– ¡Esperad! -grité-. Esperad… Siento su presencia. Está detrás de nosotros. Hemos de dar media vuelta ahora mismo.
– ¡Habéis cometido una locura al venir, señora! -vociferó por encima del hombro-. Es una trampa. ¿No lo entendéis? El Enemigo también atrajo a Luc. Mi Visión me lo reveló. Ahora ha desaparecido en la batalla y no sé qué ha sido de él. ¡No oséis perderos vos también!
– ¡No! -grité de pura furia-. ¡Sois vos quien no comprende! ¡No cabe duda de que es una trampa, pero él morirá, Edouard! ¡Morirá a menos que yo le encuentre! Hay que caer en la trampa, pero encontraremos una forma de escapar.
Pero la montura de Edouard no aminoró el paso, ni su jinete dio media vuelta. Desesperada, me deslicé por la sobreveste empapada de sudor y sangre del caballo, me arrojé y aterricé a cuatro patas en el suelo.
Me incorporé y corrí. Corrí y no vi el caos que me rodeaba. Corrí y no pensé en el peligro, en la guerra o en el Enemigo. Solo pensé en mi Amado, y mi Visión (velada por la emoción, insegura) fue no obstante lo bastante potente para guiarme hacia él.
Al cabo de un rato (una eternidad, un latido de corazón), llegué al terreno donde había comenzado la batalla, donde la flor de la nobleza francesa, los granas seigneurs, los chevaliers de noble cuna, habían sido rechazados por primera vez. El campo terminaba a escasa distancia y daba paso a un suelo pantanoso, después a un viñedo maduro, después a setos y pendientes perfectos para ocultar arqueros. La infantería británica todavía avanzaba hacia nosotros a través del pantano, hundida hasta los tobillos. No era de extrañar que estuvieran tan sucios.
A mi lado, un caballero estaba tendido de perfil, con la armadura cosida para siempre a su cuerpo con más de una docena de flechas que atravesaban su peto, sus brazos desprotegidos, sus piernas, incluso el visor que protegía su rostro. Aún aferraba las riendas de su caballo. El pobre animal también estaba muerto, con el flanco y los cuartos traseros convertidos en un acerico.
Desgarrada por el hecho de que no podía ayudar a todos los que veía, pasé ante aquel macabro espectáculo y después emití un ronco sollozo. Las sobrevestes no eran escarlatas, sino que estaban manchadas de sangre, y las manchas púrpura habían borrado casi por completo las rosas bajo el halcón oscuro. La escena era aterradora. Una muerte que yo no podía evitar, un hombre al que no podía ayudar.
Era el grand seigneur de Tolosa, Paul de la Rose.
El metal hendió el aire, a un palmo de distancia de mi oreja derecha, con tal violencia que chillé, me llevé la mano a la cabeza y caí sobre un cadáver inglés. Me recuperé y me volví.
El hacha de guerra inglesa era oscura, sangre coagulada sobre hierro negro, y el soldado que la empuñaba con la intención de partirme el cráneo era rubio e impávido, un mercenario, protegido por un yelmo abollado y un escudo de cuero.
Caí de rodillas.
El chirrido de metal contra metal. Una espada chocó con el hacha, y de la colisión se elevó una constelación de chispas doradoazuladas que brillaron cegadoramente al sol, esplendor eterno, brillo al rojo vivo.
El muchacho que empuñaba la espada me daba la espalda. Un caballero francés, cuya sobreveste manchada ostentaba la imagen del halcón sobre el trío de rosas.
Edouard, pensé. Pero sus piernas eran más largas, y sus hombros más anchos.
En cuanto el nombre acudió a mi mente, supe que estaba equivocada. Y supe a quién estaba mirando. Al verle en carne y hueso, emití un leve chillido.
Con una breve vacilación, adelantó la espada para detener el hacha, y las dos armas chocaron con tal fuerza que nuevas chispas saltaron al aire. Movió la cabeza para mirarme un momento y ver si otro inglés me amenazaba…
… pero el mismo acto restó velocidad a su mano, y permitió a su atacante asestar un golpe definitivo. El soldado inglés echó hacia atrás su pesada hacha sobre el hombro derecho, y después, con toda la fuerza de su cuerpo, empezó a enderezar los brazos.
Al mismo tiempo, Edouard apareció detrás de él a caballo y lanzó su lanza, cuya punta salió por el estómago del inglés, el hierro oscurecido por la sangre.
El hombre cayó hacia delante, pero su peso se sumó al impulso del hacha cuando abatió implacable sobre mi joven paladín. No vi lo que ocurrió, pero oí el chirrido de la hoja al atravesar el metal, y el golpe sordo al destrozar carne y hueso.
Mi Amado dejó caer la espada y retrocedió, moviendo los brazos para no perder el equilibrio, pero al fin se derrumbó de espaldas con gran estrépito. Sobre su pecho yacía el inglés.
Edouard saltó del caballo y apartó el cadáver.
El hacha estaba hundida en el pecho de mi Amado.
Edouard, de rodillas, tiró del mango de madera. La hoja se liberó, con ruido de succión y un torrente de sangre. Sin dejar de llorar, aflojó y soltó el peto partido, y después se apartó y observó.
No era momento de vacilaciones. Era el momento para el que yo había venido. Refrené mi dolor y quité el pesado yelmo para revelar el rostro de mi Amado. Tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en el cielo. Interpuse mi cara entre ellos y el firmamento. Por un instante no me percibieron. El velo de la muerte se estaba corriendo sobre ellos. Pero, con el último aliento, se enfocaron y me miraron.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, no de dolor, sino por el exquisito tributo de amor y reconocimiento que vi en aquel rostro humano.
Me había visto, y me había reconocido.
Eso bastaba para aplacar todos mis temores y dudas. Aún de rodillas, apreté mis manos contra su herida. Con demasiada fuerza, porque la hendidura era profunda y ancha. Se abrió, y por un instante mis manos se deslizaron dentro de su pecho, entre el esternón y las costillas destrozadas.
Estaba tocando su corazón.
Su corazón, que aún latía.
La imagen del mago y la rata acudió a mi mente. Mientras sostenía el corazón de mi Amado en las manos, sufrió un espasmo, dos, tres… y se quedó inerte.
Estaba muerto, mi Amado. Luc de la Rose estaba muerto.
Por un instante, la gracia de la Diosa permaneció conmigo, y después el Enemigo, fortalecido, atacó. Un torrente de jinetes ingleses, la última carga, se abalanzó sobre nosotros. Fui derribada, grité cuando mis piernas fueron aplastadas bajo una docena de cascos, pero el grito no fue de dolor. Me habían separado de mi Amado, de su cuerpo. Alcé mis manos manchadas de sangre hacia el cielo, pero no Vi qué había sido de él.
Chillé, y fui pateada de nuevo. Después, frías manos metálicas me alzaron y depositaron sobre un caballo que me alejó de allí.
QUINTA PARTE
MICHEL
CARCASONA 1357
17
Y Michel vio que Sybille, con sus ojos y pensamientos concentrados en un lugar diferente, en una época diferente, emergía poco a poco de aquel doloroso momento del pasado. Su mirada iba hacia un punto situado más allá de él, pero ahora retrocedió hasta que le abarcó a él y su entorno. Después de mirarle durante un angustiado momento, la mujer apoyó la cara en las manos y sollozó de amargura.
Michel, desazonado, se inclinó.
– Callad, madre -susurró-, no lloréis. No lloréis…
Pero su desesperación era profunda. Sin pensarlo, Michel apoyó la mano en su brazo para consolarla, pero la retiró al punto, sobresaltado por la energía de su contacto.
Ella levantó la vista, con los ojos brillantes de lágrimas, pero cargados de la misma energía que el monje había sentido.
Si al menos fuera cristiana, pensó, sería la persona más santa que había conocido en su vida, y la más adorable. Qué bondadosa había sido con los leprosos, cuánto había querido a su abuela y a la abadesa. En sus creencias, por desgracia heréticas, era devota, y compasiva y valiente en sus actos. Adentrarse en el corazón de una batalla sola y desarmada…