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Cogí un candelabro, avancé hacia el tapiz del Edén y alcé una esquina, que reveló un muraclass="underline" unos afligidos Adán y Eva expulsados del Edén, cubierta su desnudez con hojas de higuera, el pelo rubio de Eva cayendo en cascada sobre sus blancos pechos. Apreté con fuerza la mano sobre la imagen del arcángel, espada en mano, dispuesto a impedir el regreso de los expulsados del paraíso. Se oyó el crujido de piedra contra piedra cuando la pared se deslizó hacia dentro y se abrió a la oscuridad. Entré.

Ya había estado en este lugar con la Visión y sabía lo que me esperaba. Sin embargo, nada más entrar lancé una exclamación ahogada.

Los inviernos de Carcasona y de mi Tolosa natal raras veces son crudos, pero hay ocasiones en que el mistral sopla con tal furia y frío que me roba el aliento. Tal fue la sensación que experimenté cuando entré en aquella habitación sin ventanas, oculta dentro de los gruesos muros del palacio: un frío tan profundo que apenas pude respirar. Pero no se trataba de una sensación física. Era un frío que quemaba, los susurros de un millar de almas que habían perecido en el miedo y la agonía, la voz de mi Noni que llamaba: Domenico…

El olor a humo, tanto astral como físico, impregnaba la guarida de mi Enemigo.

Sostuve en alto el candelabro y proyecté su resplandor sobre la habitación circular. En cada una de las esquinas se alzaba un candelabro de pared alto como un hombre y la mitad de grueso, cada uno decorado con una imagen diferente: águila, león, hombre, toro. En la del este descansaba el altar de ónice centelleante.

Sobre el altar se exponía un repugnante espectáculo: un ave carbonizada rodeada de ceniza y astillas chamuscadas, los restos de una pequeña jaula. En el frío suelo de mármol había tres plumas blancas, dos de ellas moteadas de sangre. Cerré los ojos y recreé la imagen de la paloma que batía sus alas contra los barrotes en llamas que la aprisionaban.

Tú, la brisa traicionera cuando nació el bebé…

Una cadena que culminaba en un talismán dorado rodeaba las alas ennegrecidas y el cuello de la paloma. La leyenda grabada era ilegible, porque el metal se había fundido por completo y mezclado con el esternón del ave, hasta su pequeño corazón.

Sabía lo que representaba la paloma. El Enemigo sabía que yo había Visto a Luc antes de mi venida. Me había estado esperando, me había preparado una trampa. Al principio flaqueé y pregunté a la Diosa: «¿Por qué me has traído aquí? ¿Para abandonarme? ¿Para que me rinda a la llama?».

Pero enseguida supliqué perdón por esos pensamientos. Me concentré en buscar un medallón en particular, el Sello de Salomón que Jacob había regalado a Luc muchos años antes. No cabía duda de que estaba en las garras del Enemigo, tal vez en el altar, al lado o debajo de la paloma. Recordé que Noni había utilizado el mío para entorpecer mis poderes mágicos. Si podía encontrar el de Luc y destruir el mal vertido en él, recuperaría sus poderes y podría liberarse antes de que yo fuera capaz de hacerlo.

Encendí las velas, empezando por el este y avanzando de derecha a izquierda con la llama del candelabro. La penumbra se disipó un poco y reveló que me encontraba dentro de un círculo mágico dibujado en el suelo. Imágenes de dioses lujuriosos, pintados en las paredes curvas y en el techo abovedado, oscilaron en las sombras.

Cuando hube terminado, dejé el candelabro y cerré los ojos de nuevo, pero esta vez no debido al dolor, sino en señal de entrega a la Diosa, porque necesitaba con desesperación su protección y ayuda en este lugar malvado.

Ayúdame, recé en silencio. Ayúdame a descubrir lo que hay oculto aquí…

Y por mediación de los ojos de la Diosa, Vi, oculto bajo los restos carbonizados de la paloma, una pieza de plata con un signo mágico inscrito. Estaba envuelta en seda negra y atada con un cordel.

Pero no era el talismán que tanto anhelaba encontrar, pues controlaba el corazón y la mente del papa Inocencio. Caminé hacia el altar, y en mi estado de calma aparté el cadáver del ave sin la menor emoción. Desenvolví el signo, y con la magia de la Diosa invertí la carga y liberé al Papa de las garras del Enemigo.

Susurré una promesa a las demás almas encarceladas en la habitación: «Volveré algún día para liberaros».

Después, me concentré en la Diosa, me abrí, abrí mi Visión, y formulé una pregunta: «¿Dónde encontraré el talismán de Luc?».

La respuesta fue pronta: el talismán no está aquí.

No estaba allí.

El pánico me amenazó, pero me serené y recé de nuevo: «¿Qué debo hacer aquí para que mi Amado se salve?».

No hubo respuesta.

De nuevo: «¿Qué debo hacer aquí para que mi Amado se salve?».

Nada.

No podía hacer nada para salvar a mi Amado. Nada. Y cuando lancé un gemido de dolor, perdí mi centro divino y supe que el Enemigo me había sentido, que sabía adonde había ido y que venía en mi persecución.

Lo único que podía hacer era huir.

Corrí, invisible. Corrí a través del gran palacio, con el alma abrasada. En mi mente yo era la paloma que batía las alas hasta que sangraban contra la gloriosa jaula dorada que me rodeaba. Era como si los cuadros de los santos me miraran a través de un muro de llamas. ¿Cuántos habían padecido también el martirio?, me pregunté.

Santos y sacrificio, muerte y fuego. Me sentí asfixiada por el humo, pero llamé en silencio a mis templarios, a mis caballeros, pues sabía que me habían seguido hasta esa ciudad santa, celestial, profanada e infernal.

«¡Venid! ¡Venid! ¡A la berma de ejecuciones! El Enemigo me persigue, y no sé qué ha sido de nuestro señor…»

En la calle, los cielos se habían abierto. Era media tarde, pero reinaba la oscuridad de la noche. La lluvia no caía en gotas sino como una espesa cortina, y el viento la empujaba contra mi cara.

No malgasté mi poder en protegerme de la lluvia. No estaba con ánimos. Porque la plataforma de los inquisidores estaba vacía, se habían llevado los bancos, retirado y doblado el toldo, aunque el furioso viento ya lo había desgarrado y golpeado contra la pared del palacio.

La plaza estaba desierta.

Sobre la berma, el poste al que habían atado el prisionero estaba carbonizado y caído. Los troncos se habían consumido. Se habían llevado los huesos y restos del cuerpo. Me arrodillé y lloré, con una mano apoyada en las cenizas restantes, mientras el viento y la lluvia se las llevaban.

Mi Amado había muerto. Pregunté a la Diosa: «¿Por qué? ¿Por qué me has traído hasta aquí, solo para mostrarme la derrota? Ahora, pertenece al Enemigo más que nunca…».

Retumbar apagado de cascos sobre el barro. Mis caballeros habían acudido. Me habían traído un caballo. Me enjugué las mejillas con una mano sucia, manché mi cara de lágrimas, ceniza y muerte antes de que la lluvia las lavara.

Al principio no pude levantarme. No podía abandonar el lugar donde había visto por última vez a mi Amado. Anhelaba seguir a los inquisidores, averiguar lo que quedaba de él.

Ojalá no hubiera sido humana, no hubiera tenido corazón.

El tío de Luc, Edouard, desmontó de su corcel para ponerme en pie y guiarme hasta mi caballo.

Cabalgamos hacia casa, hacia Carcasona. Era la mayor locura, y yo lo sabía, pues sería el primer lugar en que el Enemigo me buscaría. Pero era el Camino que la Diosa me había mostrado. Era como una antorcha. Solo podía Ver eso en el oscuro futuro, y nada más.

Al sentir el sabor de mi destino en la boca, ácido y metálico como sangre, escupí.

Cabalgamos durante horas, a través de la noche y la lluvia interminables, sobre rocas resbaladizas, sobre colinas, a través de valles y prados hasta que olí la fragancia de la lavanda y el romero, aplastados bajo mis pies. Casi habíamos llegado a casa.