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Y después los incendios estallaron en las afueras de la ciudad, devoraron campos, árboles, flores, animalillos… Contemplamos cómo las casas con techo de bálago de los aldeanos eran consumidas en un brillante estallido carmín. También vimos las llamas surgir por las ventanas de nuestro querido convento. El edificio era de piedra, de modo que sobreviviría lo bastante para ser reconstruido, pero todos los postigos, los paneles de madera, el altar y las sabanillas del altar, las estatuas de María, Jesús, san Francisco, las medicinas y vendas y jardines de plantas aromáticas tan amorosamente atendidos, todo eso quedaría destruido.

El viento del este empujó humo y cenizas hacia nosotras, irritó nuestros ojos y gargantas, logró que las lágrimas resbalaran por nuestras mejillas.

No lloré por la destrucción de cosas físicas, ni siquiera por la muerte de los inocentes, porque todas las cosas son transitorias, incluso la vida y el sufrimiento. Y todo lo que estaba siendo destruido se transformaría y resucitaría. Lloré porque, entre las llamas que envolvían Carcasona, vi a mi Amado. Al principio fue una sombra, pero luego le Vi con más claridad: un joven sincero y atormentado, como yo, por la distancia que nos separaba. Mis lágrimas eran de puro anhelo humano, y de decepción dirigida contra mí, porque aún no había dominado el miedo que nos separaba.

Vi todo esto en el fuego rabioso, hasta que sentí un Toque, suave y cariñoso, en mi brazo, un Toque cuyo objetivo era calmar mi corazón, apaciguar cualquier dolor. Me volví y vi a Geraldine. Su sonrisa era dulce, consoladora.

Pero no encontré fuerzas para devolvérsela. Pues aún no había llegado el momento. Nuestros corazones aún no estaban maduros, y solo nos quedaba esperar.

Los días posteriores a la partida de los ingleses hacia el sur fueron difíciles. Los supervivientes del asedio vagaban por las calles de la ciudad y los campos al otro lado de las murallas destruidas, pero la tierra se veía ennegrecida por doquier. Todo lo que quedaba de huertos y viñedos centenarios eran restos carbonizados. Hasta habían envenenado el agua: los ingleses habían arrojado los cadáveres de sus víctimas a los ríos, fuentes y pozos.

Sin embargo, el convento no había sido arrasado. Teníamos agua potable y cierta reserva de alimentos. Los normandos habían tenido el detalle de enterrar para nosotras una provisión de harina, frutas y verduras en un campo detrás del convento, para que no pereciéramos de hambre. Durante los días posteriores al incendio de la ciudad estuvimos solas, y pensamos que éramos las únicas supervivientes. Tan solo tierra agostada y escombros quedaban del pueblo donde habían vivido los campesinos que trabajaban nuestros campos y los pastores que vigilaban nuestro ganado.

Nuestra abadía estaba parcialmente en ruinas. Habían prendido fuego al dormitorio, pero aunque las habitaciones estaban llenas de escombros y cenizas, el edificio de piedra permanecía intacto. Durante aquellas horas de relativa paz, quitamos los escombros ennegrecidos de la gran cámara que utilizábamos como hospital, que era la estancia más respetada. Allí dormimos y vivimos monjas, leprosos y siervos por igual, así como los que podían trabajar en reparar nuestro hogar.

Pero los que habían conseguido huir de los ingleses regresaron a Carcasona y encontraron sus casas reducidas a cenizas. Los que se habían quedado y sobrevivido de milagro a los invasores y a los incendios vagaban por las afueras de la ciudad en busca de alimentos. Ninguno de ambos grupos tardó mucho en descubrirnos, así como la comida que nos había dejado el jefe normando. Al cabo de poco, el convento, que solo había estado ocupado en una tercera parte durante muchos años, se llenó hasta rebosar. Además de los hambrientos y los sedientos, había muchos heridos a causa del fuego y la espada, y muchos envenenados por las aguas. Teníamos más enfermos de los que podíamos cuidar, y no había suficiente comida para todos. Curé a muchos con el poder de la Diosa, y se marcharon. Las monjas cedíamos nuestras raciones, pero aun así no había suficiente. Suplicamos ayuda en nuestras oraciones.

Llegó en la forma del obispo. Apareció una fría mañana en un carro tirado por dos asnos, sin anunciarse y por sorpresa. Comprobamos regocijadas que el carro estaba lleno de alimentos procedentes de Tolosa: queso, vino, manzanas, unas cuantas gallinas y un gallo, con las patas atadas, harina y aceite de oliva, además de un carnero y dos ovejas sujetos a un lado del carro.

Todas nos regocijamos del regalo, y después el obispo se reunió con la madre Geraldine y conmigo privadamente en el despacho de Geraldine.

El obispo se quitó la capucha de su capa negra, y reveló un semblante tenso, sus ojos feroces y acerados como los de un halcón.

– Mi presencia no es oficial -empezó, y sus palabras se alzaron hacia lo alto como vapor en aire frío-. Debo deciros que la Iglesia se ha enterado del milagro de Jacques el leproso, y se produjo un empate en la votación sobre si el causante del sorprendente acontecimiento había sido Dios o el diablo. Mi voto rompió el empate. La postura oficial es que la curación fue un milagro de Dios y que no hay que conceder una consideración especial a la hermana Marie Françoise. Al ser una mujer, y de sangre vulgar, fue un mero vehículo de la gracia de Dios… Eso es lo que dice el arzobispo.

Geraldine y yo reflexionamos sobre sus palabras.

– Deberíais saber, su santidad -dijo la abadesa-, que soldados ingleses y normandos invadieron nuestro convento y que su jefe me hirió de muerte. La hermana Marie me curó delante de todos ellos, de modo que no me sorprende. La noticia no tardará en difundirse entre el vulgo. Así debía ser.

El obispo escuchó y asintió con respeto.

– Le he enseñado todo cuanto yo sabía, Bernard -añadió la abadesa-, y ha sacado provecho de las lecciones. Ya no necesita ninguna más. Con vuestra bendición, renunciaré a mi cargo de abadesa. La hermana Marie Françoise me sustituirá. Así ha de ser. Lo he Soñado.

Al cabo de una semana fui proclamada oficialmente abadesa, y nuestro pequeño rebaño fue conocido como Hermanas de San Francisco de la Reina del Cielo. Mientras la vida mejoraba poco a poco en Carcasona, nuestra abadía creció, así como mi reputación de obradora de milagros. Una procesión de enfermos y lisiados, ciegos y desfigurados acudieron para recibir mi Toque. Curé a algunos cuando la Diosa me lo permitió. Creyentes ricos nos abrumaron con regalos, en forma de oro, caballos, viñedos y propiedades (no sé cómo me las hubiera arreglado sin la ayuda de la hermana novicia Úrsula Marie, la hija de un mercader ducha en contar monedas y llevar cuentas). Tantos hermanos y hermanas legos se ofrecieron a ayudarnos a cuidar de los enfermos, las cosechas y los animales, que las monjas pudimos dedicar más tiempo al estudio y la oración.

En cuanto a mí, la impaciencia de mi corazón se imponía a la razón. Dediqué menos tiempo a meditar en la forma de dominar mi temor, y me concentré en pensar cuándo debía empezar a buscar a mi Amado. Al cabo de un año, consciente de que el tiempo se estaba acabando, utilicé la magia que Geraldine me había enseñado para Soñar con él.

Cuan hermoso era (de facciones clásicas y firmes, como esculpidas por un artista de la antigua Roma), cuan valiente y bueno. Cuando le veía, debía esforzarme por no llorar de alegría.

Plantaba cara en un cruce de caminos a dos hombres que yo había visto la noche de mi iniciación. Uno era el mago envuelto en sombras, con su enorme mano levantada para detener el golpe. El otro era un caballero, de tez y pelo como los de mi Amado. Su mano estaba extendida para ayudar, para guiar. Edouard, le llamé, pues sabía que servía a mi Amado como la madre Geraldine me había servido.