No solo yo, sino todo el mundo vestía de duelo. Todos los lugares adonde íbamos (el mercado, la orilla del río, los campos) parecían desiertos, habitados por fantasmas. Mamá me llevaba a misa cada día, y encendía una vela por papá. En parte, me rescató de la soledad que sentía por la desaparición de mi padre, pero también porque intuía que Noni me estaba alejando del sendero de la cristiandad. Y estaba en lo cierto.
Porque si bien asistí a misa cada día, todas mis plegarias iban dirigidas a la Madre Santa, con el ruego de que me revelara cuanto antes cómo debía cumplir mi destino. Noni había empezado a enseñarme la sabiduría de los pagani, los campesinos, a los que ella se refería como la Raza.
Pronto caí en la cuenta de que había observado muchos aspectos de la magia de Noni, por ejemplo, cómo llenaba las bolsas y las cargaba de magia con una sencilla oración. En cuanto me recuperé, me llevó con ella a los campos en busca de comida. Como mamá aún estaba débil, no nos acompañaba, y mi abuela podía hablar con toda libertad de las antiguas tradiciones.
Ya conocía la mayoría de hierbas, cuyas virtudes eran medicinales, pero Noni me habló ahora de su uso mágico. La lavanda, que se usaba para hechizos curativos; el romero, utilizado para la protección y la restauración de la memoria; la eufrasia, que fortalecía la Visión.
Pero me mostró dos hierbas que poseían virtudes mágicas. Eran peligrosas, se utilizaban en muy contadas ocasiones y solo las manipulaban los expertos. Cuando llegara el momento, me enseñaría su uso. El beleño, que proporcionaba la capacidad de volar, y…
«Y aquí -susurró con reverencia, las dos acuclilladas al pie de un viejo roble, admirando una seta rugosa- está la clave del inicio.»
El inicio, decía siempre, aunque años después oí que lo llamaban la iniciación.
Un día, cuando las dos estábamos arrodilladas cavando en el potager frente a la casa, y mamá estaba descansando dentro, Noni alzó la cara hacia el cielo. Seguí su mirada y lo vi, sobre la línea del horizonte: el fantasma lunar, un círculo perfecto de marfil transparente.
– Una luna llena ideal -dijo Noni con tono admirativo-. Esta noche nos reuniremos. Prepárate.
Y continuó cavando.
Yo me quedé sin habla debido a la impaciencia, de lo contrario la habría atosigado con preguntas. Terminé mi trabajo en silencio y aparente calma, mientras mi corazón y mi mente se debatían entre el júbilo y el miedo.
Avanzada la tarde, Noni nos preparó un delicioso pollo y un caldo de verduras. Llevé a Noni el plato de mamá para que lo llenara, y vi, asombrada, cómo Noni, con expresión imperturbable, servía una generosa porción de caldo al que añadió unos polvos, para después removerlo con la cuchara de mamá. Como las dos dábamos la espalda a mamá, dirigí a mi abuela una mirada inquisitiva, pero ella no hizo más que encogerse de hombros, y añadió una pata de pollo al plato.
Llevé el plato a mi madre con una punzada de emoción y culpa. Dio cuenta de él con más apetito del habitual, mientras Noni y yo comíamos nuestras raciones menos generosas, libres del polvo.
Al cabo de una hora, antes del ocaso, mamá estaba roncando en la cama, mientras mi abuela y yo esperábamos sentadas en silencio junto al hogar. Estuvimos así durante una hora, cada una abismada en sus pensamientos y rezando por los acontecimientos inminentes. Yo pedí que el sacrificio del judío no hubiera sido en vano, que me fuera revelado, como sierva de Diana, lo que debía hacer.
Cayó la noche por fin, aunque la luz de la luna era tan brillante que parecía de día. Cogidas de la mano, nos pusimos en pie y salimos de casa.
Sentimos la hierba y las flores silvestres blandas y frescas bajo nuestros pies desnudos mientras nos alejábamos del pueblo, de Tolosa, que se recortaba contra el cielo iluminado por la luna. No me sorprendió descubrir que nuestro destino era el olivar. Había visto la estatua de madera de María muchas veces, durante las fiestas de primavera, cuando estaba engalanada con flores. Yo misma me había postrado ante la imagen de la Virgen con los demás niños para realizar la ofrenda floral. Incluso había intuido que pisaba suelo consagrado a la Gran Madre, y Noni había dicho después que la estatua de madera sustituía a una antigua imagen de piedra romana, la de Diana, coronada por una media luna.
Nos adentramos en la arboleda, bajo ramas plateadas y hojas verduscas. Mi atención se centró en el claro que se abría ante nosotras, del cual emanaba un tenue resplandor azulado.
Llegamos por fin al claro, con su brillante techo de luna y estrellas. Tres figuras se distinguían dentro de un globo azul oscilante: la estatua de la Santa Madre, adornada con guirnaldas de romero, y dos personas llorosas, un hombre y una mujer, sentadas dentro de un círculo trazado en la tierra. Cuando nos acercamos, nos miraron (mejor dicho, miraron a mi abuela), y sus rostros anegados en lágrimas se iluminaron de alegría.
– ¡Ana Magdalena! -exclamó la mujer.
– ¡Creíamos que habías muerto! -gritó al mismo tiempo el joven.
– ¡Hijos míos! -sollozó Noni, al tiempo que me urgía con un ademán a guardar silencio.
Se acercó al círculo y practicó una abertura con el dedo en el resplandor azul. Borró con el pie parte del arco grabado en el suelo. Obedecí sus gestos y pasé por la abertura. Ella me siguió, luego selló la hendidura para que el globo azul nos albergara, y después completó de nuevo el círculo con el dedo índice.
Entonces abrazó a la mujer con ternura.
– ¡Ay, Mattheline! ¡Mi Mattheline! ¿Somos los únicos que quedamos?
– Sí -contestó Mattheline entre sollozos. Era una matrona de unos veinte años, o tal vez de más, porque tenía el tipo de cara infantil que nunca parece vieja, y estaba delgada como un pájaro famélico. Su pelo era dorado oscuro, con mechas casi castañas, y sus ojos tenían un color similar-. Mi Guillaume ha muerto, y también mi pequeño Marc, mi hombrecito.
Mi abuela la alejó hasta el límite de su brazo.
– Pero tu bebé, tu Clotilde…
– Viva. -La desdicha no había abandonado su voz-. Pero sufre cólicos, no quiere comer y yo no tengo leche…
– ¡Ay, pobres míos! -Noni cogió con dulzura la cabeza de la mujer, y apoyó los labios sobre su frente-. Ahora estamos juntas, con la ayuda de la Diosa…
Mattheline se apartó, enfurecida.
– ¿Dónde estaba Ella cuando mi hijo y mi marido murieron?
– Ya hablas como una cristiana, Mattheline -la reprendió el joven, con voz calma y profunda pese a sus lágrimas recientes. Se agachó y abrazó a mi abuela con afecto y respeto, y en ese momento comprendí que Noni siempre había sido la guía espiritual del grupo.
– Justin -murmuró. Cuando se separaron, preguntó en voz baja-: ¿A quién has perdido tú, hijo mío?
Justin, de profesión herrero, alto y corpulento, conocido por su carácter reposado y sereno, respondió al borde de las lágrimas:
– Mi padre. Mi madre. Mi hermana Amelie, aunque las demás se han salvado. Y mi… -respiró hondo-, mi Bernice. -Irguió su enorme cabeza y lloró desconsoladamente, mientras mi abuela le acariciaba el brazo.
– Mi Pietro también ha muerto -dijo Noni-. ¿Dónde están Lorette, Claude, Mathilde, Georges y Marie, Gérard, Pascal, Jehan y Jehanne-Marie…?
– ¡Ay! -gritó Mattheline-. Éramos trece y ahora solo quedamos tres. -Dirigió un torrente de palabras mezcladas con sollozos a mi abuela-. El cura dice que todo es por culpa de las brujas, que adoran en secreto al diablo. Le besan el culo y yacen con él. El padre Jean dice que utilizan la magia, como nosotros, pero la suya siempre es malvada, y nada les agrada más que maldecir a la gente humilde. Vagan de noche por el bosque. Mi corazón se encoge de terror ante la perspectiva de toparme con una. Además, roban niños pequeños y les extraen la grasa para pergeñar ungüentos mágicos. He llorado cuando le di el beso de buenas noches a mi pequeña Clotilde. -Calló por fin, respiró hondo y continuó-. Parece que el diablo es un dios muy poderoso, y si es verdad que su magia es lo bastante potente para traer la peste, y destruir casi nuestro pequeño círculo, quizá sea más poderoso que nuestra Diosa…