– Adelante -dijo Luc, y tío Edouard entró. Los dos caballeros que le acompañaban se quedaron fuera.
– Luc -dijo en voz baja-, he Visto que un gran peligro te aguarda en el campo de batalla. Te suplico que no me acompañes y permanezcas aquí, a salvo de todo riesgo.
En los últimos años el cabello rojizo de Edouard se había teñido de plata en las sienes y la frente, y arrugas de preocupación habían aparecido alrededor de sus ojos. Tenía el ceño fruncido a causa de la inquietud, y los ojos inyectados, como si no hubiera dormido en toda la noche.
Luc lo miró con incredulidad, y bajó el cuchillo que sostenía, así como la piedra que había utilizado para afilarlo.
– Dime que es una broma, tío.
La expresión de Edouard no cambió.
– Ojalá, pero tan grande es el peligro que te prohíbo venir.
Luc dejó el cuchillo y la piedra sobre la cómoda y se volvió hacia su tío.
– ¿Qué peligro? ¿Has olvidado que soy muy diestro en… esquivarlo?
Eligió estas últimas palabras cuando cayó en la cuenta de que los caballeros podían oírle. Sin duda, algunos caballeros de la mesnie también compartían las creencias de Edouard, cuando no su talento, pero, como le había dicho Edouard en una ocasión, «es mejor por tu seguridad, y por la suya, que no sepan quién eres».
– Tu vida -contestó su tío-. Tal vez algo peor…
– Soy muy capaz de proteger mi vida. Ya he estado en el campo de batalla más de una vez, tío, y nunca me han herido. Sé que te resulta difícil recordarlo, pero ahora soy un adulto, no un niño. Tengo veintiún años. Tendría que haberme casado hace años, y ya tendría hijos a estas alturas, de no ser porque me habéis mantenido alejado de ella.
– Luc…
– Me lo puedes prohibir, pero no estoy obligado a obedecerte.
– Lo sé -contestó Edouard con semblante sombrío y tomó aliento para seguir hablando, pero Luc le interrumpió de nuevo.
– Mi padre es el favorito del rey y yo he de mantener mi reputación. ¿Cómo puedo avergonzar a mi padre negando al rey, rehusándome a luchar al lado de mi padre y de ti?
– Precisamente es a causa de tu padre que no debes ir -dijo Edouard con ironía-. También podría ser utilizado como peón del enemigo contra ti.
– ¿Mi padre? -La voz de Luc tembló de indignación.
Dio la espalda a su tío con un veloz movimiento, cogió la piedra y el cuchillo y continuó afilando la hoja con furia, haciendo saltar chispas azules sobre la mesa.
– Mi padre nunca me haría daño.
– No, en efecto -admitió Edouard-. Ni tampoco tu pobre madre, si estuviera en su sano juicio.
Luc guardó silencio. El único ruido que se oía en la habitación era el roce de la piedra contra el hierro. Por fin, interrumpió su actividad.
– Si decido ir, tío, no podrás retenerme.
– Tienes razón. -Edouard hizo una pausa-. Te lo suplico, por el bien de ella. Pues si vas a la batalla, no solo te perjudicarás a ti mismo, sino que a ella le infligirás terribles sufrimientos.
Otro silencio. Luego, su tío dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta.
Luc dejó la piedra y el cuchillo una vez más y se sentó en el borde de la cama mientras exhalaba un suspiro. Quería mucho a su tío, y sabía que Edouard nunca le haría advertencias sin un buen motivo. Pero, por otra parte, también le sobreprotegía. Además, con el tiempo, Luc había llegado a lamentar la separación de sus padres, pese a las explicaciones. Si después de tanto tiempo no soy un mago poderoso, pensó, nunca lo seré.
Cuando se sentó en la cama, meditando y escuchando los sonidos de la madrugada, de los caballeros que entraban en el salón del trono para desayunar, cayó en un estado de trance.
Y Vio que su Amada le llamaba desde el campo de batalla. ¡Luc, Luc de la Rose, ayúdame! Estaba arrodillada en la tierra empapada de sangre, mientras miles de soldados, siluetas oscuras y afiladas, blandían hachas, espadas y escudos. Una lluvia de flechas cayó a su alrededor. ¡Luc, Luc! Sálvame una vez más. ¡Sálvame!
En la oscuridad solo su piel era pálida y brillante, como un faro. Incluso cuando le llamaba, su rostro era sereno, hermoso, resplandeciente.
Mientras miraba, una enorme figura borrosa corrió hacia ella, remolineando una gigantesca hacha sobre su cabeza, y luego descargó un golpe capaz de partir en dos aquel rostro adorable. La expresión de su Amada no cambió. Se limitó a levantar una mano con gracia, en un gesto de perdón.
Luc se erguía en medio de la visión, empuñando el cuchillo.
El rostro y la forma de Sybille se transformaron en los de su madre, las facciones hermosas y pálidas de una manera diferente, el porte recto y elegante. Y sus ojos, tan resplandecientes que casi lloró al verlos. Aún era esbelta, su cabello todavía era dorado, y tenía las manos justo encima de su corazón, como una monja cuando reza.
Luc, dijo, en un tono sereno pero apasionado, un tono que nunca le había oído en su vida, hijo mío, has de sumarte a los soldados cuanto antes. Tu Amada te necesita… Protégela antes de que sea demasiado tarde…
Cuando Luc despertó ya había amanecido. De hecho habían transcurrido muchas horas desde el alba, y comprobó alarmado que en la casa reinaba el silencio. Abrió los postigos de su habitación y descubrió que el gran patio, donde se habían congregado todos los chariots, estaba vacío. Era imposible que hubiera dormido tanto, que no hubiera oído el estrépito de las ruedas y los cascos de los caballos. Sin duda había sido obra de Edouard.
Pero Edouard no había logrado acallar las súplicas de ayuda de Béatrice de la Rose, y Luc se dijo: Al fin la Visión. Ha llegado el momento de que encuentre mi propio Camino, y a mi Amada… Y decidió que también había llegado el momento de liberar a su madre de las garras del Enemigo.
Si aún había caballeros ante la puerta de su habitación, Luc no les oyó. Procedió a realizar el ritual en silencio, después alzó el velo de invisibilidad, como Jacob le había enseñado tanto tiempo atrás.
Con cautela, abrió la puerta de la habitación…
Retrocedió cuando dos caballeros que estaban montando guardia se precipitaron hacia la habitación. Los burló con su magia y corrió por el pasillo que conducía hacia la planta baja y la libertad.
Desde los establos cabalgó a lomos de su corcel blanco, Luna, hacia el noreste, donde estaba su casa. No tardó más que unas horas, pero Luc, contento de ver la silueta del gran castillo, con las torrecillas recortadas contra el cielo, se sintió decepcionado al encontrar el patio vacío.
Papá y Edouard ya habían partido.
En ese momento estuvo a punto de espolear a Luna para continuar su camino, pero un extraño instinto lo paralizó. Se acercó a la puerta principal del castillo y ató su caballo, para luego subir en silencio, sin toparse con ningún criado, hasta los aposentos de su madre.
No era idiota. Aunque amaba a su madre con locura, se despojó de la espada y el cuchillo y los dejó en la antecámara, por si ella tenía un arma y trataba de utilizarla contra él. No habría armas en su habitación, y Luc era lo bastante fuerte para protegerse de cualquier agresión física.
Sí, habían pasado años desde la última vez que la había visto, pero aún recordaba dónde guardaban la llave de su habitación, y papá nunca la había cambiado de sitio. Cogió la llave, con miedo y anhelo al mismo tiempo, la introdujo en la cerradura herrumbrada y abrió de un empujón la pesada puerta de madera.
Una figura solitaria contemplaba los viñedos desde la ventana protegida con barrotes. Una mujer esbelta, vestida con lana esmeralda, un delantal de seda blanca y una toca del mismo tono, sobre la cual descansaba una corona de oro. Sus trenzas eran doradas y cuando se volvió hacia Luc, con los brazos cruzados, le miró con sus grandes y expresivos ojos esmeralda.
Luc lanzó una exclamación ahogada. La memoria le había traicionado. Había olvidado su profunda belleza… Ella le sonrió y Luc volvió a estremecerse.