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El obispo Bernard Rigaud era un anciano extraño y desabrido, con una coronilla tan rosada y aterciopelada como la de un recién nacido. Sus ojos azules sobresalían de una forma tan alarmante que a Michel le costaba apartar la vista de ellos… así como de la bandeja del obispo, sobre la cual pasteles y salchichas se habían convertido en una masa irreconocible.

– Por el bien de la Iglesia, y de su Suprema Santidad, la abadesa Marie Françoise ha de convertirse en un ejemplo. No podemos permitir que nadie cometa tamaña atrocidad contra el Papa, para colmo delante de su palacio, y viva para contarlo. -Rigaud se inclinó y bajó la voz, como si temiera que le oyeran-. Pero hemos de ser rápidos, lo más rápidos posible, y discretos. Muchos ciudadanos se han quejado ya de las detenciones.

Esto último no era sorprendente. El populacho del sur, sobre todo en la región de Languedoc, todavía recordaba las matanzas ocurridas aquí y en la cercana ciudad de Tolosa. Decenas de miles de personas habían sido masacradas por los caballeros del norte, en nombre

de Dios y del rey de París. Daba igual que las víctimas hubieran sido herejes, los albigenses, que creían en dos dioses, uno bueno y otro malo, y aquella facción radical de los franciscanos, los Fraticelli, quienes afirmaban que Cristo carecía de propiedades, y por lo tanto la Iglesia debía imitarle.

Pero la misma idea de condenar a muerte a la abadesa sin un interrogatorio y juicio justos llevó a los labios de Michel una indignada protesta. No se atrevió a decir las primeras palabras que acudieron a su mente («es una verdadera santa, enviada por Dios para mostrar su clemencia») por temor a que fueran poco diplomáticas. Antes de su detención, la actitud oficial de la Iglesia hacia la madre Marie Françoise había sido de decidido escepticismo, y Michel no había comentado sus opiniones para ahorrarse, y también a su protector, no solo vergüenza sino suspicacia.

Antes de que pudiera pronunciar la frase menos comprometida, «Pero, santidad, ¿cómo podremos estar seguros de su culpa sin el pertinente interrogatorio?», el padre Charles habló.

– Su santidad -dijo el diminuto sacerdote con profundo respeto-, comprendo vuestras preocupaciones, pero solo puedo guiarme por lo que Dios y la ley de la Iglesia…

– Haréis lo que el cardenal Chrétien ha ordenado -le interrumpió con crudeza Rigaud-. Digamos que está… preocupado por el escaso número de condenas que habéis obtenido, padre, y por vuestra reticencia a utilizar la tortura. La abadesa Marie Françoise representa una oportunidad de… redimiros.

– ¿Redimirse? -preguntó Michel, y en sus prisas por salir en defensa de su protector olvidó imitar el tono deferente del padre Charles-. Pero, santidad, nos despedimos no hace menos de dos días del cardenal Chrétien y no nos dio orden semejante. De haber estado en su ánimo, no le habría costado nada decirlo entonces. Además, no existe enemistad entre su eminencia y el padre Charles… ni mucho menos.

Mientras hablaba, Charles apoyó una mano cautelosa en el hombro de su pupilo, sin el menor éxito.

Ante la desfachatez de Michel, el obispo echó hacia atrás la cabeza e hinchó el pecho, como una víbora dispuesta a morder.

– ¿Me llamáis mentiroso, muchacho? -Después, cuando tomó conciencia de las circunstancias, se relajó y sonrió-. Ah, sí, sois su hijo adoptivo, ¿verdad, Michel? Bien, en tal caso no cabe duda de que vuestro padre os habrá adiestrado en el arte de la política. Me ha señalado que la abadesa era cristiana cuando ingresó en el convento. Por lo tanto, cuando se entregó a la brujería se convirtió en una relapsae.

Con gula se metió en la boca una cucharada de pastel y lo saboreó antes de engullirlo.

Relapsae, una palabra fatal. Significaba un alma que había aceptado a Cristo para después rechazarle, el abominable «pecado contra el Espíritu Santo», que ni Dios ni la Iglesia podían perdonar. En cuanto se pronunciaba la palabra relapsae sobrevenía una ejecución.

Michel esperaba que el padre Charles saliera al punto en defensa de la abadesa, pero el sacerdote guardó silencio, lo cual impulsó al joven monje a continuar.

– Os pido perdón, santidad, pero ¿cómo podemos estar seguros de que es relapsae antes de escuchar su testimonio?

El obispo, con un leve movimiento de la cabeza y los hombros logró dar la impresión de que se lanzaba hacia delante. Sus saltones ojos azules, nublados por la edad, miraron a Michel con velada furia.

– ¿Deseáis para vos y para el buen padre aquí presente caer en mayor desgracia todavía?

– No, por supuesto -repuso Charles-. Es un alma bondadosa, y solo desea que todo sea realizado a mayor gloria de Cristo. Al igual que yo.

– Un noble objetivo -admitió el obispo mientras se reclinaba en una silla, algo apaciguado-, pero que no siempre logra alcanzarse. Aún sois joven, hermano Michel. Con el tiempo llegaréis a comprender que existen almas cuya locura es tan inmensa, cuyos corazones están tan henchidos de maldad, que ni siquiera Dios puede salvarlas.

– Pero si… -repuso con humildad el escriba, sin mirar a los ojos del obispo- si puede demostrarse que la madre Marie no es relapsae… y que sus acciones fueron inspiradas por Dios y no por el diablo…

– Mera retórica -replicó Rigaud, irritado de nuevo-. Es culpable. Hay testigos. Si no me equivoco, vos sois uno de ellos.

Michel inclinó la cabeza con humildad, aunque su corazón estaba confuso. ¿Cómo podía el obispo, un dominico, acusar a la abadesa de obrar el mal? Los dominicos sentían especial devoción por la madre de Cristo, que había entregado el rosario a santo Domingo, y se decía que la madre Marie se había puesto en contacto directo con la Virgen y era su representante en la tierra. Los informes sobre curaciones milagrosas aumentaban a cada día que pasaba.

Era evidente que su santidad era viejo y estaba confuso. La verdad incontrovertible era que Chrétien nunca había dicho algo semejante en relación a la abadesa. De hecho, habría sido necesario que un mensajero partiera de Aviñón y cabalgara durante toda la noche para entregar una carta a Rigaud antes de que Michel y Charles llegaran a Carcasona.

Al lado de Michel, el padre Charles continuaba sentado, sereno, silencioso e implacable.

Rigaud permitió que una leve sonrisa se insinuara en sus delgados labios, manchados de azul. Cosa sorprendente, todavía conservaba casi todos sus dientes delanteros, teñidos del color de la corteza de roble.

– Sé que puedo confiar en vos, padre, y en el joven hermano para que hagáis justicia. El crimen cometido contra el Santo Padre es merecedor de la sentencia más severa, pero también hay que considerar la influencia de la abadesa sobre el pueblo. Si sobrevive, aún en estado de excomunión, perdura la posibilidad de un levantamiento popular contra la Iglesia, y también el peligro de que reciba apoyo político de… ciertas autoridades mal aconsejadas.

Autoridades de la Iglesia, sabía Michel. Rigaud estaba en lo cierto cuando afirmaba que, debido a su reputación de santa, la abadesa detentaba un gran poder político, hasta el punto de que antes de su detención poseía más influencia sobre el arzobispado de Tolosa que el obispo de Carcasona. Todo se reducía a que Rigaud, asustado y celoso, estaba decidido a acabar con la vida de la abadesa.

Al instante, Michel oyó en su mente la admonición familiar del padre Charles: «Eres demasiado tozudo, hijo mío. Has de aprender a respetar a tus superiores. Dios los ha colocado sobre ti para que aprendas humildad».

Humildad. Era difícil recordar la necesidad de la humildad cuando se arrodillaba junto a la pira de alguien que se retorcía entre las llamas. Después de verse obligado a presenciar la quema del primer hombre condenado, con la asistencia de su escriba, Michel se había retirado dando tumbos a su celda del monasterio y vomitado. Después, había experimentado náuseas durante más de una hora. Chrétien le había seguido y sostenido su cabeza, tras lo cual, mientras Michel se reclinaba sobre el regazo cubierto de brocado del gran inquisidor, este había enjugado su frente con un paño húmedo, en tanto decía: «Es duro, lo sé, hijo mío. Es muy duro».