Una mujer asombrosa, pensó Michel, y luego se encogió al darse cuenta de lo que albergaba su corazón. No era una prisionera a la que podía entregar simplemente con tristeza a las autoridades civiles para que la ejecutaran, una prisionera cuya horrible muerte en la pira contemplaría con dolor y piedad, cuya condenación lamentaría. Sus palabras, su energía, su sola presencia le habían convencido.
En aquel momento supo que había perdido su corazón por completo. Y no era solo la desesperada soledad o lujuria de un monje cuyo trabajo le facilitaba la proximidad con mujeres, pues lo había visto a menudo e incluso experimentado en una ocasión, cuando era joven e imprudente. Esta sensación, este amor, eran mucho más profundos. Por más que viviera, dividiría su existencia mortal entre antes y después de conocer a esta mujer.
– Luc murió, ¿verdad? ¿Vuestros esfuerzos fueron en vano? -preguntó Michel con delicadeza-. ¿Por eso lloráis, madre?
Ella negó con la cabeza, y con esfuerzo recuperó la compostura.
– No puedo hablar de eso ahora. Estoy cansada. He de descansar.
Se reclinó sobre la tabla de madera.
– Madre -dijo Michel-, debéis encontrar fuerzas para continuar. El cardenal Chrétien llegará mañana por la mañana y exigirá algo muy diferente de este testimonio, si ha de declararos inocente. Entregad vuestro corazón a Cristo. Confesad vuestro delito, y tal vez podrá liberaros de esta cárcel.
– Chrétien quiere mi sangre -dijo la mujer, con voz hueca debido al agotamiento, despojada de toda emoción, ni arrepentida ni temerosa-. Y la tendrá, diga lo que diga yo.
Michel emitió un leve suspiro de indignación.
– ¿Cómo podéis decir eso, madre? Ni siquiera conocéis a ese hombre…
– Sí que le conozco, pobre hermano. -Le miró con infinita piedad-. Pero existe un motivo para que seáis tan sensible a los sueños de Luc. Los sueños son vividos, ¿verdad?
Aquella pregunta le distrajo, pese a su indignación. Creía en su historia de todo corazón, y que los sueños eran los recuerdos del fallecido Luc. Con su mente racional, creía en Cristo y la Iglesia, y sabía que lo que ella decía era la más vil herejía, y que estaba a punto de perder su alma inmortal.
Bajó la cara y meneó la cabeza, perplejo.
– Yo… Los sueños de Luc me turban. Invaden mis pensamientos a todas horas -dijo por fin, y se arrepintió al instante. No había tenido la intención de admitirlo.
– Sabéis por qué sois sensibles a ellos, hermano. Era una afirmación, pero él la miró de reojo. -Sois uno de los nuestros -continuó ella-. Uno de la Raza.
Michel se quedó boquiabierto.
– ¿Qué?
Había oído sus palabras, pero sus oídos, su mente, no asimilaban aquella afirmación asombrosa.
– Por eso los sueños os invaden con tanta facilidad. Por eso os sentís atraído hacia mí, por eso una parte de vos cree mi historia. Estas cosas han sucedido no debido a un encantamiento o una casualidad, sino por lo que sois. Estáis hechizado, hermano, pero no por mí. La lucha no es por mi alma… sino por la vuestra.
Michel guardó con movimientos rígidos la pluma, la tinta y el pergamino en su bolsa.
– Si… si no vais a proseguir vuestra declaración, debo ir a rezar. El padre Charles y el cardenal Chrétien estaban en lo cierto. Sois una mujer muy peligrosa.
Cuando se volvió para llamar al carcelero, la miró una fracción de segundo. En los ojos oscuros y en los labios hinchados vio una mezcla pura de amor y pena que sobrecogió su corazón, pero se contuvo y salió.
El padre Charles no había mejorado. Estaba claro que el hermano André no tenía nada nuevo que informar, pues se limitó a levantarse, saludar a Michel con la cabeza y correr hacia el refectorio.
Sin embargo, Michel no tenía apetito, ni para comer ni para rezar. Se sentó en la silla que había dejado libre André y estudió el rostro de su mentor. La palidez del padre Charles había adquirido un tinte amarillento, y sus mejillas y ojos cerrados parecían más hundidos que nunca. Tenía los labios cortados hasta el punto de sangrar, pese al paño humedecido que el hermano André había dejado para mojarlos. Charles parecía a punto de expirar.
A la luz vacilante del fuego, Michel se reclinó en su silla. Con la cabeza apoyada contra la pared, contempló las sombras que cruzaban el techo.
Eran meros fantasmas, nada más. Falsedades negras proyectadas desde una sencilla y concreta realidad. ¿Era solo eso la historia de la abadesa, o había dicho la verdad? ¿Lo que sentía por ella era el resultado de un terrible hechizo?
Cerró los ojos y se tapó las orejas con las manos, con una fuerza que intentaba cerrar el paso a todo pensamiento, todo recuerdo, toda clase de visiones y voces internas. Apretó cada vez con más fuerza, con dedos temblorosos, hasta sujetarse la parte posterior del cráneo. Pero las visiones eran demasiado claras y vividas, los sonidos demasiado altos y diáfanos. Al final, se estremeció y emitió un gemido, en voz muy baja, para que los demás no pudieran oírle.
TOLOSA Septiembre de 1356
18
Una oleada de imágenes de la vida de otro hombre descendió sobre éclass="underline"
Papá, curado, y negándose a renunciar a su único hijo, se retractaba de su promesa de entrenar a su hijo en el uso de sus poderes.
Luc, a los seis años, que todavía vivía en casa de sus padres, corriendo contra un fondo de madejas y tapices de brillantes colores, pisando las hierbas y flores esparcidas sobre el suelo de la cámara de su madre: poleo, menta, romero, lavanda y rosa, que al mezclarse creaban una intensa fragancia.
Se liberaba de la presa de su padre, esquivaba al guardia, se precipitaba en los brazos de su madre y luego lanzaba una exclamación ahogada cuando ella, con un solo movimiento, le cogía por el cuello e intentaba retorcérselo. Tan suaves sus manos, tan frías, tan sorprendentemente fuertes.
Había intentado chillar, pero la sorpresa le paralizó. Había mirado la cara de su madre (de belleza caduca, facciones demudadas, horripilantes como las de una gárgola), pero Luc había visto más allá de la locura que afloraba en sus ojos, el amor y la angustiada disculpa que florecían en ellos.
En ese momento, papá ya había saltado sobre ella, delicado y veloz, pero la fuerza de su madre era sobrenatural, y papá y el guardia se vieron obligados a inmovilizarla en el suelo mientras aullaba y agitaba los brazos, en un inútil esfuerzo por coger a su hijo.
Al cabo de dos días, las cosas de Luc estaban embaladas y le enviaron a las tierras del tío Edouard.
Eran extensas, pero no tanto como las de papá. Sin embargo, la atmósfera era más feliz, más segura. Luc se sintió libre para florecer. Fue la época más feliz de su vida, porque el buen humor de Edouard nunca flaqueaba, y los caballeros de su pequeña mesnie se comportaban de idéntica manera.
Le prepararon para ser escudero. Destacaba en todo: baile, que se vio forzado a practicar con los hijos de los caballeros (que, por lo general, les dejaban entre risitas acerca de quién adoptaría el papel de dama, y con cuánto afecto); cetrería, que le emocionaba cada vez que el hermoso halcón se posaba sobre su guantelete con las gruesas y fuertes garras, agitaba sus grandes alas y ladeaba la cabeza para mirarle con un ojo singular y penetrante; esgrima, para la que estaba muy dotado; y equitación.
Aprendió con facilidad las artes de la caballería y la guerra, aunque no con tanta facilidad como dominaba su otro aprendizaje, el aprendizaje secreto que había jurado por su vida no revelar jamás.
Empezó el día de su decimotercer cumpleaños, bastante después del ocaso, cuando la noche había teñido el mundo de un único color. Edouard había ido a la habitación de Luc y susurrado al niño, despierto en la negrura:
– Ven. Ha llegado el momento.
El niño se había levantado sin decir palabra. Edouard le había dado ropas de plebeyo y una capa oscura, y luego le había guiado por un angosto pasadizo secreto que llevaba de la cámara de su tío a los establos.