrona?

– Sí, monseigneur -contesté con suficiente serenidad para hacer una pequeña reverencia. Descorrí el cerrojo, abrí la puerta y le invité a entrar.

Al instante, una mano aferró mi hombro con fuerza. Noni estaba a mi lado.

– No -murmuró en mi oído-. Hablaré con él fuera. Tú quédate aquí.

Obedecí, mientras Noni salía y cerraba la puerta a mi espalda.

– Yo soy la que buscáis -dijo, en un tono que comunicaba gentileza y suspicacia al mismo tiempo-. ¿En qué puedo ayudaros, monseigneur?

El rostro del hombre se contrajo en una mueca. Se llevó las manos a los ojos y empezó a llorar. Comprendí con un escalofrío el motivo de su visita, y por qué Noni no le había recibido en nuestra casa. Creí ver, incluso a plena luz del día, que un suave resplandor dorado emanaba del corazón de Noni, sobre el cual llevaba colgado el encantamiento, oculto bajo la ropa.

El hombre parecía incapaz de hablar, y por fin Noni preguntó con dulzura:

– Es la peste de Marsella, ¿verdad? ¿Tienen la piel ennegrecida y los furúnculos?

El hombre asintió, y logró farfullar unas palabras puntuadas por sollozos y gemidos. Era un próspero abogado cuya mujer y tres hijos habían caído enfermos, y sus criados indispuestos o huidos.

– ¿Por qué no llamáis a un médico? -preguntó Noni.

Tolosa tenía seis médicos. Uno cuya tarea exclusiva era cuidar del grand seigneur y su familia, y cinco cuyos servicios estaban solo al alcance de los ricos. El que aquel abogado fuera a buscar los servicios de una comadrona de pueblo demostraba un grado de desesperación poco común.

– Los médicos que no han huido o caído enfermos están muy ocupados con sus pacientes. Por favor, soy rico. Pagaré lo que sea. Lo que sea…

Mi abuela meditó unos momentos, aunque su determinación no flaqueó.

– Os daré medicinas, pero no iré con vos a la ciudad.

– ¡Sí, sí! -accedió el hombre-. ¡Pero daos prisa! Temo que mueran antes de mi regreso.

– Esperad aquí -ordenó Noni.

Volvió a la casa y reunió hierbas mientras yo miraba, silenciosa y sombría, junto a la puerta. Añadió té para la fiebre y unos polvos amarillentos de olor sulfuroso para los furúnculos. Luego salió y explicó al hombre cómo debía utilizarlos.

El abogado escuchó con angustiada atención.

– Pero, señora, ¿no tenéis amuletos, alguna magia que pueda salvar a mi familia?

Noni retrocedió como escandalizada y apoyó una mano sobre su corazón, donde el encantamiento estaba escondido.

– Seigneur, soy una buena cristiana. La única magia que conozco es la medicina de las hierbas, que Dios en Su misericordia nos ha revelado.

El hombre rompió a llorar de nuevo.

– Y yo también soy un buen cristiano, pero Dios en Su misericordia ha tenido a bien infectar a mi familia con la peste. Por favor, señora, mi esposa y mis hijos se mueren. ¡Tened piedad de nosotros!

Sepultó de nuevo el rostro en sus grandes manos.

Noni suspiró, algo desconcertada por el hecho de que un hombre tan rico la llamara «señora», y volvió adentro. Hizo un pequeño atado de diversas hierbas, lo ató con un cordel, apoyó las manos encima y rezó unas palabras en voz baja. El atado brilló un poco, pero no con el resplandor de los encantamientos que había hecho para nuestra familia. Salió y se lo tendió al hombre.

– Llevadlo encima en todo momento -ordenó-. Tocadlo con frecuencia, y al mismo tiempo pensad en vuestra mujer y vuestros hijos como un todo.

– ¡Que Dios y la Virgen María os bendigan! -dijo el hombre, y a cambio le dio una moneda de oro. Tanto Noni como yo la miramos, fascinadas. Nunca nos habían pagado con oro.

Noni le devolvió la moneda.

– No puedo aceptarlo. No me debéis nada por el amuleto, solo por las hierbas. Esto triplica los emolumentos de un médico…

Pero el hombre montó en su caballo negro y se alejó al galope.

En aquel momento mi madre apareció en el umbral con el cubo de agua en equilibrio sobre el hombro. Miró con perplejidad al jinete, después a Noni, que estaba admirando la moneda de oro entre el índice y el pulgar.

– Más peste en la ciudad, y ahora los médicos están muriendo -explicó mi abuela, mientras mi madre entraba en casa.

Noni la siguió, y yo me incliné hacia ella para examinar la moneda. Más tarde descubrimos que era una livre d'or auténtica, un objeto hermoso y brillante. Noni mordió la moneda con fuerza. Cuando vio la débil huella de sus dientes, sonrió. Éramos ricos.

Pero nuestra alegría, adquirida con el dolor de otra gente, fue interrumpida al instante. Oímos un golpe sordo a nuestra espalda, ruido de madera sobre madera, un chapaleo. Nos volvimos y vimos a mamá espatarrada en el suelo de paja, con la falda empapada y el cubo volcado sobre sus rodillas.