Выбрать главу

– ¡Ah, padre! -gritó sonriente, y reveló la ausencia de dos dientes y un canino-. El padre Charles, ¿verdad? ¡Bienvenido, bienvenido! ¡Os estábamos esperando con ansia! No siempre tenemos la suerte de contar con un experto como vos.

Emitía unos sonidos sibilantes muy desagradables.

Detrás del pañuelo blanco, la expresión del sacerdote se suavizó un poco, pero no sonrió. La tarea que le aguardaba era demasiado horripilante. Cabeceó y habló con voz algo apagada.

– ¿Podéis decirme si el padre Thomas y su ayudante han llegado ya?

El carcelero negó con la cabeza.

– Los torturadores están aquí, pero no hemos recibido noticias del padre Thomas.

Como miembro del tribunal de la Inquisición, Thomas tenía que haber viajado desde Aviñón con Charles y Michel, pero se había detenido unas horas para atender unos «asuntos personales». De haber sido otro sacerdote, Michel habría temido que hubiera sido atacado por bandidos en la carretera, pero había oído los rumores. A juzgar por el mutismo de Charles acerca del asunto, la tardanza de Thomas debía estar relacionada con su amante. Pero como era uno de los favoritos de Chrétien (más que el propio hijo del cardenal, sospechaba Michel), Thomas gozaba de una indulgencia especial.

– ¿Podemos ver a la prisionera, pues? -preguntó Charles-. ¿La abadesa Marie Françoise?

– Ah, sí… -El carcelero alzó hacia el techo sus ojos oscuros, hundidos y estrechos-. La Gran Puta de Carcasona, como algunos la llaman, pero deberíais saber que ciertos ciudadanos todavía la consideran una santa, y su juicio les causa mucho disgusto. No es que yo sea uno de ellos. -Hizo una pausa. Su tono se tiñó de cierta lascivia-. Padre, ¿es cierto lo que hizo en el palacio papal, como se rumorea?

Michel apretó los labios en señal de desagrado. Había llegado a sus oídos el rumor de que la abadesa había realizado un acto sexual obsceno, un acto de magia, cuyo propósito era perjudicar al papa Inocencio. Pero no había cometido tal delito, sino todo lo contrario: había curado a un hombre herido con solo tocarle.

Como Rigaud había señalado, Michel había sido testigo del acontecimiento, y al principio pensó (aunque no lo confesó a nadie) que había visto a la Madre de Dios, cuyo interior proyectaba luz. Luego, la imagen se había desvanecido, y cayó en la cuenta de que solo estaba viendo a una mujer con un hábito franciscano. Sin embargo, no estaba menos convencido de haber visto a una emisaria de Dios, porque cuando alzó la vista de su víctima estupefacta, una luz divina resplandecía en su rostro.

¿Cómo podían los pecadores hablar con tal vileza de una santa?

En la antecámara de la cárcel, el padre Charles adoptó una expresión severa. Bajó el pañuelo para descubrir su cara majestuosa, de mejillas enjutas y espesas cejas negras.

– Veremos a la abadesa ahora -dijo al carcelero.

– Por supuesto.

El hombre suspiró, dio media vuelta con celeridad, de modo que las llaves tintinearon en el llavero que colgaba de su cinturón, y avanzó con parsimonia. Un hombro se inclinaba cuando pisaba con el pie deforme y el otro se alzaba cuando pisaba con el sano. Charles y Michel le siguieron por el corredor hasta una escalera de caracol, más estrecha aún que las calles de la ciudad, y los hombres tuvieron que bajar en fila.

Desde las profundidades se oyeron chillidos de mujer. Michel se esforzó por controlar el sentimiento de piedad, y empezó a rezar:

Dios te salve María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…

Al oír los chillidos, el padre Charles apretó el hombro del carcelero.

– ¿Hay otras prisioneras además de las hermanas franciscanas?

El carcelero vaciló, justo lo suficiente para que Charles comprendiera su respuesta no verbalizada.

– ¿Qué están haciendo los torturadores con mis prisioneras? ¡No tienen derecho a actuar sin recibir mis órdenes!

Michel lanzó una exclamación ahogada, enfurecido.

El carcelero agachó la cabeza y estudió las zapatillas de Charles.

– Llegaron de París hace una hora, monseigneur, y pidieron que les llevara las monjas. Pensé, os lo aseguro, monseigneur, que seguían vuestras instrucciones.

– No es así.

El hombre levantó la vista, ansioso por verter acusaciones.

– Como ahora me doy cuenta, buen padre. Y ahora que habláis de ellos, tengo la impresión de que estaban muy borrachos cuando me dieron la orden. Sospecho que venían directamente de una taberna que también es burdel, sin haber apenas dormido durante la noche…

– Llevadme con ellos ahora mismo.

El padre Charles agitó su brazo de mangas negras en un breve y furioso ademán, indicando que el carcelero debía guardar silencio y continuar avanzando, cosa que el hombre hizo con presteza.

Llegaron por fin al final de la escalera, que se abría a un enorme sótano. A la derecha había una gran celda común. A la izquierda, varias celdas individuales, así como un par de anchas puertas entreabiertas. El aire era más frío allí, y más hediondo.

El carcelero, congestionado e irritado, precedió a los dos hombres por el pasillo que separaba las celdas individuales de la común, que consistía en un suelo de piedra sembrado de paja y rodeado de barrotes de hierro. Dentro, un grupo de seis monjas, todas despojadas de su hábito, en ropa interior, se acurrucaban juntas, furtivas y abatidas. Todas parecían de la nobleza francesa, de nariz larga y piel suave. El cabello corto acentuaba sus cuellos blancos y esbeltos. Habían nacido en la riqueza, las habían entregado de pequeñas a un convento y no hacían otra cosa en la vida que bordar, leer y rezar. Tendrían que haber estado sujetas con grilletes, pero estaban sentadas en el suelo sin encadenar, tal vez una muestra de la compasión inconfesa del carcelero.

Cuando Charles y Michel pasaron, la mirada de las monjas les siguió. Las mujeres volvieron la cabeza al mismo tiempo. Dos de las hermanas (una rubia y otra morena) lloraban a lágrima viva mientras murmuraban oraciones, con los ojos hinchados y enrojecidos. Las demás exhibían la expresión de desconcierto silencioso que Michel había visto tan a menudo.

El carcelero se detuvo ante la cámara de torturas. De dentro salían risas guturales. Michel no pudo contenerse más. Aun a sabiendas de que se arriesgaba a recibir una reprimenda de su maestro, avanzó y abrió una de las puertas. Vio una pálida silueta suspendida unos quince centímetros sobre el suelo mediante una polea y cadenas que rodeaban cada muñeca, de forma que tiraban de los brazos hacia arriba y hacia abajo. Era la estrapada, que utilizaba el propio peso de la víctima para dislocar sus hombros. No solo era un invento eficaz, que causaba un dolor agónico al cabo de pocos minutos, sino que cuando la tortura cesaba el dolor aumentaba, hasta que la víctima se rendía y confesaba.

Al parecer, la mujer estaba inconsciente. La cabeza había caído hacia delante, con la barbilla apoyada en el pecho. Debajo de los pequeños pechos se extendía una pronunciada caja torácica, un vientre blanco y liso, y prominentes caderas sobre un triángulo invertido de vello dorado. Las piernas eran delgadas, largas, algo arqueadas. En la pared de piedra detrás de ella, su silueta (un mesías femenino suspendido de un crucifijo invisible) oscilaba a la luz de las antorchas.

Uno de los torturadores estaba frente a ella, de puntillas para manosear sus pechos. El segundo, casi demasiado borracho para mantener el equilibrio, estaba colocando una caja detrás de la mujer mientras intentaba quitarse las calzas.