– Luc -dijo la mujer, con el mismo tono usado en su sueño-. Luc, gracias a Dios, mi cariño, mi hijo…
Extendió los brazos y las mangas de seda se desplegaron como las alas de un ángel.
Lo decidió en una fracción de segundo: precipitarse hacia ella, correr el riesgo de vivir aquel venturoso momento con que había soñado. Así lo hizo, y experimentó ese momento, los brazos de su madre alrededor de su cuerpo, su voz, llorosa de amor, que le susurraba al oído:
– Oh, hijo mío, hijo mío, cuánto te he hecho sufrir, a ti y a tu padre, durante todos estos años… -Retrocedió y le admiró-. ¡Cuánto has crecido!
Y qué pequeña te has hecho tú, pensó Luc, sonriente, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
– Cuánto te pareces a tu padre -continuó ella- y a tu tío Edouard. Veo a los dos en ti…
– Pero madre -la interrumpió Luc-, ¿qué significa este milagro? Has estado tan… enferma durante tantos años, y de pronto vuelves a estar bien.
– Es un verdadero milagro -dijo ella, y rió, un sonido tan hermoso que Luc la imitó, una risa puntuada de sollozos-. Luc, querido mío, eres tú, ¿verdad? Te has hecho tan fuerte que tu Enemigo ha abandonado toda esperanza, después de tantos años de utilizarme contra ti… El buen Edouard tuvo razón al separarnos. Era mi única esperanza, y la tuya…
Le abrazó de nuevo, con tanto ímpetu que Luc se quedó sorprendido, pero al punto volvió a reír de sí mismo por tener miedo.
Ella le estrechó con fuerza y de pronto su expresión y tono se tornaron sombríos.
– Pero ya oíste mi advertencia. Has venido, aunque Edouard temiera por ti.
Luc asintió.
– He venido.
– Fui yo quien te envió la Visión. Tu Amada está en peligro. Edouard lo ha presentido, pero su Visión no es tan poderosa como la mía. Tal vez teme que te expongas al peligro si intentas protegerla. -Hizo una pausa y apartó un mechón de la frente de Luc. Su tacto era cálido, tan maternal que Luc tuvo que contener las lágrimas-. Fue tan extraño… La desdicha era terrible, indecible… -Lo dijo sin autocompasión o arrepentimiento-. Recuerdo que Paul vino a verme antes de partir con Edouard. Me dijo a donde iba, lo que iba a hacer… También me dijo que te habías quedado a buen recaudo en la propiedad de Edouard. Sé que intentaba tranquilizarme. Aún estaba en las garras del Enemigo. Había visto el peligro que acechaba a Sybille, pero no podía decírselo, no podía emitir el menor sonido. Con mis últimas fuerzas, procuré no hacerme daño a mí misma. Incluso intenté llorar, pero el Enemigo reprimió mis lágrimas. Tu padre se marchó sin que yo pudiera advertirle a él o a Edouard. -Su expresión se tornó radiante, beatífica-. Y después… Oh, hijo mío, pasé del infierno a la divinidad en un instante. Pues cuando estaba contemplando desde mi ventana la partida de mi marido, mi hermano y cientos de sus caballeros y escuderos, la locura me abandonó por fin, volví a ser yo misma y pude enviarte una advertencia. La Diosa ha intervenido. -Sonrió y sus ojos adquirieron un brillo de sabiduría-. Tu destino es marcharte, hijo mío. Y has de hacerlo ahora, deprisa, antes de que sea demasiado tarde.
Le dijo qué dirección había Visto tomar a los hombres. Y le empujó hacia la puerta con la misma firmeza que antes le había abrazado.
Cabalgó sin pausa. Cuando el sol estuvo bajo en el cielo, desmontó y condujo a Luna hasta un arroyuelo para que bebiera, y él también bebió, acuclillado bajo los brazos protectores de un gran roble.
Diversos sentimientos le habían espoleado. La inexpresable alegría de que su madre hubiera recuperado la razón, la preocupación por su padre, la exaltación y un doloroso anhelo provocado por la idea de que pronto vería a la mujer llamada Sybille. Sus manos temblaron cuando contempló el agua que contenían sus palmas ahuecadas, pero no vio su reflejo, sino el de ella cuando era niña. Incluso entonces, sus ojos habían sido hermosos y sabios. Los ojos de una mujer, de una diosa.
– Gracias -susurró con humildad, alzó las manos hasta los labios y bebió.
Detrás de él, a lo lejos, voces, el lento resonar de cascos de caballos, el crujido de ruedas: un ejército de centenares de hombres. Luc se levantó al punto, montó a Luna y desenvainó la espada. Se había mantenido alejado de los territorios dominados ahora por los hombres del Príncipe Negro, y a juzgar por la cadencia de las voces supuso que eran franceses. No obstante, existía el peligro de tropezarse con invasores ingleses, y algunos de los soldados de Eduardo eran franceses renegados.
Se acercó con cautela, protegido por los árboles, hasta que pudo ver con claridad el ejército, que había empezado a acampar. Cuando distinguió el estandarte (el halcón con las rosas), sonrió y espoleó a su caballo, al tiempo que lanzaba un grito de saludo.
Mientras iba preguntando, Luc se abrió paso hacia el centro del ejército de medio millar de hombres (más de trescientos de la mesnie de De la Rose, y doscientos de Trencavel, con su estandarte de la torre vigía), dejó atrás a caballeros con sus escuderos, ayudantes y portaestandartes, con sus sencillos chariots de madera para transportar armaduras, el gran atavío de la guerra, ropas de cama, comida (incluidas ovejas atadas a las carretas), cocineros y criados. Era como pasear por una pequeña ciudad, impregnada del olor a carnero asado, lo cual despertó el hambre de Luc, y cuando llegó al dosel a rayas rojas y blancas del campamento del grand seigneur, el sol ya se había puesto.
Al resplandor amarillento de la hoguera rodeada de piedras, el patriarca De la Rose estaba sentado ante la puerta de su tienda sobre una alfombra de piel de oveja. Iba cubierto de pieles de cintura para abajo. Como estaba enfrascado en una seria discusión con su lugarteniente, mientras consultaban un plano, no vio que su hijo ataba el caballo y se acercaba desde las sombras.
Luc se detuvo un momento. Hacía siete años que no veía a su padre, y en ese tiempo Paul había envejecido de una manera asombrosa. Su cabello rojodorado se había teñido de plata por completo, aunque sus cejas continuaban oscuras y pobladas. La inactividad había provocado que su cintura, pecho y cara se ensancharan, dejando pliegues de carne, y el dolor y el insomnio habían cincelado ojeras bajo sus ojos. Hasta sus movimientos eran lentos, como abrumado por la pena. Su corazón se había roto de nuevo, decidió Luc, por culpa de algo tan trágico como la locura de su esposa. Con una oleada de dolor inconmensurable, Luc comprendió que Paul no solo había perdido a su mujer, sino también a su hijo.
Aquella idea, combinada con la penosa apariencia de su padre, provocó que el joven caballero respirara hondo.
Al oír aquel tenue sonido, el grand seigneur alzó su rostro surcado de arrugas y escrutó la oscuridad. Le reconoció, y su expresión se tiñó de una esperanza temerosa de ser engañada.
– Luc -susurró al tiempo que se ponía en pie, sin darse cuenta de que las pieles caían al fuego y su lugarteniente se precipitaba a rescatarlas.
Los dos hombres avanzaron el uno hacia el otro con los brazos abiertos. Se abrazaron junto al fuego y las lágrimas fluyeron.
Mientras Luc estrechaba a su padre, una figura emergió de las sombras detrás de Paul. Era Edouard, con las facciones medio iluminadas por la hoguera, y en ellas se pintaba la expresión de derrota más profunda que su sobrino había visto jamás.
Despidieron al lugarteniente y a todos los criados. Edouard permanecía cerca, con los brazos cruzados, la mirada clavada en el fuego, mientras Luc, sentado al lado de su padre, comía carnero y explicaba a su progenitor que había soñado con su madre, para luego partir hacia la propiedad y descubrirla cuerda.
– ¿Cuerda? -susurró Paul-. Luc, no te burles de mí. ¿Quieres decir…?
– Hablo en serio, padre. Se ha recuperado y está preocupada por ti. -Luc bajó la vista para impedir que la fuerte emoción que sentía se viese en su cara-. Se alegró de verme de nuevo. -Alzó la vista a tiempo de ver encenderse una chispa en los ojos de Paul. Suavizó su expresión.