Los ingleses, que habían encontrado en el convento refugio y sosiego, lo utilizaban para alojar a una parte de su tropa. Después de irse, le prendían fuego. Olí el humo que se produciría dentro de tres días. Oí los chillidos de los leprosos indefensos, de mis hermanas. Sentí el calor de las llamas, sentí que los muros de piedra que nos rodeaban se ponían al rojo vivo.
Y Vi la ciudad de Carcasona, sus torrecillas, sus torres vigía arracimadas tras murallas de madera, y detrás de aquellas murallas, paredes de piedra. Y la gente decía: «Nunca entrarán; estamos bien fortificados. Estas piedras han resistido mil años…».
El fuego hendía el aire, volando en la punta de una flecha inglesa, un objeto mortífero, lanzado con la fuerza incomparable del arco. Las murallas de madera se incendiaban. Las puertas de madera cedían ante el ariete.
En la ciudad, muerte, muerte y más muerte, seguida de llamas.
Incluía la imagen inquietante de una espada acerada alzándose, con Madeleine y Geraldine bajo ella, las dos gritando, con las manos levantadas para protegerse del mandoble.
Todo esto Vi, pero controlé mi miedo. Porque también Vi lo que debía hacer, y en el mismo momento sentí de nuevo calor, pero no de fuego, sino de Poder, en el Sello de Salomón que rodeaba mi cuello, en el fondo de mi corazón.
Sabía que era peligroso salir de nuestro escondite, que el sonido de la falsa pared de piedra al arañar el suelo despertaría al punto a los soldados. Sabía también que el convento estaría rodeado de centinelas, y nosotras, sin armas, estábamos a su merced.
Pero, en ese momento, la lógica ya no existía para mí. La alegría trascendía toda razón, todos los miedos y dudas que me habían atenazado, y estaba henchida de una compasión que abarcaba al soldado cansado y al civil aterrorizado, al asesino y a la víctima, y les amaba a ambos.
Al punto, la Diosa proporcionó la solución para soslayar a ambos, y reí en voz baja.
– ¿Lo sentís? -susurré a Geraldine, y en la oscuridad intuí su asentimiento.
Una tibieza descendió sobre nosotras, una exaltación hormigueante. Alrededor de nuestro grupo de unas tres docenas de almas, la negrura empezó a destellar con diminutas chispas doradas, como una noche sembrada de estrellas. Le ordené con mi mente que envolviera a quienes nos rodeaban, como la cáscara delicada rodea un huevo. Cuando estuvo en posición, dije con tono normaclass="underline"
– En este estado no pueden vernos ni oírnos. Abriremos la puerta y nos iremos. Queridos leprosos, quedaos aquí. Hermanas, venid conmigo. Recemos todos a la Diosa y nada nos pasará.
La madre Geraldine y yo localizamos las hendiduras convenientes en la piedra y tiramos con todas nuestras fuerzas. La puerta (imagino que debía tener la misma forma que el peñasco que bloqueaba la entrada de la tumba de Cristo) se abrió con estruendo.
No sabría decir si estábamos contenidas en una esfera o si el mundo entero brillaba con un polvillo dorado. El efecto fue el mismo.
Geraldine y yo fuimos las primeras en salir, seguidas de Madeleine. Las tres quedamos petrificadas al instante, porque, apenas a un palmo de distancia de la piedra que hacía las veces de puerta, y de nuestros propios pies, vimos la cabeza pecosa y calva de un corpulento soldado inglés, cuyos grasientos rizos castaño rojizos bullían de piojos. A su lado descansaba el yelmo. No se trataba de las cúpulas levemente puntiagudas con visores, como las que llevaban nuestros caballeros (que recuerdan la hoja central de lafleur-de-lis), sino de un gorro semejante a un cuenco invertido, de reborde ancho y liso, perdido todo su brillo.
Madeleine me miró un instante con ojos horrorizados. Por un momento, el oro deslumbrante que nos rodeaba centelleó.
– No tengáis miedo -le dije y apreté su mano-. ¿Lo veis? Hemos abierto la puerta, pero él sigue durmiendo.
En aquel preciso momento, el soldado emitió un ronquido tan potente como el de un cerdo, y después exhaló una bocanada de aire que hizo vibrar sus labios y el bigote rojizo.
Me sujeté el costado con la mano libre y reí en silencio. Geraldine, Madeleine y algunas hermanas también se doblaron en dos, temblorosas de júbilo, con el rostro congestionado. Nos recobramos por fin, y avanzamos sonrientes, impertérritas ante el descubrimiento de que, debido a la presencia de tantos hombres dormidos, teníamos que recogernos las faldas y deslizamos entre ellos.
A la entrada del sótano había dos centinelas sentados, jugando a los dados, y discutían en voz baja. Para ellos, nuestro grupo era como fantasmas invisibles.
Dentro del sótano había unos cuarenta hombres acostados, envueltos en las mantas de lana que habíamos hecho para nuestros pacientes y los pobres, porque hacía más frío que arriba. Veinte de ellos eran ingleses comunes, pero después pasamos a través de un grupo diferente.
Al instante capté cierta inquietud dentro de nuestro círculo protector. Era Madeleine, que había sobrepasado los límites invisibles con una oleada de rabia imposible de contener.
– ¡Franceses! -gritó, al tiempo que señalaba sus yelmos, sus espadas, sus banderas-. ¡Miradlos: traidores todos ellos!
– Silencio -dijo Geraldine, y extendió la mano hacia ella, pero era demasiado tarde: Madeleine se hizo visible. En el mismo instante, la abadesa también se hizo visible. Yo, anclada con firmeza en la Presencia, me mantuve dentro del velo centelleante, así como a las demás.
El soldado más cercano a nosotras se removió, y después otro.
– Bien -dijo el primero, un hombre delgado de largos miembros, con una delgada barba rubia y un acento que le revelaba como noble y normando-. ¿Qué tenemos aquí? Dos damas han decidido salir a la luz. -Su voz era entrecortada, cansada, como la de un hombre obligado a exceder sus límites físicos durante demasiado tiempo, un hombre que ha visto y cometido excesivas crueldades-. Bien, donde hay dos damas… tiene que haber tres o cuatro, o incluso más. Decidme, os lo ruego, ¿dónde se ocultan las demás? No seáis tímidas. Yo mando aquí. Yo decidiré vuestro destino.
Cuando terminó de hablar, se había deshecho de tres mantas, y blandía una espada excelentemente forjada con el pomo de oro labrado. Los hombres que le rodeaban le imitaron. Todos empuñaban espadas de gran calidad y vestían ropa interior de gruesa lana, y todos exhibían la media sonrisa burlona de su jefe. No eran soldados de infantería normales, sino guerreros de élite, caballeros. Y todos franceses del norte.
La furia disipó todo temor en el corazón de Madeleine. Avanzó un osado paso hacia el normando rubio y le increpó.
– ¡Franceses asesinando a su propio pueblo! ¡Ningún cavalier verdadero haría algo semejante!
– Coged mi mano -le dije, a sabiendas de que los soldados no podían verme ni oírme. De todos modos, sabía que Madeleine no lo iba a hacer, pero no sentí temor. Me limité a contemplar el drama desde cierta distancia, henchida de compasión.
El normando se lanzó hacia ella al instante. Con un movimiento velocísimo.
– No -dijo la madre Geraldine, con una dulce pero firme determinación, sin miedo ni indignación.
Mientras las hermanas y los pacientes miraban horrorizados, se interpuso entre Madeleine y su atacante. El normando descargó el mandoble como si estuviera administrando un bofetón con el dorso de la mano.
Se hizo un silencio tan profundo que fue posible oír cómo se desgarraba la tela cuando la hoja hendió el hábito de lana de Geraldine, con la misma facilidad que atravesó la carne por encima del pecho. Cuando ella perdió el equilibrio y trastabilló hacia él, el soldado hundió la espada en su cuerpo.
A continuación retrocedió y dejó que Geraldine cayera hacia delante, de modo que se ensartó hasta la empuñadura, y la hoja de la espada sobresalió de su espalda, justo por debajo del hombro derecho.
– ¿Alguna más? -preguntó el normando, risueño.
Madeleine cayó sollozando y se llevó la palma fláccida de Geraldine a los labios. A mi lado, dentro del velo de invisibilidad, las demás lloraban en silencio.