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– ¡Bajadla! -ordenó Michel, mientras entraba a zancadas en la cámara y, con una precisión y fuerza que le sorprendieron, apartaba la caja de una patada.

El torturador, con ojos vidriosos debido a la bebida, soltó a su presa y se volvió con aire beligerante hacia

Michel, que era un hombre alto. Pero el segundo torturador era más alto todavía, y musculoso. Durante un segundo los dos se miraron. Michel se preparó para la pelea.

– ¡Bajadla! -gritó Charles desde la puerta, con la ferocidad de Cristo cuando expulsó a los mercaderes del templo.

El torturador desvió su mirada hacia el sacerdote.

– Pero nos dijeron…

– No me importa lo que os dijeron otros. A partir de este momento solo me escucharéis a mí.

– Pero vos…

El padre Charles levantó la mano en un gesto amenazador que exigía silencio.

El sentido común se impuso a la bebida y el temperamento, y el torturador, al darse cuenta que no le convenía ponerse a malas con el religioso, suspiró y aferró la polea de la estrapada. La mujer cayó al suelo como una marioneta. Michel la cogió en brazos, un guiñapo de piel y huesos, mientras el segundo torturador liberaba sus muñecas. La situación descartaba todo falso pudor. Michel no sentía vergüenza, solo horror por sus contusiones y dislocaciones, y por la indignidad que le habían infligido. Utilizó las mangas de su hábito para cubrir el cuerpo como pudo, y salió al pasillo.

La ley de la Inquisición prohibía a carceleros, torturadores o inquisidores golpear o violar a las detenidas, aunque esos delitos se cometían con frecuencia. Charles y Michel solían echar tierra sobre esos abusos, y sobre la ignorancia o absoluto desdén por los derechos de los prisioneros. La práctica prohibía la tortura sin la presencia o permiso del inquisidor. La Practica Officii Inquisitionis Heretice Pravitatis, publicada tres décadas antes por Bernard Gui, era muy específica a este respecto, y concedía al acusado ciertos derechos. Uno de ellos era la oportunidad de confesar antes de recibir tortura.

Otro era que la tortura nunca se aplicaba de manera gratuita sino con el exclusivo fin de arrancar una confesión.

– Debería denunciaros -le espetó el sacerdote a los dos hombres-, y acusaros no solo de violar las reglas sino del crimen que estabais a punto de cometer. No obstante, tengo poco tiempo. Por lo tanto, os ofrezco otra oportunidad. Procurad respetar la ley… o me encargaré yo mismo de interrogaros. Supongo que ya imagináis la creatividad con que un torturador puede ejercer su oficio sobre otro.

Charles volvió al corredor y entró con Michel, gracias a la ayuda de la llave del carcelero, en la celda común. Michel depositó a la hermana inconsciente sobre la paja. Al instante cayó sobre ellos una lluvia de moscas. Las monjas se congregaron alrededor de su compañera, sin hacer caso de los inquisidores. Cubrieron su desnudez con una sucia manta, entre sollozos y murmullos.

– Hermanas -dijo Charles con solemnidad desde el otro lado de los barrotes-, os pido perdón por este error de la justicia, y os recuerdo que se os ofrecerá a todas la oportunidad de evitar este sino.

Algunas monjas le miraron con ojos velados. Era imposible decir si su expresión solemne significaba contrición u odio reprimido. Las demás siguieron con la vista clavada en la hermana torturada, y ninguna se dio cuenta de que los inquisidores se alejaban y el carcelero volvía a cerrar las puertas.

Sin más palabras, el irritado carcelero precedió a los dos clérigos por el pasillo. Pasaron ante una segunda celda común vacía, una fila de celdas individuales, y llegaron a la última de la hilera. Se detuvo ante una puerta de madera chapada de hierro oxidado, con barrotes en una ventanilla situada al nivel del ojo y una abertura cerca del suelo, para pasar al interior comida o agua. La puerta no estaba cerrada con llave. Se abrió con un crujido.

Michel entró detrás de Charles.

La celda era igual a las demás: un suelo de piedra sembrado de paja húmeda, un cubo lleno de orines, una pequeña antorcha de sebo cerca de la entrada, que proyectaba una débil luz y humo que lo cubría todo de hollín.

Al mismo tiempo, era algo diferente. En el suelo ardía una vela en un cuenco de cerámica, y arcos de luz resbalaban sobre las paredes. El hedor no era tan pronunciado, y Charles guardó el pañuelo en su manga.

Un lugar sagrado, pensó Michel, y creyó percibir un tenue aroma a rosas. El recuerdo de la última vez que la había visto en Aviñón entre una ruidosa multitud regresó con fuerza.

Una mujer yacía de espaldas sobre un madero suspendido mediante cadenas de la piedra, con la cara vuelta hacia la pared. En cuanto los dos inquisidores se interpusieron entre la mujer y la vela, sus sombras cayeron sobre ella y sobre la parte superior de la pared, mientras el oscuro humo remolineaba alrededor de sus hombros.

Aun en la penumbra, Michel distinguió que el contorno del pómulo estaba hinchado, tal vez roto, y que su respiración era la propia de alguien que tiene las costillas rotas. Los torturadores se les habían adelantado. Instintivamente pensó en su farmacopea de Aviñón, y prescribió en silencio corteza de sauce para el dolor, y una pasta de hoja de consuelda, pétalos de caléndula y aceite de oliva para las contusiones…

El padre Charles se sentó en uno de los dos taburetes reservados para los inquisidores. Michel le imitó, un poco detrás del sacerdote, y desanudó la bolsa que colgaba de su cinturón.

– ¿Madre Marie Françoise? -preguntó con dulzura Charles.

El cuerpo de la mujer se tensó un poco.

– Soy el padre Charles, un sacerdote dominico enviado por la Iglesia para investigar vuestro caso. Y este -indicó a su ayudante con orgullo casi paternal- es mi escriba, el hijo adoptivo del cardenal Chrétien, el hermano dominico Michel.

Se quedó inmóvil un instante, como si esperara que la abadesa se volviera para saludarles. Como no fue así, su semblante se ensombreció.

– Pero antes, madre, debo pediros perdón por la ignominia cometida contra vos. Esos hombres no tenían derecho a tocaros hasta haberos concedido la oportunidad de confesar. Serán denunciados.

La mujer volvió la cabeza poco a poco hacia ellos.

Michel contuvo una exclamación de horror. Había esperado encontrar a la mujer menuda y cubierta con un velo que había visto poco tiempo antes en la plaza pública de Aviñón, aplicando la mano al ojo de un prisionero arrodillado. Una mujer atractiva, de piel olivácea, grandes ojos y nariz respingona.

Ahora, la abadesa les miraba con un ojo castaño normal. El otro, semioculto tras el pómulo roto e hinchado, estaba cerrado por la hinchazón y cubierto de sangre coagulada de la ceja, que presentaba una hendidura en el punto más elevado del arco. La herida estaba en carne viva, y la sangre había resbalado sobre una sien y una mejilla, así como por un lado de la nariz, que también estaba rota y sangraba sobre el labio superior purpúreo.

Aparte de las heridas, su físico no era notable. Era menuda, no tendría más de veinte años, muy joven para haber conseguido el cargo de abadesa y reputaciones tan contradictorias.

Sin embargo, había belleza en su porte, en su serena dignidad ante una fortuna tan desastrosa. De los innumerables prisioneros que Michel había visto durante sus años de servicio con el padre Charles, era la única que no demostraba miedo.

La memoria le trasladó de nuevo a Aviñón, al momento en que había levantado la vista del hombre herido y le había mirado a él, a Michel. Se quedó convencido de que le conocía a la perfección, todos sus pensamientos, todos los impulsos de su corazón. Proyectó un amor especial hacia él, un amor tan santo, tan puro, tan intenso, que apenas pudo tenerse en pie. No obstante, le había devuelto la mirada, y su amor, con la certeza de que Dios estaba allí.

Al punto, una lascivia más poderosa que nunca le había consumido, pero no concentrada solo en sus ingles, sino en todo su cuerpo, hasta los dedos de los pies le ardían de deseo. Avergonzado, contrito por sentir deseo sexual hacia una santa, había rezado de nuevo: «Vade retro, Satanás, Dios te salve María, llena eres de gracia…».