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Cedí, porque sabía que sus palabras eran ciertas.

Cuando el disco de oro tocó mi piel, sentí un intenso calor y unos cosquilleos que me sobresaltaron.

Por fin, subimos al carro y nos dirigimos al cementerio. En el camino que conducía a la plaza de la aldea vimos el cadáver de una mujer.

– No mires -ordenó con severidad mi abuela, pero ya había visto suficiente.

Dos perros estaban mordisqueando la carne podrida de la mujer, y uno de ellos había conseguido arrancarle un brazo. Sujetaba el codo entre sus mandíbulas y tironeaba del jirón de carne que aún unía el brazo al hombro.

– Sálvanos, santísima Virgen -susurró Noni, y coreé su plegaria en silencio.

Cuando nos acercamos a la plaza que había frente al cementerio distinguí las primeras señales de vida en el pueblo vacío. Olí, y luego vi, un hilillo de humo negro. Tal vez estaban quemando los cadáveres, pensé, y después oí gritos, seguidos por chillidos de agonía que no supe distinguir si eran de animal o de hombre, masculinos o femeninos.

En el centro de la plaza ardía una pequeña hoguera. En su interior se veía la silueta oscilante de un hombre. Al principio no le reconocí, porque había perdido la gorra. Sus ropas, pelo y barba ardían, y su cara estaba negra de hollín. Intentando escapar, llegó al borde del fuego y cayó de rodillas, pero un aldeano le aguijoneó por la espalda con una horca. Le acompañaban dos hombres, uno de los cuales blandía un cuchillo, y una mujer, y los tres se burlaban de la víctima.

Noni lanzó un grito de indignación y tiró de las riendas de la mula, que intuyó nuestro horror y relinchó.

La mujer nos miró. Su falda y delantal estaban manchados de sangre negra escupida por el agonizante, y su cabello revuelto sobresalía de la cofia. Sus ojos estaban desorbitados y febriles.

– ¡Le envió el diablo para envenenar el pozo! -nos gritó. Con los ojos de la Diosa, vi una sombra oscura sobre su pecho, y supe que la peste ya se había adueñado de ella-. ¡El judío vino de la ciudad para traer la peste al pueblo! ¡Ha asesinado a mi esposo y a mis hijos! ¡Todos muertos! ¡Todos!

El hombre del cuchillo la coreó.

– ¡El judío envenenó el pozo y volvió para acabar con los que quedábamos! ¡El judío trajo la peste desde la ciudad amurallada!

De pronto, mis ojos se encontraron con los del alma atormentada que moría abrasada, aquellos ojos oscuros, hermosos y agonizantes, y reconocí al hombre que había venido a nuestra casa. Me levanté en el carro y chillé, y la mula se sobresaltó.

En aquel instante, al parecer no pudo soportar más el dolor, porque saltó hacia delante y se empaló a propósito en la horca. El aldeano le sujetó como si estuviera asando un pedazo de carne, y miró con satisfacción hasta que el peso del cuerpo dobló el instrumento de su muerte.

– Por el único Dios verdadero -clamó Noni con voz temblorosa-, os maldeciría hasta la decimotercera generación por vuestra maldad, pero no hace falta. Vuestras familias han perecido y vosotros estaréis muertos mañana.

Medio me desvanecí. En ese estado, dejé atrás la hoguera y entré en el cementerio. Recuerdo poco de lo que sucedió a continuación, excepto la visión de las tumbas abiertas que el enterrador había cavado tan solo el día anterior. Estaban llenas de muertos putrefactos, amontonados unos encima de otros, a medio cubrir. Cerca había una fosa más grande, en la que el enterrador, también muerto, estaba sentado muy tieso con su pala al lado, clavada en la tierra con el mango vertical. Hasta la altura de su regazo yacían muertos sin amortajar, arrojados apresuradamente sobre él. Parecía una versión siniestra de María lamentando la muerte de Cristo.

La verdad es que no recuerdo qué hicimos con el cadáver de mi padre. Mi memoria ha borrado ese recuerdo horripilante. Sospecho que le bajamos del carro y le dejamos sobre otros cadáveres. Era horrible, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Estábamos demasiado débiles para cubrir el cuerpo con tierra, y acercarse a las fosas hediondas significaba cortejar a la peste.

Debimos regresar a casa, pero tampoco lo recuerdo. Me adentré en un mundo febril que era en parte Visión, parte sueño y parte delirio, un mundo compuesto de peste y fuego. Vi en las llamas la cara del viejo judío, y las caras de toda mi familia, el pobre papá, mamá, incluso Noni. Vi de nuevo las sombras de personas atrapadas en las llamas, y oí sus chillidos. Una vez más, luché por ellas, hasta caer exhausta. Y cuando ya no pude luchar más, me rendí a las llamas y grité:

– ¿Qué maldad es esta?

Y la Diosa dijo:

– El miedo.

Volví a este mundo con un sobresalto, y abrí los ojos al interior de nuestra casa, y vi que estaba acostada en la cama de mis padres. Estaba amaneciendo, y un sol débil se colaba por los postigos abiertos. El fuego del hogar casi se había apagado, y sobre la paja dormía Noni.

Su delantal estaba manchado de sangre, se había quitado la toca de viuda y soltado los rizos oscuros de pelo que cubrían sus orejas, de modo que las gruesas trenzas caían hasta su cintura. Su cara estaba descompuesta y cenicienta. Estaba tan inmóvil que, durante un terrible momento, pensé que había muerto de la peste mientras yo dormía. Me incorporé y lancé un aullido, pues me di cuenta de que estaba sola en la cama. Mamá también debía de haber muerto, y no me quedaba ningún familiar vivo.

Noni se puso en pie de un brinco y corrió a mi lado. Sollocé de alivio.

– ¡Noni! Pensé que habías muerto.

Mi amada abuela se deshizo en lágrimas, al igual que mi madre, sentada cerca del fuego con aspecto enfermizo y frágil. Sostenía un cuenco de sopa. Cuando Noni pudo hablar de nuevo, explicó que yo había estado desvariando durante tres días, casi muerta debido a la peste. No podía hablar con claridad delante de mi madre, pero supe lo que pensaba: que cuando había cedido mi amuleto a mi padre agonizante, me había vuelto vulnerable. Sabía que el amuleto del judío me había salvado.

Avanzada la noche, me desperté y descubrí la paja del colchón empapada de sangre. Temí que la plaga hubiera rebrotado, pero Noni se limitó a sonreír.

– Tu sangre mensual ha llegado -susurró-. Pronto te integrarás en la hermandad de la Diosa.

10

Como resultado de la plaga, la vida se transformó en una extraña mezcla de riqueza y pobreza. Tanto el molinero como su mujer murieron, de manera que nadie molía el trigo almacenado en el granero del viejo Jacques. Tantos siervos, mi padre incluido, habían perecido, que los supervivientes se aprovecharon de los campos abandonados, así como de los huertos y viñedos del grand seigneur, puesto que nadie los vigilaba.

Lo que no cogíamos, se pudría, como la mayoría de almas que morían sin familiares supervivientes que los enterraran. Tal fue el destino de nuestros pobres vecinos Georges y Therèse, y de todos sus hijos. Pese al hedor que salía de sus casas, sobre todo cuando el calor aumentó, el temor a la peste nos impidió entrar.

Sin embargo, heredamos parte de su riqueza: su mulo y su carro, seis cerdos y varios pollos, y todas las hortalizas que crecían en el potager de Therèse. Pese a la escasez de pan, vivíamos de las verduras, las carnes y la leche, pues cabras, ovejas y corderos vagaban en busca de sus propietarios muertos, y cualquiera que quisiera se apoderaba de ellos. Por fin experimenté el placer de una noche de sueño con el estómago lleno. Hasta mamá empezó a engordar.

No obstante, el dolor impregnaba nuestro pueblo, al igual que el hedor a muerte. Germain, mi pretendiente, murió, no de la peste, sino de la enfermedad que la siguió, en este caso, una que convertía los intestinos en sangre. Una inmensa tristeza me invadió (porque era un hombre honrado) y después me sentí culpable por experimentar alivio. Durante una breve temporada adopté el velo y la falda de duelo, y me convertí en una versión tan similar de mi abuela, que incluso mi madre nos confundía de lejos.