Era la faceta de Aviñón que se presentaba al público: belleza decadente.
Pero con ella llegaba el hedor omnipresente a aguas fecales, el más repugnante que había percibido en mi vida, como si bajo aquella capa rutilante de galas y colores la ciudad se estuviera pudriendo como un cadáver ataviado con elegancia en pleno verano.
Sobre la plataforma dorada, sentados cómodamente en los bancos almohadillados, había tres hombres. «Dos cuervos», como habría dicho mi Noni, dominicos con hábitos negros, las capuchas echadas hacia atrás para exhibir el forro blanco, y un pavo real, un gran cardenal con ropa talar de seda roja deslumbrante, ribeteada de armiño blanco en el cuello, los puños y el dobladillo. Atendiendo a la gravedad de su misión había desestimado el sombrero de ala ancha en favor de un simple gorro.
Dos cuervos y un pavo real. El pavo real era el Enemigo, y el cuervo más joven y apuesto, el futuro Enemigo.
Y entonces, como la Sybille niña que se había puesto de puntillas en el carro, vi por fin a mi Amado.
Un único prisionero, empujado por un guardia, subió a la berma. Era joven, casi esquelético debido a meses de encarcelamiento y hambre, entorpecido por grilletes y cadenas en los tobillos y las muñecas. Aunque su cuerpo estaba pavorosamente debilitado, su ánimo permanecía firme, pues aunque cada paso era una agonía, su porte revelaba orgullo.
¿Había sido alguna vez apuesto? Imposible decirlo, teniendo en cuenta la ira de Dios desatada sobre sus facciones. El puente de la nariz estaba medio aplastado entre los ojos, y se desviaba a la izquierda en un ángulo alarmante. La piel de esa zona tenía un tono púrpura. Las fosas nasales y el labio inferior estaban incrustados de sangre reseca.
Su visión me despertó una piedad indecible, pero no me separé de la Diosa. Albergué compasión por el inquisidor y la víctima, y esperé. Esperé instrucciones. Esta vez no iba a poner en peligro a mi Amado.
El prisionero fue conducido hasta el poste y sujeto a él. Las gavillas estaban amontonadas alrededor de sus rodillas, hasta la altura de las caderas.
Y entonces el pavo real le formuló una pregunta:
– ¿Tienes alguna última cosa que decir?
– ¡Sí! -gritó el prisionero-. Lo que adoráis como Dios es en verdad un demonio, un demonio que controla vuestro mundo mediante el terror, y ciega vuestros ojos al verdadero Dios…
– ¡Guardias! -gritó el futuro Enemigo y, en respuesta, el guardia que escoltaba al prisionero le golpeó ferozmente con el pomo de la espada en la sien izquierda, y el mango casi le arranca el ojo.
Cuando el joven lanzó un chillido de dolor, incapaz de contener el ojo lastimado, que colgaba sobre la piel de sus mejillas mediante filamentos verdes y azules, la multitud compuesta por nobles, mercaderes acaudalados y piadosos clérigos rugió en señal de aprobación.
El dolor y la indignación que experimenté amenazaron mi calma, pero me aferré a la compasión de la Diosa, incluso a la alegría de la Diosa, y Vi mi Camino. Desmonté, susurré una orden mágica a mi montura y corrí entre la muchedumbre, con rapidez y facilidad, más que humanas, a través de una muralla de cuerpos impasibles y chariots de madera. Ni siquiera me detuve en la hilera de guardias que rodeaban la berma, sino que pasé con facilidad entre ellos, pese a que no había hueco. No repararon en mí hasta que llegué junto al prisionero, hasta que me agaché y recogí su ojo aplastado y sanguinolento, tibio en mi mano, y lo devolví a su cuenca y compartí con su alma la dichosa comunión de lo Divino.
Sonreí y retiré mi mano, y el joven me devolvió la sonrisa, todo miedo y rabia desvanecidos, henchido ahora de un singular júbilo.
– He sido rescatado por un ángel -dijo con alegría. Sus dulces y atormentadas facciones se iluminaron de alegría cuando nos miramos en aquel instante infinito-. Un verdadero ángel enviado por el verdadero Dios.
La muchedumbre, ruidosa hasta ese momento, guardó silencio. El guardia que había propinado el golpe se hallaba cerca y contemplaba el diálogo, demasiado estupefacto para reaccionar. Por fin, algunos se persignaron y susurraron oraciones. Otros gritaron «¡Es un milagro!», «¡Es inocente!» y «¡Ella es un ángel!». Otros permanecieron en silencio, con el rostro teñido de incertidumbre, incluso de miedo. Miraron a los hombres sentados en la plataforma en busca de directrices. El más corpulento y mayor (el pavo real, mi Enemigo escarlata) miraba al prisionero y a mí con los dientes apretados de furia.
– ¡Escuchadme! -gritó con voz atronadora a la multitud-. Este hombre es un hereje de la peor especie. Ya le habéis oído llamar demonio a nuestro amado Señor. Y la mujer que le ha curado no es más que su consorte en la magia, una bruja, llegada para engañaros y haceros pensar que es inocente.
– Pero eminencia… -empezó uno de los dominicos de la plataforma.
– ¡Silencio! ¡Guardias! ¡Detenedla y traédmela aquí! Los demás, proceded con la ejecución.
Cuando un verdugo acercó una antorcha a los leños dispuestos a los pies del prisionero, los guardias me alejaron por la fuerza. Por un momento la Diosa no me concedió el poder de escapar. Mi corazón protestaba con todas sus fuerzas, aunque yo sabía que esa era Su voluntad y tuve que resignarme, de lo contrario sucedería algo peor todavía. Pero al principio me debatí y grité a mi amado:
– ¡Luc! ¡Luc de la Rose, juro que encontraré una forma de liberarte!
Fui conducida a la parte posterior de la plataforma, donde mi Enemigo, el cardenal, ya había descendido para encontrarse conmigo. Era corpulento y alto. Tuve que alzar la cabeza para verle. Bajo el casquete rojo, su pelo gris era espeso y ondulado. Tenía un lunar pálido y redondo a un lado de su corta nariz, y las bolsas que aparecían debajo de sus ojos tiraban de los párpados inferiores, dejando al descubierto el rojo de las cuencas. Le rodeaba un aire lúgubre. Su presencia parecía matar toda alegría, todo aire, toda luz. En otro tiempo, el miedo se habría apoderado de mí al verle. Ahora solo experimenté compasión y piedad, pues su poder nacía de un odio hacia sí mismo tan inmenso que se proyectaba hacia el resto del mundo; del odio hacia sí mismo, y de la desdicha acumulada de almas aterrorizadas.
Era esa desdicha, dirigida contra la madre de Luc, Béatrice de la Rose, lo que la había enloquecido.
¿Le había sorprendido mi repentina aparición? No lo sé, pero en su rostro se vio una expresión de satisfacción y orgullo malignos, como diciendo «Bien, ya has visto qué he hecho con tu Amado. Le has perdido para siempre. Y ahora tú también estás en mis manos. ¿Quién es ahora el más poderoso?».
Esperaba que yo llorara de horror por lo que había hecho a Luc, que temblara de miedo por lo que me haría a mí. Pero no había lágrimas en mis ojos.
Amparada por la Presencia, hice un esfuerzo y le sonreí. Incluso logré quererle. Lo vio en mis ojos, cosa que le enfureció.
– Por fin, vuestra eminencia -dije-, nos encontramos en carne y hueso.
– Pagaréis por ello, madre -amenazó. Lo imaginé devorando a mi Amado, miembro a miembro, devorando su propia esencia, mientras yo estaba a su lado, despojada de mi poder y sonriente-. Acabáis de realizar un acto de brujería ante cientos de testigos. -Dio media vuelta e indicó a los guardias que le siguieran.
Yo también le seguí, sin olvidar a los dos cuervos que continuaban en la plataforma y al prisionero todavía arrodillado en la pira, rodeado de leña, alcanzada ya por las llamas.
Mi corazón se partía. Quedaba muy poco tiempo para que el alma de Luc se perdiera y yo no soportaba la idea de estar separada de él ahora que le había visto de nuevo. Pero la Diosa habló: Para salvarle, ahora has de abandonarle.