Por fin, el agotamiento y la oración me calmaron lo suficiente para Ver un poco más. En la huida no podía haber victoria, pues el futuro solo auguraba más enfrentamientos entre el Enemigo y yo, y ninguno de ellos lograría liberar a mi Amado de su horrísona prisión.
Ríndete, susurró la Diosa. Es la única oportunidad de la Raza. Ríndete.
Solo quedaba la más ínfima posibilidad de éxito, un hilo tan fino que cualquier tirón lo partiría. Pero como era la última esperanza, cedí. Pese a sus protestas, despedí a mis caballeros.
Y me rendí a la Diosa.
Me rendí a mi Enemigo.
Me rindo.
Esta es mi historia. No hay más que decir.
SÉPTIMA PARTE
LUC
21
– Si vuestro relato es cierto, entonces yo soy el futuro Enemigo -dijo Michel en voz baja, apenado-. Y soy el culpable del sufrimiento y la muerte de Luc.
Porque había estado aquel día en la plataforma de los inquisidores de Aviñón, sentado entre el cardenal Chrétien y el padre Charles. Había sido lo que Sybille llamaba «el cuervo más joven», el futuro Enemigo. Fue él quien increpó encolerizado al guardia para que castigara la declaración herética del prisionero, para luego horrorizarse de los resultados de su acto. Fue su primera quema, la que le había obligado a salir de su celda para vomitar. Y Chrétien había sostenido su cabeza para consolarle.
Había visto a Sybille, es decir, a la madre Marie Françoise, sin saber quién era. Al igual que la muchedumbre, se había quedado atónito al verla aparecer de repente junto al prisionero, y aún más estupefacto cuando devolvió a su sitio el ojo arrancado del hombre.
Al punto, supo en su corazón que había presenciado un verdadero milagro de Dios. Supo al punto que era una santa, porque se había sentido invadido por lo que ella llamaba «la Presencia», la dulce, libre e innegable presencia de lo Divino. Cuando averiguó que era la abadesa de Carcasona, famosa por curar a los leprosos, se convenció por partida doble de que había evocado en él una verdadera experiencia mística, y que el cardenal Chrétien y el padre Charles se equivocaban al calificar el acto de brujería.
Por eso se sintió muy inquieto cuando Chrétien la había detenido y encarcelado.
Y presenciar, preocupado por lo que había sido de ella, la muerte del hombre al que acababa de curar se le antojó monstruoso a Michel. Dios había hablado. Dios había querido salvar la vida de aquel hombre, pero los dos hombres a los que Michel más amaba se ocuparon de que la curación fuera en vano, de que el hombre muriera en una espantosa agonía.
Comprender ahora que el prisionero había sido Luc…
Bajó la cara, se masajeó la frente y la sien con los dedos y sollozó.
– Sois el futuro Enemigo -confirmó en voz baja Sybille, incluso con ternura-, pero vos no matasteis a Luc de la Rose.
El monje alzó la vista, irritado consigo mismo y con su debilidad moral.
– Tal vez no de una forma directa. El honor recae sobre Chrétien y Charles. Pero yo fui su cómplice, obligado a levantar la voz contra cualquier error, y no hice nada por detenerles…
– El padre Charles no es más que un inocente mal aconsejado, pero aún no habéis comprendido -le interrumpió Sybille. Sus labios se entreabrieron y su mirada reflejó pena, compasión, amor-. Luc de la Rose no ha muerto.
– ¿Que no ha muerto? -Michel se incorporó en la silla, como alcanzado por un rayo-. Pero yo le vi morir. Avivaron las llamas, para que la ejecución se llevara a cabo con presteza, antes de que la tormenta…
– El prisionero al que curé no era Luc de la Rose.
– Sybille hizo una pausa y le miró-. Luc de la Rose está vivo. Y ahora está sentado delante de mí.
Durante un larguísimo momento Michel no comprendió nada.
– Por eso me rendí al Enemigo -añadió ella al cabo-. Porque Vi que su arrogancia le impulsaría a enviaros como escriba, y ese sería mi mayor tormento. Pero también me ha brindado la oportunidad de contaros vuestra historia e intentar liberaros. Porque si vos, el Señor de la Raza, os convertís en Enemigo de vuestro pueblo, estamos perdidos.
Por un instante, Michel vio en su mente la imagen de Sybille en la berma de ejecución, gritando «¡Luc de la Rose! ¡Juro que encontraré una forma de liberaros!». Se había dicho que estaba hablando al prisionero, pero ¿acaso no había visto que se volvía hacia la plataforma, tal vez hacia Michel?
Y en aquel momento (¿por qué no lo había recordado antes?) su corazón respondió con un reconocimiento y un amor tan intensos que no pudo negarlo. Se derramaron sobre él, sin trabas, y creyó.
Los sueños de Luc se le habían antojado tan reales porque eran sus propios recuerdos, que Sybille le había devuelto. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Ella se había dejado capturar, había padecido toda clase de torturas y ahora afrontaba la muerte, para salvarle.
Al punto, una angustia mental se apoderó de él con un dolor casi físico, la sensación de que unas garras de halcón se clavaban en su cráneo, e inclinó la cabeza.
– Imposible -susurró-. Imposible. Chrétien y Charles me rescataron de un hospicio. Viví una vida muy diferente a la de Luc…
– Recuerdos falsos, inculcados por arte de magia una vez Chrétien tomó el control de vuestra mente.
– Sybille, conmovida por sus sufrimientos, se inclinó con cierta dificultad y apoyó una mano hinchada en la suya como para aplacar su dolor-. Conserváis el recuerdo del cardenal sosteniendo con afecto vuestra cabeza, cuando os sentisteis indispuesto después de la ejecución, ¿verdad?
Michel asintió, demasiado trastornado para hablar.
– Dime, amor mío, ¿cómo es posible? Durante ese rato Chrétien dirigió un registro del palacio papal en mi busca. A continuación salió en mi persecución a caballo. ¿Cuándo se mostró tan cariñoso Chrétien? ¿Antes del registro del palacio? ¿O antes aun, cuando me condujo ante el Papa? ¿Antes de que montara a caballo para seguirme hasta Carcasona?
Al instante, Michel recordó que el padre Charles había intentado prohibirle llevar a cabo el interrogatorio: Ella te ha hechizado. La voz de Sybille, cuando le había replicado: Estáis hechizado, hermano, pero no por mí.
Michel gimió en voz baja y dejó que ella alejara sus manos de su cerebro turbado. Carecía de respuestas para su lógica. De hecho, no deseaba otra cosa que ponerse en pie y sacarla de la celda, derribar al centinela, en caso necesario, para ayudarla a escapar…
Pero existía una barrera en su mente (tal vez religiosa, pensó, nacida de la educación de un monje) que le mantenía clavado en su asiento, incapaz de obedecer las órdenes de sus sentimientos.
– Se ha apoderado de tus recuerdos… y de tu poder -continuó Sybille mientras palmeaba con ternura sus manos. Al sentir su contacto, experimentó de nuevo aquella descarga de energía-. Tu madre no te mató, aunque el Enemigo asesinó tu mente. Aun así, me reconociste cuando me viste en Aviñón, y supiste que la curación era un acto de santidad. Por eso no gritas de indignación cuando acuso a tu «padre» de ser el Enemigo.
»La verdad es que no es tu padre. La verdad es que has estado bajo su dominio en Aviñón desde hace más de un año. Si te hubieras criado en el palacio del Papa desde niño, hijo del poderoso Chrétien, a estas alturas ya serías obispo. Pero eres un escriba, y esta es solo tu segunda inquisición. ¿Cómo es posible?
– No lo sé -susurró Michel, y se estremeció debido al esfuerzo de pronunciar esas palabras-. Pero si me habéis dicho la verdad, ¿por qué no he recobrado la memoria?
– Chrétien aún la retiene. -Sybille hizo una pausa, y su expresión, serena hasta el momento, se tiñó de dolor, con la pasión y el anhelo de una mujer terrenal-. Amado Luc -dijo por fin, con voz temblorosa de emoción-. He esperado tanto tiempo encontrarte para decirte… Si pudieras confiar en mí por un momento…