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Poco a poco, con deliberación, la figura se bajó la capucha y reveló la cara ancha de un hombre que llevaba el capelo rojo de cardenal. Mientras Luc miraba, la faz del cardenal empezó a cambiar, a fluctuar, a rielar como agua bajo una piedra… y a transformarse en otra.

Cuando la transformación concluyó, Luc lanzó un grito de horror al ser despojado de voluntad y mente, al tiempo que las manos de su madre apretaban con fuerza su garganta…

19

Michel volvió en sí en plena noche. No podía afirmar con certeza que se había despertado, puesto que no estaba dormido, y era muy consciente de que había presenciado la vida de Luc de la Rose. Y si bien su fe en Dios no había disminuido un ápice durante los dos últimos días, y tampoco su honestidad, en verdad se sentía menos un hombre hechizado que uno capaz de Soñar.

Por consiguiente, cuando la visión finalizó, experimentó, al igual que Luc, un desesperado anhelo de volver con la mujer llamada Sybille. Pese a la oscuridad, llenó la lámpara de aceite casi vacía y se llevó la llama con él.

Mientras atravesaba la habitación exterior miró al padre Charles, pero el sacerdote seguía pálido y respirando con dificultad.

Salió del monasterio silencioso y se adentró en las frías calles de la ciudad, y desde allí caminó hasta la cárcel.

Tuvo que acudir a un generoso soborno para ser aceptado, pues el centinela, un hombre con cara de pocos amigos, con una nariz rota que se desviaba a mitad del puente en un ángulo alarmante, supuso que el escriba había acudido a aquella hora intempestiva para abusar de su prisionera. Michel accedió a entregar una livre de oro al día siguiente, de lo contrario el carcelero le denunciaría.

Una vez en la celda de la abadesa, descubrió que no estaba dormida. Al contrario, parecía haber estado esperando su llegada. Al verla, frágil, apaleada y agotada, experimentó una oleada de amor y admiración tan intensa que la necesidad de postrarse de hinojos ante ella, de besar su mano, casi le dominó. ¿Cómo podía ser mentira un relato tan henchido de reverencia y belleza?

Pero Michel no deseaba asustarla declarándole sus sentimientos. Además, quedaba poco tiempo, pues Chrétien llegaría por la mañana. Se sentó y, movido por la fuerza de la costumbre, extrajo de su bolsa una tablilla de cera y un puntero.

– Le curasteis en el campo de batalla -dijo-. ¿Fuisteis consciente?

La abadesa le miró.

– Luc -prosiguió-. Le curasteis en Poitiers. Regresó a casa con su madre, a quien el Enemigo utilizó para matarle. Y ahora sé, por lo que me habéis contado y lo que he soñado, cómo murió. Pero no entiendo por qué sabiendo su historia, y su triste final, era tan importante para vos enviarme los sueños.

– Aún no lo sabéis todo -contestó la mujer-. Y debéis saberlo, como él lo sabía.

– No entiendo qué más hay que saber. Pero sé que debo escuchar el resto de la historia -replicó Michel-. Sabéis por qué estoy aquí, madre. Solo nos queda esta noche. Sea mi padre o no, Chrétien ha de contar con algo más que relatos aventureros y heréticos. Ha de obtener vuestra completa confesión, y aún no habéis hablado de Aviñón. Creo que ahí residirá el argumento más convincente de vuestra inocencia.

– Aún no acabáis de creer, ¿verdad? -preguntó la abadesa. Exhaló un suspiro y empezó.

SEXTA PARTE

SYBILLE

AVIÑÓN Octubre de 1357

20

Fue Edouard quien recuperó milagrosamente su caballo y me montó en él, con las piernas ensangrentadas. Lo sé porque él me lo dijo, pues debido al dolor abrumador, y a que había pasado de la Presencia de la Diosa a la mortalidad más descarnada, solo podía chillar el nombre de Luc. Con la mejilla apretada contra la sobreveste empapada de sudor del caballo, recuerdo que intenté deslizarme al suelo para regresar con mi Amado, pero Edouard me lo impidió.

El entrechocar del metal, una y otra vez, tan cerca de mis oídos que mis dientes castañeteaban. Tuve la impresión de que se prolongaba durante horas, en tanto yo, presa de un delirio agónico, me esforzaba por ver a Luc, al menos por sentir su presencia, saber que el intento de resurrección se había visto coronado con el éxito.

Nada. No sabía si vivía o estaba muerto.

Por fin, me desmayé a causa del dolor (es paradójico que no pueda curarme a mí misma, ¿verdad?). Desperté en una posada lejos de Poitiers, en una cama, con Edouard y Geraldine sentados a cada lado.

Sonreí a Geraldine, contenta de volver a verla, pero su expresión, por lo general dulce, era severa y en sus ojos percibí tanta rabia, dolor y decepción que mi sonrisa se desvaneció, y emití un grito de pánico.

Cuando dirigí la Vista hacia mi Amado, y luché por averiguar dónde y cómo estaba sentí…

Nada. Casi nada. Antes le veía con la claridad de una llama brillante, pero en aquel momento solo sentí los últimos jirones de humo de la mecha extinguida. Es el fantasma de su espíritu, pensé, y rompí a llorar con amargura.

– Sí, llora -dijo Geraldine con voz desprovista de compasión-. Llora, porque el Enemigo se ha apoderado del espíritu de Luc y solo tú puedes liberarle. Llora, y jura por la Diosa que nunca volverás a enfrentarte sola al Enemigo hasta que hayas plantado cara al miedo más grande. Solo entonces podrás liberar a tu Amado de una eternidad de desdicha.

Pensé en aquel devorador de almas temerosas, en todos aquellos, perecidos en las llamas, que había devorado, para acrecentar así su poder. Mis lágrimas cesaron, y juré.

Jamás permitiría que el Enemigo se apoderara del espíritu o la magia de mi Amado.

Así regresé al convento, y Geraldine y la madre Madeleine me cuidaron durante meses. El dolor y la sensación de derrota amenazaban a menudo con vencerme, así como la culpa por escuchar a mi corazón en lugar de a la Diosa. Mi estupidez, mi engreimiento, habían costado todo a Luc, pero hice de tripas corazón. Solo había una cosa que hacer: encontrar su espíritu y liberarlo de las garras del Enemigo.

Durante ese tiempo trabajé con cautela bajo la tutela de Geraldine con el fin de recuperar mi Visión, pero por más que lo intentaba no Veía nada de Luc (solo sentía un jirón fantasmal de su presencia, como el humo de un fuego extinguido) ni del Enemigo.

Durante meses no pude caminar sin ayuda, pero viajé mucho, pues envié mi Visión por todo el mundo: Luc de la Rose… ¿Adonde has ido? Amigos, templarios, ¿habéis visto a Luc de la Rose, en esta vida o en la siguiente?

Nadie le había visto. Ni siquiera Edouard, que se había refugiado en nuestro convento disfrazado de monje laico, descubría el rastro del sobrino con el que había estado tan unido.

– Está muerto -sollozaba-. Tal vez tendría que haberme quedado con él, tal vez…

Pero recobraba la razón y recordaba que, si no me hubiera rescatado, casi con toda seguridad yo habría muerto.

Transcurrió el tiempo. Probé muchos métodos mágicos, en el vientre del convento, en el Círculo, rodeada de mis hermanas y Edouard, pero todo fracasó. Daba la impresión de que el alma de mi Amado se había consumido por completo.

Durante el mismo tiempo trabajé en el Círculo para enfrentarme al futuro Enemigo, aquel vacío de todos los vacíos que había visto durante mi primer Círculo con Noni, y también cuando Jacob me inició. Y cada vez, cuando la imagen acababa de formarse, gritaba de terror y no Veía nada más.

De todos modos, sabía qué me esperaba fuera de la seguridad del Círculo.

No tengo excusas por tanta cobardía.

Después, al cabo de más de un año de investigar, de confiar, de convivir con el fracaso, me senté una tarde a descansar al sol, después de trabajar un rato en el jardín del convento. El aire era agradable aquel día, portador de un frescor que preludiaba el otoño, pero al sol se estaba bien. Cerré los ojos y alcé los ojos al cielo.