– ¿Cómo puedo esperar? -susurró al borde de las lágrimas-. ¿Cuánto tiempo he de estar separado de ella?
– Solo puedo ayudar en lo que me está permitido -dijo Jacob, con una tierna mirada de compasión en su rostro surcado de arrugas-. No puedo acercarla más a vos, pero os daré a saborear algo de lo Divino. Que el conocimiento de lo que os espera sirva de bálsamo para vuestra alma.
Se levantó y se colocó detrás de Luc, que estaba sentado en un precario taburete. Con sus grandes manos apoyadas sobre los hombros del muchacho, empezó a cantar con una voz tan potente y sonora que el aire de la habitación pareció vibrar:
Atoh… (Soy)
Malkuth… (el Reino)
VeGeburah… (el Poder)
VeGedulah… (y la Gloria)
LeOlahm… (eternos)
Amen…
Luc cerró los ojos y cantó con el rabino, porque había hecho el ejercicio durante meses y se creía muy ducho en él, en visualizar la luz que atravesaba su cuerpo y su ser y penetraba en las esferas del Árbol de la Vida, la sentía florecer en su corazón, anclar firmemente sus pies en la tierra, rodearle con su resplandor. Conocía bien la sensación que seguiría, de profunda paz y claridad.
Pero aquella noche, la sensación que experimentó trascendió todo cuanto había conocido hasta entonces.
Al sonar la palabra «Malkuth», las manos frías y huesudas de Jacob se entibiaron de repente. De ellas emanó un poder similar a un rayo, cegador hasta el aturdimiento, y Luc ya no supo dónde estaba ni fue consciente de la presencia de Jacob. En aquel momento se le antojó que había vivido una existencia ciega y lóbrega, y solo ahora, en su resplandor, podía ver en verdad, ver la Luz, convertirse en ella, en toda su gloria y belleza. En su interior no había límites, ni vida, ni muerte, ni tiempo, ni Luc, ni Edouard, ni Jacob, ni papá, ni mamá, ni iglesia, ni magia ni Tora… Solo una dicha inmensa y omnipresente que desconocía el pesar.
Tal vez estuvo en aquel lugar indescriptible durante una hora. Tal vez un día, un año, una vida, un segundo. No lo sabía. Pero cuando por fin regresó a su estado normal, Jacob estaba sentado a su lado con una sonrisa perspicaz.
– Habéis aprendido los mecanismos de la magia, mi señor. Vuestra dama está aprendiendo a morar en la Presencia. Ella es vuestro corazón, Luc, y cuando llegue el momento de que ella os inicie, moraréis en la Presencia juntos. Bien, ¿cómo la mesuraremos? ¿Qué nombre le daremos? ¿Dios, Zeus, Adonai, Alá? ¿Shekinah, Isis, Atenea? ¿Cómo la adoraremos, como la complaceremos?
El muchacho le ofreció la única respuesta posible. Primero una risita, y luego una estentórea carcajada que hizo bailar la llama de la vela. Aquella noche rieron juntos, en el gélido estudio de Jacob, mientras fuera la nieve se amontonaba como las fuerzas de la perdición.
El verano siguiente llegó la peste. Les comunicaron desde su casa que Nana había muerto, y que el Papa había caído gravemente enfermo pero se había recuperado. Por asombroso que fuera, la enfermedad esquivó la propiedad de Edouard, a sus criados y a los caballeros de la mesnie del castillo. Pero la ciudad sufrió sus estragos, y por más que Luc suplicó, Edouard prohibió a su sobrino que continuara visitando a Jacob.
Pasado un mes desde que la plaga remitiera, Edouard fue a la habitación de Luc.
– Querido sobrino -dijo-, debo darte malas noticias. Han quemado el gueto.
El muchacho se negó a creerlo hasta presentarse en el lugar donde se había alzado la casa de Jacob y arrodillarse en las cenizas, sollozando. Aun entonces, se dijo: Ha escapado. Está vivo en algún sitio y volverá…
Pero en el fondo sabía que su querido rebbe estaba muerto.
Durante los muchos años que siguieron, Luc soñó a menudo con la niña, aunque nunca podía hacerse una imagen clara de su rostro, salvo el de la cría de cinco años con la trenza negra. No obstante, sabía que Edouard practicaba con regularidad la Visión en círculo, y cuando estaban solos le suplicaba con frecuencia: -¿Qué has visto de ella? ¿Dónde está, qué está haciendo?
Edouard contestaba de manera críptica, sin ofrecer demasiados detalles: «Ahora es una mujer bonita», o «Es una plebeya», pero nunca nombraba la ciudad en la que habitaba ni hablaba de sus circunstancias.
– Solo dime dónde está -suplicaba Luc, y Edouard meneaba la cabeza.
– Aún no eres lo bastante fuerte, Luc.
– ¡Sí que lo soy! -gritó un día, agotada por fin su paciencia-. ¡Con Visión o no, mi magia es tan potente como la tuya!
Edouard frunció el ceño y se llevó un dedo a los labios.
Luc bajó la voz, pero su tono continuó apasionado.
– Me da igual que los criados nos oigan. Han pasado años, y ya no puedo esperar más… ¿No ves la agonía que me estás infligiendo al no hablarme de ella? ¿Por qué no me dejas ir a verla?
– Júrame que nunca volverás a ver a tu madre. Júrame que nunca volverás a casa, sino que irás directamente a la chica, y te lo diré.
El tono y los ojos de Edouard eran fieros.
Luc respiró hondo.
– ¿Cómo puedo…? ¿Cómo puedes pedirme eso? Fuiste tú quien me habló del sacrificio de mamá, cómo atrajo hacia ella el mal destinado a mí. ¿Y me pides ahora que la abandone, cuando ha sacrificado su cordura por la mía?
– Te lo pido -dijo Edouard con semblante sombrío-. Ella también te lo pediría. Tú y tu padre… estáis unidos a ella en el plano astral. En tu presencia, ella conoce tu corazón y tu mente. Y como también está unida a tu Enemigo, él también los conoce.
»Yo también estaba vinculado a ella. ¿Crees que esto es fácil para mí, Luc? Compartimos el útero de nuestra madre. Nadie estaba más cerca de ella que yo, nadie conocía mejor sus pensamientos, ni siquiera tu padre. Pero yo corté el vínculo. Lo corté, aunque partió mi corazón. Y no la volveré a ver, porque hacerlo podría comprometer mis sentimientos y permitir al Enemigo utilizar mi Visión.
»¿No ves el peligro, Luc? Si vas a encontrarte con tu dama ahora, si ella te inicia, pero no te separas de tu madre física, mental y emocionalmente… también la pondrás en peligro.
»He intentado protegerte lo mejor que he podido. Alejado físicamente de ella estás a salvo de cualquier mal. Había confiado en que el tiempo y la distancia disminuirían tu vínculo con Béatrice, pero sigue siendo fuerte.
– ¡Nunca abandonaré a mi madre! -insistió Luc con tozudez, y la situación se mantuvo así durante años.
En el ínterin, se convirtió en un perfecto escudero de Edouard, y luego en caballero por derecho propio. Combatió en escaramuzas contra el Príncipe Negro y adquirió reputación de soldado tan diestro como su padre y su tío.
Más adelante, otro grupo de invasores se unió a las fuerzas del príncipe Eduardo en Bretaña, y el rey francés llamó a las armas a todos sus súbditos. Tío Edouard y sus caballeros iniciaron los preparativos para la batalla. El plan consistía en encontrarse con Paul de la Rose en sus dominios, para luego desplazarse hacia el norte, sumarse a las fuerzas del rey Juan e interceptar al enemigo.
La mañana en que iban a partir, una hora antes del amanecer, Luc, demasiado excitado para dormir, se preparó. Afiló la espada y el cuchillo, reparó el escudo y la armadura. En verdad, temía la guerra, pues aunque albergaba escaso temor ante la perspectiva de morir (al fin y al cabo, contaba con poderes mágicos que le protegían), no soportaba los crueles horrores infligidos a los demás.
Pero en parte estaba ansioso, pues habían transcurrido años desde la última vez que viese a sus padres, y trataba de imaginarlos como eran ahora. El cabello de su padre habría encanecido un poco, sin duda, y quizá también el de su madre, pero en su mente los veía igual.
Mientras intentaba imaginarlos, alguien llamó a la puerta.