Se llevó una mano a la cara y nos miró con expresión estupefacta.
– He tirado el agua.
– ¿Te has hecho daño, Catherine? -preguntó Noni, mientras cogíamos cada una de un brazo a mamá y la ayudábamos a levantarse. Noté muy caliente la carne, debajo de la manga mojada.
– He tirado el agua -repitió, mientras paseaba la vista entre Noni y yo con leve desesperación, como si quisiera decirnos algo importante, pero no encontrara las palabras apropiadas para transmitirlo.
– No pasa nada -dije en tanto la acompañaba hasta la cama-. Cogeré el cubo e iré a buscar más.
– ¿Hace frío hoy? -preguntó mi madre, recorrida por un violento escalofrío. Mientras le quitábamos la ropa mojada, el tenue resplandor del encantamiento que colgaba entre sus pechos parpadeó de repente como una llama y se apagó.
Mamá pasó el resto del día en la cama, con escalofríos y fiebre alta.
– ¿Me estoy muriendo? -preguntaba durante los escasos momentos que recobraba la lucidez-. ¿Es la peste?
La tranquilizamos: su piel no se ennegrecía, y no había señales de furúnculos. Era la fiebre que había afectado a Noni antes, y no tardaría en recuperarse.
Dijimos lo mismo a mi padre cuando, cansado y desalentado, regresó al anochecer. Se mostró muy preocupado por ella e intentó darle la sopa, pero la fiebre alteraba su estómago y no podía comer nada.
Papá se alegró un momento al ver la magnífica livre d'or, y después de cenar nos habló con aire sombrío de los problemas que afectaban al castillo.
– La peste se ha propagado ahora entre nosotros, los siervos de la gleba -dijo con tristeza, los ojos grises concentrados en el potaje de cebada que Noni había preparado-. Dicen que el senescal morirá antes de que pase un día. Sus responsabilidades recaen ahora sobre el intendente, un idiota incompetente que no sabe nada de administrar campos o trabajadores. Yo mismo vi a un hombre, un trabajador contratado de otro pueblo, que se desmayó en los campos. Tenía un gran bulto rojo en el cuello.
Los ojos de Noni se entornaron al instante. Estaba de pie junto a él. Nunca comía hasta que su hijo se había saciado, y esperaba con el cucharón en ristre para volver a llenar su plato. En cuanto a mí, me senté frente a papá y le escuché con creciente temor. Quise decirle que no volviera al castillo, que no volviera a trabajar en las tierras del señor, y colegí por el miedo que transparentaban los ojos de Noni que ella deseaba decir lo mismo. Pero que un villano se negara a trabajar en los campos del señor cuando se lo ordenaban era un delito que se castigaba con la horca. Por eso las dos nos mordimos la lengua.
De todos modos, Noni reunió fuerzas para decir:
– Pietro, hay paja limpia junto al hogar. Duerme ahí esta noche. -Y cuando papá la miró, con repentino pánico en los ojos, ella añadió, con el punto exacto de irritación para que él la creyera-: No, no es porque piense que Catherine ha contraído la peste de Marsella, sino porque si te acuestas con ella y te despiertas con las fiebres, debilitará tus fuerzas y serás presa fácil de la enfermedad que asola el castillo.
Mi padre se negó, dijo que no permitiría que Catherine durmiera sola, y tal vez el calor de su cuerpo le haría bien. Yo dormí junto al hogar, sobre la paja al lado de Noni, que se levantó en una ocasión para cuidar a mamá. Estuvo sentada durante una hora, y luego yo la sustituí.
En las horas previas al amanecer me despertaron unos gritos débiles. Me incorporé y vi que mi madre agitaba los brazos en la cama, intentaba abofetear a mi padre, mientras este se esforzaba por impedir que cayera de la cama al suelo. Noni procuraba ayudarle.
Mientras miraba horrorizada, mi madre, en su delirio, tiró del amuleto que colgaba de su cuello, con tal fuerza que el cordel se rompió, y entonces arrojó al suelo la bolsita.
Noni la rescató, pero mientras lo hacía miró a su nuera con expresión dura, como si estuviera furiosa con mamá por lo que había hecho, pero me dije que debía estar equivocada. Mi padre, con rostro apesadumbrado, se quitó su amuleto y lo deslizó por la cabeza de mi madre. Luego, se sentó sobre la paja a mi lado, y yo oculté mi cara en su espesa barba oscura mientras ambos llorábamos.
El segundo día de la enfermedad de mi madre, la mujer del herrero vino desde la ciudad. Noni la recibió fuera, le dio las hierbas y la despidió, como había hecho con el abogado. Después, los habitantes de nuestra aldea empezaron a desfilar, uno tras otro. Noni les dio hierbas, hasta que casi no quedaron para nosotros. Por fin, cerró la puerta, dejando la parte superior apenas abierta para permitir que escapara el humo del hogar, y explicó desde el otro lado a los desesperados aldeanos qué hierbas debían buscar y cómo utilizarlas.
Entre visita y visita, mientras Noni sesteaba junto al hogar, yo bañaba a mamá para aplacar su fiebre. Su cuello estaba un poco hinchado, pero no le concedí importancia, porque suele ser un síntoma de las fiebres. Pero cuando desaté las cintas de su camisón y le bajé la prenda, vi un bulto, duro, del tamaño de un huevo, y rojo. La piel circundante estaba moteada de púrpura, el color de la sangre vieja.
Desperté a Noni y le dije que mamá había contraído la peste. Preparamos una cataplasma y se la pusimos en el furúnculo de debajo del brazo, y después descubrimos dos bultos más en las ingles de mamá. No pude por menos que pensar en la pobre mujer embarazada que había muerto.
Avanzada la tarde, mi padre regresó del castillo. Me sorprendió verle por dos motivos: uno, porque nunca regresaba a casa de sus propios campos hasta que oscurecía, y dos, porque había vuelto a pie, y la costumbre era que el intendente trasladara en carro a su casa a los siervos que trabajaban en los campos del señor.
Alcé la vista cuando oí el ruido de la puerta al abrirse. Mi padre estaba en el umbral. Se demoró un poco con su gorra usada en las manos. Nunca olvidaré aquella escena: un hombre apuesto, ancho de hombros, de barba negroazulada, tan moreno como mi madre rubia.
Al oírle, Noni se apresuró a preparar la cena, que aún no había puesto a calentar en el hogar debido a las visitas y la hora temprana.
– ¡Papá! -exclamé-. ¿Por qué has vuelto tan pronto?
Me levanté y avancé hacia él.
No contestó, sino que vaciló en la puerta, mientras retorcía la gorra entre sus grandes manos de nudillos ensangrentados. Algo pasaba. Sus ojos eran los de un muchacho asustado y confuso.
Pese a la confusión, miró primero a mi madre, después a mí, y cerró los ojos.
– Catherine -susurró, pues había comprendido por fin que la peste había llegado a nuestra casa. Experimenté un inmenso deseo de consolarle, como si él fuera un niño y yo su madre.
Al fin, se quitó los zuecos y entró, sin acordarse de cerrar la puerta, y la luz del hogar reveló manchas oscuras en su camisa.
– ¡Papá! -grité alarmada tras inspeccionarlas. Porque eran de un color pardorrojizo, el color de la sangre seca.
Él las miró, como sorprendido de verlas.
– Nadie fue a trabajar a los campos, salvo otro siervo, Jacques la Campagne, que vomitó sangre y cayó muerto a mi lado mientras trabajábamos. Intenté encontrar ayuda, pero todo el mundo había desaparecido, salvo el cura, que vino a dar la extremaunción a la madre del señor.
– ¿Ha muerto? -pregunté horrorizada.
Una extraña expresión cruzó el rostro de mi padre, como si intentara escuchar las palabras de un alma invisible.
– Estoy muy cansado -dijo de repente. Fue a la cama y se acostó junto a su esposa, y ya no volvió a levantarse.
Pese a los muchos años transcurridos, el recuerdo del sufrimiento de mis padres no se ha borrado con el tiempo. El dolor sigue vivo.
Mi padre cayó enseguida en un profundo delirio, y pese a que le di mi amuleto resplandeciente, como él se lo había dado a mamá, nunca volvió a recobrar la cordura. Aunque estaba muy afectado por la fiebre, la enfermedad tomó un curso diferente. Los furúnculos de la peste no aparecieron bajo sus brazos o en las ingles. La enfermedad afectó a sus pulmones, de modo que escupía un esputo sanguinolento. Murió al cabo de dos días.