Ayudadle, mi señora, dijo Edouard, indicando a su pupilo con un ademán. Yo solo soy un maestro. Carezco de poder para ayudarle.
Me volví hacia el que yo amaba. Le llamé por su nombre y él se volvió hacia mí con una mirada de tal devoción, tal determinación, que apenas pude hablar. Por su bien, me armé de valor, encontré la voz y dije:
El destino es una telaraña. Al nacer, nos hallamos en su centro, ante cien senderos rutilantes. Nuestro verdadero destino aguarda al final de uno, y solo uno. Es posible que al principio no elijamos el sendero correcto, o que otros intervengan para distraernos, pero siempre es posible detenerse y seguir uno de los caminos transversales hasta el verdadero sendero. De hecho, es posible recorrer cien senderos ajenos, y después, al final de nuestra vida, saltar de hebra en hebra hasta llegar a nuestro mejor destino.
¿Me oyó? No lo sé. Recobré el conocimiento con una sensación agorera. Había algo extraño: el Enemigo había dedicado años a tender una trampa en la que mi Amado estaba a punto de caer.
Al punto dirigí mi Visión hacia el origen del peligro inminente.
El Enemigo en su gloriosa cámara, velada por el humo de incienso, bajo la mirada de los dioses. Sostiene en una mano una rata joven y sana, de pelaje nevado y una larga cola rosada. Inmóvil, respira profundamente, con languidez, con las pupilas negras de sus ojillos dilatadas sobre los delgados círculos de los iris rosáceos, como hipnotizada por una serpiente.
Y de hecho, con la velocidad de una víbora, Domenico golpea. Agarra la cola de la rata entre el índice y el pulgar, y la sostiene sobre el altar de ónice y el círculo de sal que aguarda.
La rata macho, despertada de su sopor, lucha con valentía, tuerce el cuerpo hacia arriba, intenta alcanzar la mano que la sujeta. Las patitas rosadas buscan con furia un punto de apoyo, las diminutas garras translúcidas arañan el aire.
El mago extrae una afilada navaja. En cuanto el animalillo se encoge y se echa hacia atrás, buscando escapar, secciona su pecho, y su labio se mueve apenas cuando encuentra la resistencia de los huesos.
La sangre cae dentro del círculo de sal. La rata sufre violentos espasmos y provoca que la herida se abra más. La herida es muy profunda y puedo ver su corazón, que todavía late.
Y mientras miro, el diminuto órgano rojo palpita cada vez más lento, hasta que se estremece por última vez y queda inmóvil…
Me siento, completamente despierta, y mi corazón
late con violencia, me llevo la mano al pecho y susurro:
– Luc…
Eran los días en que el Príncipe Negro enviaba a sus vándalos hacia el sur y el este (como había dicho el normando), hasta Narbona y el mar, y luego de vuelta a Burdeos, con todo el oro, joyas, tapices y otras riquezas robadas a los franceses acaudalados. Durante los meses siguientes hubo escaramuzas frecuentes, y el padre del Príncipe Negro, Eduardo III, desembarcó en Calais con una fuerza invasora, pero el leal ejército del buen rey Juan le obligó a volver a Inglaterra.
Eso fue antes de que Juan cometiera la imprudencia de encarcelar a Carlos de Navarra, un miembro de la nobleza normanda al que acusaba de conspirar con Eduardo, y apoderarse de sus tierras. Los indignados normandos buscaron de nuevo la ayuda del rey inglés. Por precipitada que hubiera sido la acción de Juan, era lo bastante astuto para anticipar sus consecuencias. En la primavera del año siguiente, 1356, emitió la arriéreban, la llamada a todos los franceses leales para que tomaran las armas.
La intuición del rey resultó cierta. Mediado el verano, un segundo ejército de ingleses, al mando del duque de Lancaster, desembarcó en Cherburgo y se dirigió a Bretaña, al mismo tiempo que el Príncipe Negro y ocho mil soldados abandonaban Burdeos en dirección al norte.
En el ínterin, el buen rey Juan había reunido un ejército que les doblaba en número. A finales de verano, acompañado por sus cuatro hijos, condujo a sus hombres en persecución de Eduardo.
Me enteré de estas noticias por diversos medios: viajeros, lugareños y la Visión.
Mientras me recuperaba de la terrible visión del mago, comprendí que la Diosa me había hablado con la mayor claridad: la guerra no solo amenazaba el destino de Francia, sino la mismísima continuación de la Raza. La vida de mi Amado, su futuro, estaba en peligro.
Geraldine dormía plácidamente a mi lado, sobre el suelo del hospital, con los labios entreabiertos, la cabeza apoyada en una piedra que hacía las veces de almohada. Faltaban varias horas para el amanecer pero brillaba la luna, y me levanté para acurrucarme al lado de la anterior abadesa.
Las demás hermanas estaban roncando.
Tendría que haber despertado a mi maestra. El peligro exacto que amenazaba a mi Amado no estaba claro, y mi Visión estaba desenfocada. Pero mi corazón tañía como las campanas de una catedral en la víspera de una guerra: la catástrofe se acerca, la condenación, la muerte de la Raza. No podía permitir que Luc se enfrentara a eso solo.
Sabía que no estaba preparada, pues aún no había plantado cara a mi mayor temor. Fui a la batalla como Aquiles.
Me alejé en silencio de las mujeres dormidas. Cogí una pequeña ración de comida y agua y una manta. Monté un caballo fuerte.
A los que carecían de Visión, de magia, debió de parecerles una locura. Yo era una mujer desarmada que se acercaba a dos ejércitos en plena oscuridad, la víspera de una guerra. ¿Cómo impediría que me confundieran con un enemigo, o con una espía? ¿Cómo evitaría que me mataran? Como mínimo, ¿cómo evitaría que el caballo tropezase en la oscuridad y quedara cojo?
Pero no había tiempo para preocupaciones tan triviales.
Llegaba tarde.
Tal vez demasiado tarde. Y mi magia aún no estaba madura…
16
Durante dos días cabalgué a lomos de mi valiente e incansable corcel. Con el fin de esquivar a los soldados ingleses, evité Aquitania y el río Garona, y seguí hacia el este paralela a las montañas. Desde allí me encaminé hacia el norte, pasada la ciudad de Limoges, y al tercer día llegué a Poitiers una hora antes del amanecer.
Desde las puertas de la ciudad cabalgué hacia el prado y el ejército. La distancia no era muy grande, pero se me antojó que, a cada paso que daba mi montura, la negrura de la noche viraba más y más al gris. Al mismo tiempo, empezó a formarse una espesa niebla que envolvió el paisaje y se condensó en finas gotas que cubrieron mi hábito y mi cara. Los momentos que preceden al alba siempre me habían parecido los más tranquilos, cuando toda la naturaleza está inmóvil, pero mientras me alejaba de la ciudad amurallada de Poitiers, hasta el aire pareció temblar. Los dos ejércitos no habían ocultado su existencia. Aunque la niebla ahogaba gran parte del ruido, podía oír a ambos lados los relinchos de los caballos, que pateaban el suelo con inocente impaciencia, las voces de los hombres ansiosos de gloria y demasiado arrogantes para creer que afrontaban su propia muerte, el fragor metálico de las armaduras y las armas que se estaban preparando.
También se olía a hombres, porque llevaban acampados tres días, mientras los enviados papales negociaban en vano una tregua. El hedor se intensificó cuando me acerqué a las letrinas, y también percibí el olor potente, aunque menos ofensivo, del estiércol.
Veinticinco mil hombres se habían agrupado con el propósito de matarse mutuamente en un campo más pequeño que aquel en que mi padre cultivaba trigo. Pero aquel día, la guerra era entre el mago y yo, y solo uno de nosotros se alzaría con la victoria.
No estaba sola. Me observaba. Yo sabía que me observaba.
Y él sabía, al igual que yo, que mi protección era incompleta. El temor por mi Amado me había distraído. No pensaba en mí, sino en él.
Seguí el ruido y los olores, y avancé a través de un manzanar. En la espesa niebla, los árboles eran guirnaldas deformes, y las ramas negras intentaban atraparme mientras pasaba.