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Si había un momento que Luc aguardaba con un anhelo equivalente al de encontrarse con su Amada, era ese: saber que su madre estaba curada, ver desaparecer todo dolor de los ojos de su padre.

– Béatrice -dijo Paul a las tinieblas. Sus labios temblaron con una sonrisa-. ¿Es posible? Mi Béatrice ha vuelto a mí…

– Paul -le advirtió Edouard, al tiempo que se arrodillaba junto a su cuñado con un raudo movimiento. Cogió los brazos del seigneur por encima del codo, para que Paul tuviera que mirarle-. No deseo robarte tu alegría, pero creo que es un truco del Enemigo.

Paul rechazó la idea con una carcajada.

– Un truco… ¿Con qué propósito? ¿Partir el corazón de un anciano?

– Perjudicar a tu hijo.

– Te dije que estuve con mamá a solas -replicó Luc, furioso por la brusca crueldad de su tío-. Nos abrazamos, hablamos, y no alzó un dedo contra mí. Estaba preocupada por el bienestar de mi Amada. Ella, Sybille, se dirige hacia aquí, tío. Correrá peligro. Sin mi intervención morirá. ¿Por qué me advertiría el Enemigo de algo semejante?

Edouard se volvió hacia él con ira contenida.

– Para precipitarte hacia la perdición.

Luc se puso en pie.

– Corrí un grave riesgo. Estuve a solas con mi madre. Si el Enemigo hubiera deseado perjudicarme…

– Ya te he dicho que barrunté peligro para ti en el campo de batalla. Di, pues, que solo has venido para dar esta noticia a tu padre, que no has venido a luchar.

– No pienso abandonarle, tío. No hasta que él y mi Amada estén a salvo en casa.

– Edouard. -La voz, la expresión y los ojos de Paul se habían apagado de súbito, como si las palabras de su hermano hubieran extinguido una llama interna-. ¿Es esto cierto?

Edouard asintió con la vista aún clavada en su sobrino.

Paul se volvió hacia Luc.

– No debes venir con nosotros. La Visión de tu tío es infalible, hijo mío. Nunca ha fallado. ¿De qué me sirve recibir tan gozosas nuevas, el honor de luchar a tu lado, si sé que estás en peligro? Tal vez… -Palmeó el hombro de Luc para consolarle-, tal vez es cierto que tu madre ha vuelto con nosotros. ¿Quién sabe? Pero también debemos escuchar a Edouard.

– No puedes impedir que vaya al combate -insistió Luc-. Ni tampoco él.

Al oír aquella insolencia, Paul enarcó las cejas, y una peculiar inflexibilidad que había hecho a Luc temblar de pequeño embargó sus facciones, pero se transformó en una expresión de incertidumbre cuando miró de reojo a Edouard.

– Es verdad -suspiró el tío de Luc-. No podemos hacer nada, excepto matarle, y eso sería bastante difícil. Ha aprendido demasiado bien las lecciones de Jacob. -Respiró hondo y se acercó más a Luc, y con una humildad que su sobrino nunca había visto dijo-: Pero tal vez yo he sido un mal profesor. Tal vez no te he subrayado bastante, Luc, la importancia de matar el apego que sientes por tu madre.

– Oh, ya lo creo que lo has hecho -replicó Luc con cierta amargura-. Incontables veces me has dicho que no debía quererla.

– La palabra «amor» puede significar muchas cosas -insistió Edouard-. Compasión sigue siendo su definición más noble; apego, la peor. Porque el apego no deriva del amor verdadero, sino de un anhelo desesperado de seguridad, algo muy tenue en esta vida. Respeta a tu madre, hónrala por su sacrificio, ten compasión por ella… pero admite que representa un peligro para ti, un medio que el Enemigo tal vez pueda utilizar un día para acosarte.

Luc apartó la cara, irritado.

– Tu tío es muy sabio. Escúchale y quédate. Hazlo por mí -suplicó Paul a su hijo.

– Me quedaré, por el bien de mi Amada -replicó Luc.

Al cabo de un día, la lenta caravana formada por los ejércitos de De la Rose y Trencavel se fundieron con el del rey Juan. La enorme y creciente bestia (alimentada por la llegada de mesnies de otras casas nobles) continuó su camino hacia el norte, pues los exploradores habían informado que el Príncipe Negro había cruzado el Loira y llegado cerca de Poitiers, para sumarse en Bretaña al ejército inglés bajo el mando del duque de Lancaster.

Durante ese tiempo, Luc cabalgó al lado de su padre, que había conseguido una armadura adecuada para su hijo, en tanto Edouard, cosa rara en él, permanecía con sus propios caballeros, y ni siquiera acompañaba a su cuñado y su sobrino en las comidas. El gesto ofendió a Luc, no tanto como algo personal (pues se decía que cuando regresaran de la guerra Edouard comprobaría con sus propios ojos que Béatrice estaba sana y cuerda, y se arrepentiría de haber esquivado a sus parientes), sino porque apenaba a su padre, aunque Paul nunca lo había mencionado, y fingía alegría durante las largas conversaciones que sostenía con su hijo mientras viajaban juntos.

El tercer día, cuando el ejército se detuvo a mediodía para comer, llegó la noticia: el príncipe inglés había cruzado de nuevo el Loira en dirección contraria, hacia Poitiers. El contingente de tropas de Eduardo parecía no llegar ni a la mitad de las fuerzas del rey Juan, y sus hombres estaban cansados tras meses de asolar la campiña. La victoria francesa estaba asegurada.

¡A Poitiers! El grito se propagó por el extenso campamento, hasta que la tierra tembló bajo los pies de Luc, y él mismo se oyó gritar:

– ¡A Poitiers!

Pues era allí, tal como sabía su corazón, donde se encontraría por fin con su Amada.

Durante los dos días siguientes a la llegada de los ejércitos a Poitiers, los soberanos inglés y francés, azuzados por los enviados papales, llevaron a cabo denodados esfuerzos por negociar un acuerdo, pero al final ninguno se plasmó en papel. El destino de toda Francia estaba en juego.

El tercer día era domingo, y ningún bando violó su santidad con derramamientos de sangre.

A cada hora que pasaba, la inquietud de Luc aumentaba, porque sabía que Sybille se acercaba. Rezó para que apareciera antes de que la batalla comenzara, por su seguridad.

Pero antes del alba del cuarto día, Luc montó en Luna, revestido de su armadura, con un yelmo equino adornado con plumas escarlatas. A su lado se hallaba Paul de la Rose, con su sobreveste blanca inmaculada y la armadura bien bruñida.

Nadie les flanqueaba, y ante ellos se extendía un prado, la niebla… y los ingleses invisibles. Eran los primeros de la punta de lanza (llamada así por su forma) en atacar, y detrás de ellos se erguían cuatro portaestandartes, y detrás ocho caballeros de la mesnie de De la Rose. Paul se había ofrecido voluntario para encabezar el ataque, y Luc no quiso otro lugar que no fuera a su lado. No hablaron, en parte debido a la tensión y en parte al hecho de que los yelmos ahogaban los ruidos, de manera que era casi imposible oír los susurros y el tono de voz normal.

Luc nunca había entrado en combate sin que batallones le precedieran. La sensación de vulnerabilidad era abrumadora, pero no tardó en vencerla. Al fin y al cabo, había erigido con todo cuidado círculos dorados de protección alrededor de su padre y de él mismo, y también había dedicado una parte de su mente a concentrarse en la imagen de su Amada, protegida de la misma guisa. Si bien Edouard podía temer que la seguridad de su sobrino estaba comprometida como resultado, Luc confiaba plenamente en sus cualidades de mago.

Detrás sonó una fanfarria de trompetas: la señal de la carga. A su lado, el gran guerrero Paul de la Rose rugió y alzó su larga espada con la mano derecha -con la izquierda aferraba el escudo y las riendas-, y espoleó a su corcel negro.

En respuesta, los doscientos caballeros de la punta de lanza también gritaron, un sonido ensordecedor. El corazón de Luc empezó a latir con tanta violencia como los cascos de los caballos cuando se inició la carga hacia la niebla remolineante, que cubrió de humedad su cara. La cacofonía empezó a definirse en una frase inteligible:

«¡Por Dios y por Francia!».