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A esas alturas mi madre se había convertido en un ser digno de compasión, con la piel moteada de manchas negras y bultos que supuraban pus y sangre. Era la enfermedad que hacía oler a los vivos como si estuvieran muertos, aunque todavía conservaran la vida.

Cuando mi padre murió, mi madre gritó su nombre y luego se hundió en un silencio total. Noni y yo estábamos seguras de que seguiría a su marido.

Yo estaba muy abatida. Cuando mi padre falleció, fui al pueblo en busca del cura para que le administrara la extremaunción. Aunque era mediodía, la aldea parecía desierta. Ningún siervo trabajaba en los campos y ninguna mujer sacaba agua del pozo, pese a que había muchos animales. Las vacas deambulaban sin que nadie las controlara entre las cosechas recién plantadas, comían lo que se les antojaba, y un rebaño de cabras, cuyas hembras balaban lastimosamente porque nadie las ordeñaba, se acercó a mí.

El sacerdote no estaba en la iglesia ni en la rectoría. Cuando crucé el cementerio, me topé con el enterrador, que estaba cavando otra tumba. Le pregunté por el cura.

– Muerto o agonizante -dijo el enterrador-, o dando la extremaunción en alguna parte. Solo es cuestión de tiempo que le entierre también a él.

Su cara y ropas estaban negras de muchos días de mugre y muerte. Indiferente a las lágrimas que resbalaban por mi cara, hablaba con tono inexpresivo, el de alguien muy fatigado y aturdido por la omnipresente visión de la muerte. A su lado había una docena de montículos nuevos y tres tumbas recién cavadas, mientras trabajaba en una cuarta. Señaló las otras tres.

– Pero esas estarán llenas antes de mañana. Si tienes muertos, tráelos tú misma, porque ya no queda nadie que pueda ayudarte. Y será mejor que los traigas pronto, mientras aún queda sitio. -Hizo una pausa y ladeó la cabeza de una forma rara-. Es el fin del mundo, ¿sabes? El sacerdote nos leyó la Biblia. El último libro, el de las Revelaciones… -Lo recitó de memoria-: «Cuando abrió el sello cuarto, oí la voz del cuarto viviente, que decía: Ven. Miré y vi un caballo bayo, y el que cabalgaba sobre él tenía por nombre Mortandad, y el infierno le acompañaba».

Al anochecer volví a casa con el corazón contrito, y le dije a Noni que tendríamos que transportar el cadáver de papá al cementerio sin ayuda. Y así, con los ojos de mi padre abiertos en la muerte, solo pudimos bendecir su cuerpo nosotras, y le bañamos y envolvimos en su mortaja blanca. Estuvimos en vigilia toda la noche, rezando y observando a mamá, para ver si aún respiraba.

Por la mañana, para nuestro asombro, la fiebre de mamá había remitido, pero seguía sumida en un sueño profundo. Tuvimos que encargarnos del entierro de papá sin más dilación, porque hacía calor. Cerca vivían Marie y Georges, nuestros vecinos más acaudalados, porque poseían un mulo y una carreta. Fui a su casa y al descubrir la carreta, y el animal sin atar, llamé desde fuera. La mitad superior de la puerta estaba abierta, pero un silencio de muerte reinaba en la casa. Cogí la carreta y el mulo sin remordimientos, porque sospechaba que los propietarios nunca más volverían a necesitarlos.

Cuando llegué, Noni y yo emprendimos la triste tarea de levantar el cadáver de papá. Los muertos pesan mucho más que los vivos, de modo que yo alcé a mi padre por debajo de los brazos, mientras Noni lo hacía por las piernas, pero me di cuenta que nos resultaría imposible depositarle en el carro.

En aquel espantoso momento alguien llamó a la puerta abierta. La cabeza de papá me impedía ver a nuestro visitante, y Noni estaba de espaldas a la puerta.

– ¡Idos! -gritó encolerizada Noni entre lágrimas, al tiempo que detenía nuestro lento avance hacia la puerta-. La peste ha llegado a nuestra casa. ¿No veis que mi hijo ha muerto? ¡Ya no me quedan más hierbas!

– No he venido a pedir sino a ayudar -dijo una voz bella y profunda.

Una curiosa luz alumbró los ojos de Noni. Bajó poco a poco las piernas enfundadas de papá en la mortaja hasta el suelo y se volvió. Yo también deposité a papá en el suelo con ternura y miré hacia la puerta.

Vi a un hombre alto, curtido por la intemperie, con una franja blanca que partía su larga barba gris. Sus ojos, grandes y de espesas pestañas, y su nariz aquilina le habrían identificado como un judío, aunque no hubiera llevado la marca de fieltro amarillo y el sombrero característico. El que un judío se aventurara más allá de las murallas de la ciudad era inusitado. Por su propio bien, se quedaban en el barrio de la ciudad que les había sido asignado, daban a luz a sus bebés y cuidaban de sus enfermos.

Pensé en las historias que había oído acerca de los judíos, pero no había la menor señal de monstruosidad en la apariencia de aquel hombre. Sus ojos eran viejos y acuosos, con los blancos amarillentos y los iris tan oscuros que las pupilas apenas se veían. Eran los ojos más poderosos y bondadosos que había visto en mi vida.

Entonces supe que era un miembro de la Raza.

Noni también estaba impresionada, porque contestó con voz débiclass="underline"

– ¿A qué habéis venido, señor? Este lugar es peligroso. La peste nos ha golpeado.

– No hay ningún sitio seguro -respondió el anciano judío-, y Dios me ha concedido muy poco tiempo.

Sin más, entró en casa y me indicó con un gesto que le dejara sitio. Levantó a papá por las axilas. Ahora, con la distancia de los años, parece muy extraño, pero en aquel momento me pareció la cosa más natural del mundo correr al lado de Noni y ayudarla a levantar las piernas de papá. Cogí la izquierda y ella la derecha, y con la ayuda del desconocido depositamos el cadáver en la carreta de Georges sin problemas.

– Monseigneur -le dije, un título honorífico que los judíos recibían pocas veces-, gracias por vuestra ayuda.

En respuesta, de su capa negra sacó un pequeño cuadrado de seda negra doblado y me lo tendió. Vacilé.

– No queremos dinero -se apresuró a decir Noni-. Ya nos habéis ayudado bastante. Además, hoy he recibido oro suficiente por los sufrimientos de los enfermos.

El hombre la miró y esbozó una sonrisa de disculpa.

– No es una moneda.

Extendió la mano de nuevo y esta vez, al sentir el calor que emanaba de ella, cogí la seda y la abrí con reverencia.

Era oro, ciertamente. Un disco del tamaño de una livre, sujeto a una gruesa cadena de oro. En su superficie tenía grabados círculos, estrellas y letras extrañas. Aunque en aquella época aún no sabía leer, intuí que se trataba de una lengua más misteriosa que mi francés nativo.

El disco proyectaba el resplandor más cálido y más blanco que había visto en mi vida, el brillo de una estrella, y entonces lo comprendí. Aquel judío conocía a la Diosa. Aquel judío conocía una magia mucho más poderosa que la que Noni me había enseñado. Era mucho más que encantamientos curativos, o hechizos para protegerse de un enemigo o para hacer crecer las cosechas.

– Guardadlo siempre -dijo-. En tiempos de peligro, como estos, llevadlo encima. El Mal acecha.

Alcé la vista para darle las gracias de nuevo, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, volvió a hablar:

– Carcasona es un lugar seguro.

Noni le miró como si estuviera loco.

– ¡Señor, en Carcasona solo hay muertos y agonizantes!

– Aun así -la interrumpió, y se marchó sin añadir más, con tal celeridad y sigilo que Noni y yo nos quedamos estupefactas y confusas por su repentina desaparición. Cuando miramos alrededor de la casa, no vimos ni rastro de él.

Noni cogió de mi mano el amuleto, lo pasó por mi cabeza y lo ocultó debajo de mi vestido, pese a mis protestas de que debía ser ella quien lo llevara.

– La Diosa le envió -dijo en relación al hombre misterioso-. Y el amuleto iba destinado a ti, solo a ti. Llévalo siempre, por tu bien.