Allí habían montado para cabalgar media hora por los prados hasta el pueblo más cercano.
Edouard no condujo a su sobrino a un edificio digno de dos caballeros de noble cuna, sino hasta una hilera de casas pequeñas y estrechas, cabañas, construidas de madera y bálago en lugar de piedra, todas amontonadas en una callejuela y todas a oscuras, pues ya era muy tarde.
Plebeyos, comprendió Luc, y pobres. No obstante, aquel lugar carecía de la desesperación y suciedad de otros guetos que había visto. Los edificios estaban limpios y bien conservados, y el barrio se veía libre del hedor que impregnaba otras calles de la ciudad.
Las casas parecían idénticas, pero Edouard se adentró con seguridad en el centro del gueto. Desmontó ante un edificio y llamó a la puerta con los nudillos.
Como no se veía ninguna luz por las ventanas, Luc supuso que todos los moradores estaban dormidos, pero la puerta se abrió casi al instante. El interior estaba oscuro, y la única iluminación de su anfitrión era la llama agonizante de una consumida vela. En la penumbra, semejaba una sombra gigantesca, una enorme bestia que empequeñecía a Edouard. Indicó con gesto perentorio que entraran.
Edouard hizo una señal a Luc, que desmontó intrigado y amedrentado al mismo tiempo. Su anfitrión les guió a través de una habitación exterior, donde persistía un leve aroma de la cena, un estofado preparado con especias desconocidas pero agradables, y cerveza de levadura antes que hipocrás. A este olor se imponían emanaciones de una fragancia que Luc nunca había percibido fuera de la gran catedraclass="underline" incienso.
Oyó la respiración de niños dormidos, vislumbró la mirada suspicaz de una mujer a la débil luz de la vela. Cuando entraron en un cuarto, el anfitrión cerró la puerta a su espalda.
Esta habitación estaba tan oscura como la primera, sin luz, con los postigos cerrados, pero en cuanto la puerta se cerró Edouard rebuscó en los pliegues de su capa y extrajo un regalo: varios cirios largos y un frasco de aceite.
– Gracias, Edouard -dijo con voz melodiosa y profunda su guía-. Esto facilitará nuestra tarea.
Dejó los cirios a un lado, salvo uno, que acercó a la llama agonizante que sostenía en la mano. Las sombras que ocultaban su rostro empezaron a disolverse, y cuando usó el frasco para llenar una lámpara grande de aceite y luego encenderla, Luc le vio por fin como era, un hombre corpulento como un oso, con un cabello peculiar que resbalaba sobre su espalda en mechones blancos, grises y negros, tan espeso y rizado como el pelaje invernal de una oveja. De su cara caía una barba tan larga que llevaba atada alrededor de su cinto para no tropezar con ella, en rizos apretados y regulares, como cuelgan las trenzas de una doncella recién deshechas. El cabello, que invadía su frente, casi ocultaba sus ojos, entre los cuales emergía una nariz prominente.
Cuando Luc reparó en la pequeña gorra que cubría la coronilla del desconocido, y vio cosido en su camisa oscura el círculo de fieltro amarillo que le identificaba como judío, se quedó perplejo. Según la Iglesia (institución a lo que no concedía excesivo crédito), los judíos eran los peores herejes, y el hecho de ser sorprendido confraternizando con ellos era suficiente para despertar la curiosidad de los inquisidores. ¿Por qué su tío le había llevado a un lugar tan peligroso?
No obstante, Edouard tomó la mano del viejo judío, se la llevó a los labios y la besó con reverencia.
– Rebbe, Rebbe, os traigo a mi sobrino Luc.
El anciano desechó con un ademán el gesto de pleitesía, como si careciera de importancia, y se agachó para inspeccionar a Luc.
– Por fin. Hola, Luc. Soy Jacob.
A lo largo de un año estudió bajo la dirección de Jacob. Durante ese tiempo Edouard prohibió todo contacto con sus padres, incluso en Pascua.
– No puedes verles -le dijo Edouard-. Sobre todo a tu madre.
– ¿Por qué? -preguntó Luc, una y otra vez, pero la respuesta, insatisfactoria, siempre era la misma:
– Porque tu madre está vinculada al Mal que te amenaza a ti, a tu Amada y a la Raza. Estar con ella, exponerte a su contacto, significa exponerte al Enemigo.
– Pero Jacob puede protegerme -protestaba Luc-. Tú y Jacob, y no me pasará nada…
Edouard suspiró.
– Luc, has de comprender que tu Enemigo es muy poderoso, y Jacob y yo tememos demasiado por tu bien para dejarte proteger solo por tus capacidades inferiores. Piensa en tu pobre madre, en lo poco que puedes hacer por ella.
Bajó la cabeza avergonzado, tan contrito y apenado que Luc apoyó una mano en su hombro para consolarle. Por fin, Edouard recobró la serenidad.
– Con el tiempo, Luc, después de que hayas recibido tu iniciación, serás un poderoso mago. Más poderoso que todos tus enemigos. Entonces, quizá, llegará el momento en que nuestra Béatrice, tu madre, nos sea devuelta. Pero hasta entonces… ten cuidado, porque tu Enemigo no desea otra cosa que alejarte de ese momento.
Luc no repuso nada, para no disgustar a su tío, pero se juró que, en cuanto su magia fuera lo bastante poderosa, arrancaría a su madre de las garras del Enemigo y la recuperaría.
– ¿Cuándo seré iniciado? -preguntó a Jacob, seis meses después de pasar a su tutela.
El rabino, con la mitad de la cara en sombras y la otra mitad iluminada por una vela, le miró con semblante apacible.
– Cuando las circunstancias sean favorables, hijo mío.
– ¿Y cuándo será eso? ¿Por qué no podéis iniciarme ahora?
Jacob lanzó una risita, y la frustración provocó que las mejillas de Luc se tiñeran de rubor. Soy capaz de trazar un círculo protector y mágico. Sé las esferas cabalísticas y el alfabeto hebreo, y hacer talismanes y signos cabalísticos, pensó el muchacho. ¿Por qué no me consideran apto?
El anciano observó su aflicción, y dijo, en un tono que transmitía humor y una sincera disculpa al mismo tiempo:
– Lamento decepcionaros, Luc, pero yo no tendré el honor.
– ¿Por qué no, rebbe Jacob?
El humor del anciano se desvaneció.
– Aún no estáis preparado, Luc.
– ¿Por qué?
– La verdadera unión no se puede dar en presencia del miedo. -Hizo una pausa al ver el ceño de Luc-. Yo no puedo por una razón muy práctica: vos buscáis a una mujer.
Al oír la revelación, Luc respiró hondo. Era verdad. Lo sabía sin el menor asomo de duda, y siempre lo había sabido. La había visto aquel terrible día de las ejecuciones públicas en la pira, cuando había caído por el borde de la carreta.
– La niña -susurró para sí-, la de la trenza oscura y los ojos oscuros…
Intentó imaginar cómo sería ahora, transcurridos esos años, pero no pudo. Aun así, comprendió sin sorpresa que la amaba, que siempre la había amado.
– Sí -murmuró Jacob a su lado-. La niña. Sois un mago diestro, ciertamente, y habéis demostrado el talento de la curación, el Toque… Pero carecéis de otros dones, en particular el de la Visión, que necesitaréis para luchar contra vuestros enemigos. Y solo ella puede dároslos. De toda la Raza, solo vosotros dos tendréis tantos dones, y seréis los más poderosos.
Cuando pensó en verla de nuevo, le asaltó tal emoción que apenas pudo hablar.
– Rebbe… ¿cuándo podré…? ¿Cuándo nos encontraremos… los dos?
Jacob meneó la cabeza con añoranza.
– No puedo decirlo. Pero os diré esto… -Se volvió para señalar el tosco cuadro de coloridas esferas, que colgaba sobre ellos en fila-. Aquí, en lo alto, está Kether, la luz blanca, la Divina brillante. Y aquí… -bajó el dedo en zigzag, de esfera en esfera-, en el fondo, está Malkuth, la Reina que gobierna la Tierra. ¿La veis? Este es el sendero que el novio ha de seguir para encontrarse con la novia. Ha de superar muchos obstáculos antes de alcanzar la gloria, el poder de la Divina Unión…
De súbito, Luc sintió una punzada en su corazón. Por primera vez comprendió la inquietud que le había impulsado, la sensación de vacío que experimentaba incluso en compañía de sus seres queridos.