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– Tranquilo, tranquilo -dijo nuestro caballero en voz baja al jinete caído. Consiguió mantener el equilibrio antes de caer por completo, y apoyando una mano contra el caballo y la otra contra mí, logró levantarse, con gruñidos y crujidos de armadura.

– Vamos a poneros en pie, seigneur -dijo al noble, y empezó a levantarlo con asombrosa fuerza.

Pero la expresión del joven no cambió. Tenía los ojos clavados en la lejanía, y su cuerpo siguió fláccido cuando el caballero se esforzó por alzarlo. De hecho, su cabeza se bamboleó hacia atrás, y fue entonces cuando reparamos en que se inclinaba en un ángulo extraño.

– Maldición -dijo el caballero, mientras depositaba al joven en el suelo-. Maldición. Su cuello.

A continuación, con un veloz movimiento, asestó un hachazo en la garganta del caballo lisiado. Surgió sangre como si fuera una fuente, y el pobre animal se desplomó de inmediato, una vez llegado al final de sus sufrimientos.

Fue entonces cuando vi con más claridad todo cuanto nos rodeaba y se extendía ante nosotros: un campo de cuerpos caídos. Caballos muertos y agonizantes, algunos vagando sin sus jinetes; caballeros caídos, algunos aplastados bajo sus monturas, otros derribados por la espada y el hacha. Y por todas partes, sobresaliendo de cadáveres animales y humanos por igual, protegidos con armadura o no, el astil de flechas inglesas, tan largas que, si una se hubiera clavado en mi cabeza hasta el extremo emplumado, la punta me llegaría más abajo de las rodillas.

De pronto, el sol se me antojó demasiado brillante, mi visión humana demasiado clara. El camino que se extendía ante nosotros estaba tan cubierto de sangre y cadáveres que, de repente, apenas podíamos avanzar.

Una flecha silbó entre nosotros, tan cerca y vibrante que mi oreja ensordeció. El caballero alzó el escudo entre nosotros.

Al instante, desde detrás de un caballo muerto, una oscura figura saltó sobre nosotros. Me encogí, al tiempo que lanzaba una exclamación ahogada, y vi que el enemigo atacaba a mi protector. Se trataba de un plebeyo inglés con una especie de yelmo deslustrado en la cabeza y un peto mellado. Hacía girar sobre una cabeza un hacha que asía con ambas manos, con los músculos tensos como cables.

Armas inferiores y, en cierta forma, un hombre inferior. Pero sus ojos eran salvajes cuando rugió, y mi francés estaba perdido.

El escudo recibió lo peor del primer golpe, y mi caballero intentó responder con su hacha, pero la fuerza del impacto le obligó a doblar una rodilla. Trató de devolver el golpe, pero no tenía suficiente espacio, y el siguiente hachazo de su contrincante le envió al suelo. La armadura era demasiado pesada para que pudiera levantarse sin ayuda.

Había un tiempo y un lugar para los milagros, y no era yo quien los controlaba. Pese a que deseaba intervenir, había llegado la hora del francés.

Cuando el golpe mortífero fue descargado, me arrodillé a su lado, cerré los ojos y empecé a rezar en voz alta para que me oyera mientras exhalaba su último suspiro.

Sangre caliente salpicó mi cara, tan fina como la niebla de la mañana. Cuando abrí los ojos, miré al soldado inglés, que alzó su arma para golpearme.

Seguí con las manos apretadas, con expresión serena. Vi la fuerza dentro, detrás y más allá del ignorante soldado.

– Adelante, si ese es tu deseo -le dije con calma-. Adelante. No tengo miedo. Pero antes has de saber que la Santa Madre te ama.

Una expresión de perplejidad cruzó la sucia cara del inglés. Poco a poco, bajó el hacha, y luego, como si le hubieran propinado un latigazo, echó a correr.

Me levanté, con las rodillas de mi hábito invernal manchadas de tierra mojada y sangre, y me abrí paso entre los cadáveres, miles y miles de muertos que se extendían hasta el horizonte, demasiada muerte para que un solo corazón la abarcara. No pude hacer otra cosa que endurecer el mío, pues a mi derecha, un hombre chillaba con el brazo cercenado, y tuve que apoyarme en él para no resbalar con las húmedas entrañas de otro que gemía en el suelo. Y esos dos no eran más que un grano de arena en un océano de sufrimientos atroces. Se me ocurrió que solo quienes no la han probado han pronunciado la palabra «gloria» en relación a la guerra.

En derredor, los arqueros habían salido de sus escondites tras los setos y se ocupaban de desclavar flechas de los muertos. Se subían a los cadáveres y con los pies ejercían presión. Los soldados de infantería ingleses, los mismos plebeyos que habían entrado en Carcasona y reducido a cenizas casi toda la ciudad, perseguían a los que habían retrocedido, o luchaban contra los escasos franceses que quedaban vivos. No me prestaban atención, como si fuera un perro inofensivo que se hubiera extraviado por accidente en mitad de la batalla.

Detrás de mí sonaron de nuevo trompetas. Los soldados avanzaban a pie. Les oí caminar. A lo lejos, cerca de la ciudad, cientos de caballos pastaban en las pendientes cubiertas de hierba.

Al oír el ruido, los arqueros alzaron la vista, luego corrieron a sus empalizadas en busca de refugio. La infantería inglesa lanzó un grito de guerra y se precipitó hacia los franceses que se acercaban.

Era el último batallón, al mando del rey Juan, y tuve un presentimiento. No había visto a ningún campesino, a ningún miembro de la bourgeosie. Todos nuestros muertos eran nobles, lo mejor de Francia, más caballeros de los que yo creía que existían en el reino. El rey, demasiado valiente para unirse a los que huían, había comprendido la locura de montar caballos con los cuartos traseros desprotegidos y había ordenado a sus hombres que acortaran sus lanzas y cortaran los extremos largos y puntiagudos de sus poulaines, que no estaban hechas para caminar, sino para mantener el equilibrio en el estribo. Sus corceles pastaban ahora a lo lejos, indiferentes al destino de sus jinetes.

De nuevo me vi rodeada por el caos, por corrientes humanas que se movían en direcciones opuestas, produciendo ruidos metálicos. Avancé tambaleándome entre la multitud, impelida por una sensación apremiante: tenía que encontrarle, y pronto.

Solo pude avanzar lentamente. A veces tenía que agacharme para esquivar lanzas y flechas, o bien arrastrarme a cuatro patas por el suelo ensangrentado. Yo misma estaba cubierta de sangre, mi hábito, mi toca en otro tiempo blanca, mi velo, incluso mi cara. Dejé de humedecerme los labios porque sabían a hierro. Repté sobre piedras y armas caídas, sobre espuelas de oro, hasta que mi propia sangre se mezcló con la de otros para fertilizar la tierra. Tenía heridas las manos y las rodillas.

De pronto, oí cascos de caballos muy cerca y pensé que tal vez era el último ataque de Eduardo contra nuestro rey. Pero no, solo había un caballo, y cuando me di cuenta, también reparé en que el sonido había cesado, y que los cascos que había oído estaban justo delante de mí.

Mi señora.

Lo oí primero en mi cabeza, y alcé la vista. El caballo llevaba un penacho escarlata y una sobreveste blanca encima de la armadura a juego con su jinete: armadura negra, como la del rey, y la sobreveste bordada con un halcón peregrino posado sobre un triángulo descendente de tres rosas púrpura.

El caballero abrió su visor.

– Mi señora.

Me levanté y observé su cara. La conocía muy bien. La había visto por primera vez la noche de mi iniciación. Los rasgos eran finos y bien proporcionados, la nariz aguileña e inconfundiblemente noble. Bajo el borde del casco, los ojos eran del color de un mar claro, y su barba rojodorada. También estaba cubierto de sangre y maltrecho, y había roto el astil de la única flecha que había atravesado el hombro de su armadura, pero sin herirle.

– Mi señora -repitió.

Extendí la mano y él la besó. En mitad de aquel infierno estábamos solos e incólumes.

– Edouard -dije-. Gracias a Dios. Debéis llevarme ante Luc cuanto antes.

Al punto me izó al caballo. Nos agachamos detrás de su escudo y nos alejamos del frente, junto con los que estaban retrocediendo.