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– Pensad en vuestro Enemigo -murmuró Geraldine en aquel primer Círculo, cuando todas estuvimos refugiadas dentro de un globo de luz doradoazulina.

Se acercó y me cogió una mano, y Marie Madeleine asió la otra, y la hermana Barbara asió la de esta, y la hermana Drusilla la de esta, y la hermana Lucinde la de esta… Éramos seis aquella noche, y bendigo a las seis, pues sin ellas el Enemigo me habría descubierto. Con la ayuda de las buenas monjas era para él invisible, desconocida.

– Pensad en vuestro Enemigo en vuestro corazón

– continuó Geraldine-, y su imagen aparecerá poco a poco…

Respiré hondo, inquieta solo de pensarlo. No cabía duda de que aquellas mujeres se engañaban, y yo también, al osar pensar que yo era la Diosa, un vehículo de su Poder. Era demasiado humana: débil, angustiada, temerosa…

Madeleine apretó mi mano. Me volví y vi su perfil a la luz de la lámpara, la suave pendiente cóncava de la frente, la curva relajada del párpado cerrado, un abanico de pestañas apoyadas sobre un arco dorado de mejilla: el vivo retrato de la serenidad. Sentí que la misma paz descendía sobre mí, sentí que las pestañas aleteaban sobre mi piel, sentí que mi temor se disolvía.

Y oí a Noni gritar:

Domenico…

La brisa traicionera en el nacimiento de la niña…

Al punto, caí en una Visión.

La silueta de un hombre alto y corpulento. Se yergue ante un altar, un cubo de ónice. Sobre su pulida superficie descansan dos velas, una blanca y otra negra; una paloma blanca dentro de una pequeña jaula de madera; un círculo de sal; y un incensario dorado. De este último surgen espirales de humo, y detrás de su velo espeso perfumado de mirra, frescos de dioses paganos retozan en las sombras oscilantes. Aquí, una Venus de piel perlífera copula con Marte, y ondas doradas de su cabello cubren a los dos. Allí, la mortal Leda yace en la sombra arrojada por las grandes alas de un cisne divino.

Sobre la cabeza del hombre brilla una cúpula con estrellas de oro y signos astrológicos grabados. Ante él, un círculo mágico (con símbolos de fuego, agua, tierra y aire distribuidos en un mosaico centelleante) adornan el suelo de mármol blanco.

Un candelabro de pared dorado, tan alto como el hombre y la mitad de grueso, adorna cada esquina. El del oeste, situada detrás del altar, tiene forma de águila, y de león el del sur. Este y norte están representados por la cara de un hombre y un toro. Sobre cada soporte parpadea un cirio, que intensifica el resplandor arrojado por las velas del altar.

– Una mujer adornada con el sol -susurra el mago-, erguida sobre la luna, coronada con doce estrellas. En la agonía del parto, grita…

Avanza hacia el altar y abre la jaula de madera. La paloma se encoge cuando introduce la mano, y ladea la cabeza para mirarle con un ojo rosa, desprovisto de toda expresión. Cuando la mano se cierra sobre su lomo, la paloma intenta erguirse y eriza sus plumas, irritada, pero en cuanto el mago la atrae hacia sí y acaricia con suavidad sus plumas, se tranquiliza y apacigua en la palma de su mano. Qué vida tan menuda: apenas un punto de calor y un corazón acelerado en su palma. La acaricia con aire ausente, concentrada su mente en lo que esa pequeña vida conseguirá, hasta que el ave se relaja y empieza a acicalarse con el pico.

De repente, el mago la agarra por el estrecho cuello entre el pulgar y el dedo medio, y lo tuerce hasta que nota y oye el chasquido de los delicados huesos tubulares. Al mismo tiempo, la paloma defeca en su mano.

Sin más reacción, traslada el ave muerta a su otra mano y deja que el jarabe verde y blanco resbale de su mano hasta caer en el suelo de mármol, después se limpia la mano con su túnica, antes de depositar el ave dentro del pequeño círculo de sal vertida sobre el reluciente altar negro.

Extrae la daga ceremonial de su cinto. La hoja destella una vez, dos veces, a la luz de la vela, cuando decapita a la paloma. Sangre caliente mana sobre la daga y sus dedos, tiñe de púrpura las plumas blancas, forma un pequeño charco de sangre contra la barrera de sal.

Al punto el mago retrocede y en su mente crea un círculo protector a su alrededor, que excluye a la paloma y al altar. Una vez erigida la barrera, pronuncia con voz tonante el nombre de un demonio, uno que hasta el momento le ha servido bastante bien, pero que en el momento actual no realiza tarea alguna, y le ordena por todos los Nombres Santos que se muestre dentro del círculo de sal.

Los menos experimentados, menos dotados, podrían interpretar erróneamente los símbolos más sutiles: la extraña sensación física, como si sobre la piel resbalara raso frío, el súbito destello de las velas en el altar, el repentino estertor de la paloma muerta. El incensario empieza a desprender humo. Planea sobre el ave muerta, y de pronto forma una columna que asciende poco a poco, hasta que por fin el mago ve la cara que se forma en el humo. Una cara monstruosa, la de un lobo provisto de largos y mortíferos colmillos, una lengua que cuelga como la de una serpiente, y dientes grandes y afilados…

Desea con todas sus fuerzas asustarle, obligarle a huir presa del miedo, inducirle a abandonar su círculo protector. Porque entonces podría esclavizarle e imprimir un giro a la situación, y el miedo es el medio más fácil de obtener lo que desea. Por consiguiente, el mago no se permite sentir ni un ápice de temor. Si le inspira alguna reacción, es reírse del bravucón intento del espíritu para recordarle que se halla en su poder.

Entonces, cuando el demonio está formado por completo dentro del humo, el mago pronuncia por segunda vez su nombre y ordena:

– Destruirás al que busco, destruirás al que Verá con más claridad que yo. Y se hará así…

Extrae de su túnica un cirio largo y ahusado, con cuyo extremo toca la punta de la vela del rincón oeste. Sin salir del círculo, acerca la punta encendida a la jaula de madera que descansa sobre el altar.

Prende al instante, y en el espacio de dos segundos se consume. Los restos caen sobre la paloma, dentro del círculo de sal, y brota un olor a plumas chamuscadas cuando el cuerpecillo arde.

Y al instante ya no vi al mago, sino la casa en la que había nacido. Y dentro, mi madre acuclillada sobre gavillas de trigo recién cortado, el estómago hinchado de mí. Qué joven era. Más que yo ahora.

Estaba chillando, chillando debido a los dolores de parto, chillando de miedo y furia contra Noni, arrodillada a su lado. Mamá, con una fuerza que nunca antes había poseído, abofeteó a Noni y la tiró al suelo.

Noni cayó de costado, y golpeó con el hombro la pequeña lámpara que descansaba sobre el suelo sembrado de paja. Vi que el fuego prendía en el aceite derramado, corría sobre la paja, se apoderaba de las faldas negras de mi abuela, y avanzaba hacia la pila de gavillas donde mi madre se esforzaba por dar a luz. Pensé en la jaula reducida a cenizas sobre el cuerpo quemado de la paloma.

La muerte, comprendí. La fuente de su poder reside en la muerte de los demás. Por eso, cuando Noni murió, pensó que había ganado. Debió disgustarse mucho cuando vio que el poder no se transmitía a él sino a mí.

No era de extrañar que me persiguiera a mí, y a mi Amado. No tanto por deseo de vengarse de Ana Magdalena, sino por adueñarse de nuestro gran poder.

– Basta -ordenó Geraldine, y recobré el conocimiento en el Círculo.

»Este es vuestro Enemigo, tal como lo era en el pasado -dijo la abadesa-. Esperaréis hasta que seáis lo bastante fuerte para enfrentaros a él en el presente.

Y me enfrenté a él, en otros Círculos de otras noches. Vi al mago intervenir en una docena de incidentes que no he contado por falta de tiempo. Incidentes que, de no haber sido por la intervención de Noni, habrían acabado con mi vida. Le vi intervenir cuando mamá se apoderó del amuleto que papá llevaba colgado del cuello, antes de que muriera a consecuencia de la peste, y cuando la pobre mamá descubrió mi Sello de Salomón y denunció a Noni a los guardias.