Era la única forma. No pude ver el desenlace. He tenido que vivir paso a paso este torturante juicio, sin rendirme jamás al dolor, solo a la dicha.
Nunca me di cuenta de lo duro que sería mi destino.
Su eminencia el cardenal nos guió por una puerta lateral que daba acceso al palacio papal.
Dicen que ese palacio es el edificio más sólido y hermoso del mundo, y es verdad. Recorrí largos corredores, atravesé estancia tras estancia, y mirara donde mirase (suelo, paredes, techo) veía una obra maestra, en forma de losa bajo mis pies, o creada en pintura y hoja de oro sobre mi cabeza. El anterior Papa, Clemente, había recibido en vida muchas críticas por sus escandalosos dispendios, y aún más después. Sin duda había pagado una fortuna al pintor Giovannetti durante los años que trabajó en el palacio. Mientras pasaba, vi recrearse relatos de la Biblia en las paredes, escena a escena, mientras santos y ángeles nos observaban desde lo alto y centelleantes mosaicos de caballeros perseguían animales fantásticos en jardines de flores estilizadas.
Todo esto alojado en estancias tan espaciosas que, aunque nos cruzamos con mucha gente (jerarquías de la curia, sacerdotes, nobles, cardenales, además de ayudantes y criados), en ningún momento nos rozamos con nadie.
Caminé entre belleza y fastuosidad, pero lo único que veía era la fealdad, el mal agazapado debajo. Lo único que sentía era el sufrimiento de las almas torturadas.
Mis anfitriones me escoltaron en silencio hasta lo que parecía una cámara privada. El pavo real llamó a la puerta con brusquedad, y luego la abrió con infinita confianza en sí mismo.
Entró con celeridad. Los guardias y yo le seguimos con idéntica presteza, y la puerta se cerró a nuestra espalda.
Esta estancia era más pequeña que algunas por las que habíamos pasado, pero su gloria no era menor, con murales de temas pastoriles, arqueros que disparaban contra ciervos y bañistas desnudas.
Sobre almohadones de terciopelo, en un trono dorado detrás de un escritorio, estaba sentado el papa Inocencio VI. Había visto un retrato de él en una ocasión, pero no se le parecía en nada. La propia Diosa me dijo a quién me enfrentaba.
No entendía por qué mi Enemigo me había traído aquí en lugar de llevarme directamente a una mazmorra. No cabía duda de que él (y la Diosa) tenían algo en mente.
Tras cinco años en el trono, a la edad de setenta y cinco, la barba de Inocencio aún conservaba una sorprendente cantidad de negro. En lugar de la gloriosa corona papal, se tocaba con un gorro de terciopelo púrpura que le cubría las orejas, pero su manto era de un pesado brocado escarlata, bordado con tanto hilo de oro que destellaba al menor movimiento.
No cabía duda de que en otros tiempos había sido un hombre robusto, de espalda y pecho anchos, pero ahora tenía la espalda encorvada, y el pecho y el estómago hundidos. Su piel poseía un tono amarillo enfermizo, y los labios eran pálidos, pero aún conservaba casi todos los dientes. Su nariz descendía en una línea recta y afilada que terminaba en una V, como la punta de una flecha.
– Santidad -dijo mi Enemigo al tiempo que se acercaba a él. Hizo una genuflexión y besó el anillo de Inocencio con tal rapidez que no dobló la rodilla, ni sus labios tocaron otra cosa que el aire.
– Domenico -dijo el anciano, irritado-. ¿No ves que estoy en mitad de…?
En lugar de terminar la frase, levantó la mano, surcada de venas azules, del apoyabrazos del trono y la volvió para señalar con el índice a un joven escriba que le leía de un pergamino.
– Os ruego me disculpéis, santidad -dijo el Enemigo-. Pero tengo una peligrosa prisionera con la que hemos de proceder rápidamente…
– ¡Aja! -replicó Inocencio-. ¿Así que has traído el peligro a mis aposentos privados? Muy amable por tu parte. -Me miró con ojos empañados por la edad, y una comisura de su boca se curvó ante la idea de que una mujer tan menuda representara tanta amenaza-. ¿Quién es?
– La abadesa del convento franciscano de Carcasona, la madre Marie Françoise -dijo el Enemigo. Los guardias que me escoltaban no reaccionaron ante esta información, como si fuera lo más natural del mundo que un eminente cardenal reconociera a una humilde monja procedente de una ciudad lejana.
– Ah. -La expresión del Papa se concentró. Su mente seguía lúcida después de tantos años. Como Etienne Aubert, antes que Papa, había sido profesor de leyes en Tolosa-. Esta es la abadesa de Carcasona que curó al leproso, ¿verdad? Mucha gente cree que es una santa, Domenico. La opinión de la diócesis de Tolosa es que se trata de milagros inspirados por Dios. ¿Existe algún motivo para pensar lo contrario?
– En efecto -contestó mi Enemigo-. Ha vuelto a curar, pero esta vez a un malhechor enviado al cadalso, miembro de otro de esos cultos nacidos de la herejía gnóstica. Le habría ahorrado una muerte justa si no se lo hubiéramos impedido.
– Pero hasta Cristo curó pecadores… -repuso Inocencio con indulgencia, pero su boca se cerró de repente, sus dientes castañetearon y su cabeza se ladeó extrañamente hacia el cardenal, como manipulada por un titiritero inexperto.
Una vez más, los guardias no dieron muestras de que se tratara de un acontecimiento extraordinario.
Y el cardenal, con un brillo de triunfo en los ojos clavados en mí, los labios curvados en una mueca de satisfacción, dijo al Santo Padre:
– Dictaréis ahora mismo a este escriba una orden dispensando del número normal de testigos exigidos para formular cargos y proceder a un arresto; una orden que también dispense de los requisitos necesarios para sentenciar a muerte a un hereje. Madre Marie Françoise, este es el nombre del criminal.
Inocencio obedeció y su escriba tomó nota, mientras los guardias esperaban, y todos se comportaban como si no estuviera ocurriendo nada extraño, algo de índole mágica.
Mi Enemigo, que seguía mirándome, mostró los dientes y al fin comprendí por qué había expuesto al Papa a mi presencia, en teoría peligrosa: arrogancia cruel. Estaba orgulloso del control que ejercía sobre Inocencio y sus secuaces. Se refocilaba en el miedo que yo debía sentir al contemplar tanto control. No quería otra cosa que verme sufrir y saber que era él quien infligía el sufrimiento.
Tal vez pensaba que mi docilidad temporal se debía a su energía, no a mi devoción a la voluntad de la Diosa. Tal vez se refocilaba también porque creía que había ganado, que yo estaba en desventaja sin mi Amado. Que yo era la Diosa sin su consorte, la dama sin su señor, como mi Enemigo se había convertido, por propia elección, en un señor separado de su dama, Ana Magdalena. Porque había nacido en Italia de madre italiana y padre francés, y se llamaba Domenico Chrétien.
Ay, pero no comprendía el sacrificio que Noni había hecho por mí. Solo comprendía el miedo, pero no el amor, y por tanto ignoraba mi suprema iniciación.
Se volvió por fin hacia el Papa para ver cómo cumplía sus deseos, y de repente me encontré libre en el seno de la Diosa, libre para moverme y cumplir su voluntad.
Una vez más, mi corazón lamentó que no me dirigiera al lado de mi Amado al punto, pero obedecí, confiada. Mientras Inocencio dictaba, me desvanecí del mundo visible y huí sin que nadie se diera cuenta, huí de los guardias, de mi Enemigo y del palacio papal.
Invisible, guiada por la Divinidad, corrí a una parte diferente del palacio, donde vivían los miembros de la curia con sus ayudantes y criados en magníficas estancias. Fui de habitación en habitación, recorrí un pasadizo mal iluminado y llegué a una espléndida cámara privada, con una vasta antesala calentada por el fuego que ardía en el hogar. Había sillas doradas con almohadones de brocado, suelos de losas cubiertos de alfombras de armiño, tapices que plasmaban escenas bíblicas, incluyendo una imagen escandalosa del Edén antes de la Caída. Un par de grandes candelabros de oro descansaban sobre una mesa oscura sobre cuya superficie había grabada una estrella de seis puntas. Habían encendido los diez cirios (hacía poco, a juzgar por su altura) a la espera de que regresara su propietario.