Выбрать главу

Paul de la Rose, que aún alzaba su espada, gritó:

– ¡Por la dama Béatrice!

– ¡Por la dama Béatrice! -repitió Luc, y también alzó la espada cuando unas figuras surgidas de la niebla se precipitaron en su dirección, una ola oscura que fluyó entre su padre y él y acabó separándoles.

El resto de caballeros de la punta de lanza rodearon a los escasos soldados de infantería ingleses.

Luc hizo una mueca cuando descargó su afilada espada contra los hombros de un plebeyo. ¡Cuan injusto se le antojó! El enemigo había supuesto que los franceses se lanzarían a la batalla de la manera usual, sacrificando primero a sus plebeyos de infantería antes de que intervinieran los nobles montados a caballo…

Rezó una oración por el inglés cuando este gritó y cayó de rodillas presa del pánico, en tanto a su alrededor los caballeros gritaban jubilosos:

– ¡Victoria! ¡La victoria ya es nuestra!

Y en medio de aquella alegría, la locura descendió como una plaga de langosta. Llovieron flechas del cielo, tan velozmente mortíferas, tan oscuras y destructoras, que los franceses que habían lanzado sonrientes el grito de «¡Victoria!» murieron al segundo siguiente.

A su alrededor, Luc solo veía sangre, oía los chillidos de caballeros y animales, y el siseo estremecedor de las flechas cuando alcanzaban sus objetivos, pero no pudo permitirse sentir miedo. Aunque no podía ver a su padre, conservaba en su mente la imagen de Paul protegido, y se alegraba de que estuviera a salvo. Luc también estaba protegido. Las flechas siseaban junto a su yelmo, su cuerpo, los cuartos traseros desprotegidos de su montura, pero se clavaban en el suelo o en algún desgraciado situado detrás de él, fuera francés o un inglés que se interpusiera en el camino de alguna flecha lanzada por sus camaradas.

En menos de una hora, mientras Luc continuaba luchando, incapaz de superar la línea de plebeyos ingleses que seguían atacando, tomó conciencia de la mortalidad que le rodeaba, cortesía de los arcos. Tantos cadáveres franceses yacían en el campo que hasta los ingleses tropezaban cuando intentaban avanzar. Aun así, no se permitió dudar sobre la seguridad de su padre. Hacerlo pondría en peligro a Paul, que combatía a cierta distancia.

Alrededor resonaba el frenético grito en francés «¡Retroceded! ¡Retroceded! ¡Nos están matando a todos!». Y presintió, más que vio, el movimiento de un centenar de hombres, de un millar, que huían a su espalda, en dirección a la ciudad amurallada, pero él se quedó en su sitio, hasta que el rey o su padre le ordenaran marchar. No podían permitir la derrota. El Príncipe Negro no contaba ni con la mitad de sus hombres. ¿Cómo podían permitir sus compatriotas que tal desgracia se abatiera sobre el rey?

En el fondo de su corazón, sabía que su padre también se había quedado.

Luc combatió durante horas, hasta bien pasado el mediodía, cuando el sol ya había borrado todo rastro de niebla y recalentado su armadura hasta el punto de que tenía la ropa empapada de sudor. Luna se tambaleaba, por culpa de la sed y también del suelo, sembrado de tantos cadáveres que la única forma de avanzar era pisándolos. Por el bien del animal, Luc desmontó y lo ahuyentó, y el caballo galopó hacia la ciudad y el prado, donde los demás caballos sin jinete pastaban.

Luc continuó a pie. Si bien era difícil mantener el equilibrio, no era más fácil para los ingleses, que con sus armas y armaduras inferiores confiaban solo en sus arqueros para conservar la ventaja.

Casi de inmediato, Luc se enzarzó en combate de nuevo, cuando un soldado alto y pálido se abalanzó sobre él blandiendo un hacha. Guiado por el instinto, porque en plena batalla no había tiempo de reflexionar, Luc levantó la espada y paró el golpe. Se encogió al ver las chispas que surgían… Y detrás de él oyó un grito, demasiado suave para hacerse oír por encima del fragor metálico, de las exclamaciones de victoria y los chillidos de los agonizantes, pero lo oyó igualmente. Un sonido femenino, extrañamente familiar. Volvió la cabeza y miró.

Si ella muere, yo moriré también…

Ningún sueño o encantamiento podía ser tan vivido como la experiencia de volver a verla en carne y hueso. Ya no era una niña con trenzas sino una mujer arrodillada y con velo, con una cara en forma de corazón que era para él la esencia de la belleza, el rostro de la Diosa, la faz que esperaba ver desde hacía años.

En un dichoso instante de sacrificio (tan breve que no tuvo tiempo de hablar) la reconoció. Comprendió el peligro que le acechaba y debilitó con alegría su círculo de protección dorado para desplegarlo a su alrededor, con el fin de que pudiera continuar su misión.

Sintió la mordedura del hacha, una sensación primaria, salvajemente insoportable, hasta que solo existió el dolor. Después, un frío repentino que extinguió el sufrimiento y toda sensación física. Flotó libre y feliz, con la vista fija en el brillante cielo azul. Una bandada de aves oscuras voló sobre su cabeza… ¿o era que su visión flaqueaba? ¿O peor aún, una lluvia de flechas inglesas?

Al instante, la serena faz de su Amada, sonriente, beatífica, lo borró todo y pensó con felicidad absoluta: La he visto. Ahora ya puedo morir.

Oscuridad.

Después, un calor que brotaba del centro de su corazón. La mano de ella, viva y enérgica, que se movía por su cuerpo…

Despertó, y se descubrió vivo y sin dolor, ni siquiera con el cansancio de brazos y hombros producto de sujetar durante horas una pesada espada. Sus pensamientos, su visión, eran excepcionalmente diáfanos: la mujer llamada Sybille no había sido un sueño.

Se incorporó, descubrió que le habían quitado el yelmo y el peto hendido, tirados junto al hacha ensangrentada, y la vio a lo lejos, una menuda figura oscura cubierta con un velo, separada de él por una nueva oleada de soldados ingleses. Tío Edouard se la llevaba en su caballo, y si bien Luc experimentó alivio al ver que escapaba sana y salva, gritó:

– ¡Sybille! ¡Sybille!

Las palabras de Luc fueron ahogadas por gritos de guerra y el fragor de las armas cuando llegaron más franceses para rechazar al enemigo. Miró alrededor, desesperado por encontrar una montura, y recordó que había soltado a Luna, Rodó de costado y, con esfuerzo, se puso de rodillas. A su lado yacía el flanco asaeteado de flechas de un caballo muerto. Poco a poco se puso en pie, estorbado por su armadura.

El corcel de Edouard ya había desaparecido y Luc perdió las esperanzas de seguirles, de ver qué dirección habían tomado. Siempre había dependido de que la Visión de Edouard le guiara.

Pero en su mente, débil pero inconfundible, oyó el susurro de su Amada: Nos veremos de nuevo en Carcasona. Mientras las palabras silenciosas se formaban en su mente, una lúgubre sensación se apoderó de él.

Se había desmayado. De hecho, había muerto. Edouard había estado en lo cierto. La magia de Luc no había sido suficiente para protegerle, lo cual significaba que no había sido suficiente para proteger a su padre…

Luc intentó correr, dificultado por la armadura, sobre un terreno revestido de cadáveres y los enfrentamientos que se sucedían a su alrededor. No solo poseía la Visión, sino también el instinto de un soldado y el corazón de un hijo. Fueron suficientes para guiarle hasta el terreno pantanoso que separaba las posiciones inglesas del campo de batalla. Más allá, detrás de parras, detrás de matorrales y el flanco protector de una colina, se veían las empalizadas, construidas a toda prisa con madera y tierra, que protegían a los arqueros.

Cerca, medio hundido en la tierra pantanosa, Paul de la Rose, grand seigneur de Tolosa, yacía de perfil, con el escudo alzado para protegerse. Tal vez le habían derribado del caballo, o quizá había decidido plantar cara al enemigo a pie firme. No había más cuerpos cerca de él, pues era el único que había penetrado tanto en las líneas inglesas. Tan cerca había llegado de las empalizadas de los arqueros que numerosas flechas sobresalían de su peto. Se habían hundido tanto que las afiladas puntas sobresalían por la parte posterior de la sobreveste.