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Luc cayó de rodillas, al tiempo que lanzaba un grito, y le quitó con dulzura el yelmo. El cabello de su progenitor estaba húmedo, y la cara todavía brillaba de sudor. En sus ojos abiertos, enmarcados por cejas fruncidas, no se leía miedo ni odio, solo una singular determinación.

Por la dama Béatrice…

Con fuerza imposible, Luc arrancó una por una las flechas del cuerpo de su padre, hasta que al fin pudo levantar el pesado peto. El pecho de su padre, en un gran óvalo desde el esternón al ombligo, no era más que un profundo charco de sangre coagulada.

Sollozando, respiró hondo y se esforzó por convocar el calor que le había sobrecogido años antes, cuando de niño se había deslizado en la cama de su padre y apoyado las manos en el muslo hinchado de Paul de la Rose.

Hundió las manos en el charco de sangre que era el pecho de su padre e inclinó la cabeza, a la espera. A la espera del calor, la paz, la temblorosa vibración. Pero no obtuvo nada. Había curado una vez a Paul, y su talento había aumentado con los años. ¿Por qué ahora Dios, la Diosa, el poder divino de Kether, le volvían la espalda?

Luc alzó la cara hacia el cielo y gritó de furia, no contra los ingleses, ni contra sí mismo ni contra su fracaso, pues no había sabido proteger a su padre, sino contra el destino cruel que había decretado que los amantes Béatrice y Paul, tantos años separados, nunca volvieran a encontrarse en carne y hueso.

Arrancó la gran espada del puño de su padre. La hizo remolinear sobre su cabeza y se lanzó hacia el corazón de la batalla, sin escudo, peto o yelmo que le protegiese.

Nunca supo cuánta sangre había derramado ni cuánto tiempo estuvo luchando, porque el dolor roba el presente y solo deja el pasado. Pero antes de ponerse el sol, la mayor parte del batallón, compuesto de la más alta nobleza, había sucumbido o caído prisionero. Y el abatido rey Juan, con un gesto desgarrador, rindió su guante al enemigo.

Y Luc, asombrosamente incólume, aunque su corazón sufría por una doble pena, abandonó la espada de Paul de la Rose y volvió junto a su padre, a cuyo lado se tendió.

Pasó la noche junto al cadáver, fingiéndose muerto cuando los ingleses se acercaron en busca de supervivientes. Al amanecer, el campo fue abandonado, salvo por los muertos y los cuervos hambrientos. Los ingleses se habían apoderado de los carros dorados y los magníficos corceles de De la Rose, pero Luc consiguió encontrar una robusta yegua y un carro desvencijado. Cargó trabajosamente el pesado cuerpo de su padre sobre el carro. Solo la desesperación del dolor lo hizo posible.

Si bien había anhelado abandonar el campo de batalla y seguir a Sybille, no sabía adonde había ido, y su dolor lo teñía todo, salvo el amor y el sentido del deber hacia sus padres. ¿Cómo podía negar el derecho de Paul de la Rose a ser enterrado en el panteón familiar?

El regreso al hogar supuso una agonía insoportable, al pensar en la tarea que le esperaba. Hubo períodos de entumecimiento emocional, y estaba tan cansado que cualquier movimiento le resultaba dificilísimo.

Pero nada resultó más difícil que el momento en que, tras llegar a casa y entregar el cadáver de Paul a los sirvientes, Luc entró en la habitación de su madre y ella se volvió hacia él.

Sus grandes ojos esmeralda estaban cubiertos por un velo de lágrimas, y antes de que Luc pudiera decir una palabra, le dirigió una temblorosa sonrisa y habló con voz ronca.

– Sé que murió con honor y con mi nombre en los labios. Sé también que le protegiste hasta morir. Libera tu corazón de toda vergüenza, hijo mío, pues has actuado con hidalguía y sinceridad… Es mi deber y privilegio cuidar del cuerpo de tu padre, Luc. Quédate conmigo. Consolémonos mutuamente.

– Madre -murmuró el joven, y la abrazó entre sollozos, mejilla contra mejilla-. Madre, he vuelto para devolverte el cuerpo de papá, pero no puedo quedarme aquí. Debo…

– Encontrarla. -Ella le apretó con sorprendente pero suave fuerza, y apoyó una mano en su mejilla-. Lo comprendo, pero ¿adonde ha ido, hijo mío? ¿Sabes dónde está?

– En Carcasona -respondió al punto, recordando el mensaje mudo que Sybille le había enviado.

– Carcasona -susurró Béatrice, como si la noticia fuera una revelación-. Ah, pero no ha regresado allí. Ha encontrado obstáculos en el camino. Está perdida y se encuentra en peligro, y ahora necesita tu ayuda…

Antes de que pudiera contestar, la habitación de su madre se disolvió alrededor de ambos (no podía ver ni su cuerpo ni el de ella), y se transformó en un espeso bosque de árboles centenarios, cuyas ramas cargadas de hojas casi ocultaban el sol. Hacía frío y estaba oscuro, rebosante de árboles de hoja perenne y teñido con las primeras llamaradas del otoño. De vez en cuando el grito lejano de un cuervo rompía el silencio.

Recordó los cuentos que Nana le narraba mucho tiempo antes: bosques encantados donde vivían hechiceros dentro de los árboles, donde los niños extraviados vagaban durante siglos y nunca envejecían, donde las hadas se refugiaban debajo de hongos. Aquel lugar parecía místico.

A través del laberinto de ramas y enredaderas, una figura solitaria, cubierta con una capa y oculta la cara por una capucha negra, avanzaba sobre una gruesa alfombra de hojas muertas y agujas, y a cada paso liberaba la fragancia de los pinos. Su cuerpo era menudo y esbelto, sus movimientos femeninos, gráciles y enérgicos.

– Sybille -susurró el joven, tanto para ella como para sí-. Madre, ¿dónde está?

Intentó zafarse del abrazo de Béatrice, pero se descubrió ceñido con más fuerza. Por primera vez, un hilo de miedo, delicado como si lo hubiera tejido una araña, rodeó su corazón.

La empujó con fuerza, el rostro congestionado, la frente perlada de sudor, hasta que sus brazos temblaron y se rindieron. Y su madre siguió sujetándolo con firmeza.

– Perdida -contestó Béatrice con voz apesadumbrada. Cuando continuó, lo hizo con voz grave como la de un hombre-. Está perdida, como tu madre, en un mundo de locura.

– No -susurró Luc, y al punto sintió pánico. Era verdad, tenía miedo (durante toda su vida había albergado un miedo profundo y secreto) de que cuando su Amada y él estuvieran juntos por fin, él fuese la causa de que se volviera loca… como había sucedido con su adorada madre.

En aquel instante comprendió la sabiduría de su tío Edouard: al aprender a distanciarse emocionalmente de Béatrice, alcanzaría la estabilidad emocional necesaria para distanciarse de su miedo secreto hacia Sybille. «El amor no es apego -le había dicho Edouard en una ocasión-. El verdadero amor es compasión y nunca conduce a la desdicha. Pero el apego, que deriva de nuestro anhelo de seguridad, es una trampa.»

Y ahora estaba atrapado en esa trampa que le había tendido el Enemigo.

– Oh, sí, querido mío -susurró Béatrice en una parodia de voz femenina-. Tal es la maldición que infliges a las mujeres que amas. ¿Te gustaría verla tal como está ahora? ¿Quieres ver lo que le has hecho?

La figura encapuchada se volvió hacia ellos, y con voz profunda y diferente (que Luc conocía pero era incapaz de localizar) se mofó:

– ¿No me conoces, Luc? Porque yo te conozco a ti, a tu madre, a tu tío y a la mujer que atormenta tus sueños… Soy tu verdadera Amada, pues solo yo deseo que alcances tu mejor y más santo destino.

– Libera a mi madre y a Sybille -pidió Luc-. Libéralas. Solo un cobarde atacaría de una forma tan tortuosa. Siempre has deseado apoderarte de mí. Bien, muéstrate, y resolvámoslo a solas.

Incluso mientras pronunciaba esas palabras comprendió el grave peligro que corría. Pero no quería esquivarlo, por el bien de las dos mujeres que amaba.

Si no a mí, al menos podré salvarlas a ellas…

Arriesgaría su vida con tal de salvar a Sybille.

– Sí, sálvala, Luc -le reprendió el Enemigo con los labios de Béatrice-, y yo te enseñaré el rostro de un enemigo aún peor, el rostro que tu dulce Sybille no se atreve a mirar.