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Hizo ademán de abrazarle, aunque el dolor que le causaban sus movimientos era evidente. Michel anheló devolverle el abrazo, pero una vez más una barrera invisible le contuvo, y le obligó a retroceder.

Ella te ha embrujado, hijo mío. Todo es mentira, una seducción diabólica.

Combatió la voz silenciosa de Chrétien con un pensamiento desesperado: «Deja que me entregué a ella. La he esperado, la he conocido, durante toda mi vida. Durante cien vidas…». Pero no pudo levantarse y extender los brazos hacia ella.

Sybille dejó caer las manos y bajó la cabeza para que él no la viera llorar.

– Haría cualquier cosa por salvaros de la pira -dijo Michel, conmovido.

La mujer negó con la cabeza, con el rostro todavía oculto.

– Lo harías -dijo luego-. Pero no puedes, porque aún estás bajo el control de Chrétien. Si quieres ayudarme, antes has de recuperar tus poderes y recuerdos.

– ¿Cómo?

Sybille levantó la vista, con las mejillas y los ojos brillantes de lágrimas.

– Tienes un Sello de Salomón idéntico al mío. Chrétien lo cogió cuando te capturó, pero aún no puedo Ver dónde lo ha escondido. Si lo encontraras y me lo trajeras, podríamos devolverte tus poderes. Pero es una tarea muy peligrosa.

– No puedo hacer algo semejante -graznó Michel sin saber si lo hacía porque consideraba a su padre adoptivo incapaz de algo semejante (en caso de que dicho talismán existiera), o porque, como Sybille insistía, Chrétien le impedía acceder.

Ella asintió, comprendiendo que se refería a lo último.

– Será muy difícil pero puedes conseguirlo si te abandonas a la Diosa y no te rindes al miedo. El Enemigo se alimenta del terror. Aumenta su poder y nos hace vulnerables. Por eso tuve que hacer frente a mi miedo de plantar cara a mi Amado convertido en el Enemigo -acarició su mejilla para consolarle-, antes de venir a Aviñón para encontrarme contigo. Así te capturó Chrétien, pues tu peor temor es que algún día me empujes a la locura, como creíste erróneamente que habías hecho con tu madre. -Hizo una pausa y se reclinó contra la pared de piedra-. Ve. Haz lo que te he dicho y medita en tu Sello de Salomón extraviado. Deja que la Diosa te guíe hasta él.

Michel se fue, a sabiendas de que quedaban escasas horas para tomar la decisión de dejarla escapar, ir con ella… o entregar su confesión al cardenal. Tanto su cuerpo como su mente estaban doloridos, y sus pensamientos se sucedían en rapidísima sucesión, como presa de un delirio febril.

La amo… Pase lo que pase, he de ayudarla a escapar. No puedo permitir que muera. Es una verdadera santa.

Es una bruja, y deberían condenarla. Eres un peón del diablo, Michel, si te dejas manipular así por una mujer. ¿Por qué crees que ardes en deseo ante su presencia? Es un hechizo, un simple hechizo, y tú eres un completo imbécil…

Que Dios me ayude. Que Dios me ayude. Me han hechizado, y no sé quién ha sido.

Mientras regresaba a toda prisa al monasterio, todavía de noche, vio el palacio del obispo al final de la calle, y mientras miraba las puertas se abrieron de par en par para dejar paso al gran chariot dorado que ostentaba el emblema del cardenal Chrétien.

Caminó sin rumbo. Pero al final llegó junto al lecho de su mentor.

Apenas vivo, el padre Charles yacía inmóvil en la cama, y tenía el aspecto de ir a morir de un momento a otro. El único sonido que se oía en la habitación, aparte del crepitar del fuego, era su respiración entrecortada. En la silla cercana, el hermano André dormía profundamente.

Michel, sin decir palabra, sacudió el hombro del anciano monje. André se despertó sin hacer ruido. Michel le indicó con un gesto que se retirara, cosa que él hizo con el mayor sigilo, como si existiera la remota posibilidad de molestar al paciente. Sin embargo, cuando el monje llegó al umbral de la puerta, dio media vuelta y comentó en voz baja:

– He curado a muchos afectados por la peste. Nunca he visto a uno combatir a la muerte durante tanto tiempo, amigo mío. Guardaos vuestras oraciones para él. No me cabe duda de que Dios las escuchará.

Cuando André hubo salido, Michel se acercó a su amado mentor, apoyó una mano sobre su pecho y el lino recalentado por la fiebre que lo cubría. Los pulmones de Charles estaban inundados de líquido, sus labios agrietados y entreabiertos revelaban unos dientes amarillentos. Tenía las mejillas hundidas y cenicientas, y los párpados del tono púrpura del ocaso.

El joven monje se sintió abrumado de pena y dolor. Se arrodilló junto a la cama, y apoyó la otra mano en el pecho de Charles. Y lloró.

Al instante, una imagen se formó en su mente: la del niño Luc, que se deslizaba por el castillo en penumbra hasta la habitación de su padre enfermo.

El muslo hinchado de su padre, hasta alcanzar el doble del tamaño normal, bajo una cataplasma de mostaza. El hedor a carne podrida. La tristeza sustituida de repente por una sensación de bienestar, de calor, de hormigueo bajo la piel de Luc, dentro de sus órganos vitales, de una felicidad jamás conocida…

Y una sensación de cumplir un propósito. De sus pequeñas manos sobre la pierna de su padre, y el calor hormigueante, el amor que transmitía a su padre, que se renovaba sin cesar, de forma que Luc nunca se vaciaba…

– Diosa -susurró Michel con el rostro húmedo de lágrimas apretado contra las sábanas de Charles-. Diana, Artemisa, Hécate, comoquiera que os llaméis, escuchadme: yo también me rindo a vos. Me rindo. Me rindo, y devolvedme los poderes que me corresponden por derecho de nacimiento. Fluid a través de mí, como hicisteis cuando curé a mi padre hace tanto tiempo, y curad a este pobre hombre, el padre Charles. Es cristiano, pero un buen hombre, y aunque ha matado a muchos de la Raza, cuando comprenda su error se arrepentirá. ¡Ayudadme, Diosa…!

Rezó así hasta que su corazón se sosegó. Y entonces se puso en pie, con las manos todavía apoyadas en el esternón de Charles.

Una sensación de calor vibrante, de dicha, empezó a descender sobre él. Por un instante Michel sonrió, cuando imaginó al sacerdote, con sus ojos oscuros abiertos de sorpresa y alegría, diciendo: «Michel, Michel, querido sobrino, me has salvado…».

Mientras el joven monje le observaba, los ojos de Charles se abrieron poco a poco, así como sus labios. Un leve toque de color apareció en sus mejillas.

– ¿Padre? -preguntó Michel, transido de emoción.

– Michel -siseó el sacerdote, con los ojos mirando algo que había más allá. Tan débil era la voz de Charles, que el joven monje bajó la cara hasta que casi tocó los labios del anciano-. ¿Ella te ha ganado para su causa?

– Sí, padre, pero ahora estáis curado, por Dios, gracias a ella. Vais a poneros bien. ¿Lo comprendéis?

Sí. Los labios del sacerdote formaron la palabra sin emitir sonido alguno. Después, con repentina energía, como si una fuerza externa hubiera pronunciado las palabras por él, añadió:

– Me adentro ahora en las fauces del infierno.

Exhaló un largo suspiro.

El rostro de Charles se desencajó y sus ojos se desenfocaron, inexpresivos. Un repentino chorro de bilis negra rezumó por su boca y cayó sobre la sábana.

– ¿Padre? -preguntó de nuevo Michel, esta vez con una nota de pánico en su voz.

Sybille le había advertido que no debía rendirse al miedo, pero no había dicho nada acerca del dolor. Retiró las manos, ahora temblorosas, del pecho del sacerdote y aplicó el oído sobre su corazón. Permaneció así durante un largo momento, pero el tórax del padre Charles no volvió a levantarse, ni su corazón a latir.

Michel, atormentado por el dolor más horrible, elevó la cara hacia el techo y aulló.

– Yo le he matado -gimió Michel, arrodillado a los pies de Chrétien y aferrando las faldas del cardenal, como un niño inconsolable tira de las faldas de su madre.

Había huido del monasterio al palacio de Rigaud y gritado ante la puerta hasta que por fin le dejaron entrar. En la antesala de uno de los aposentos de invitados, Michel se arrojó a los pies del sobresaltado cardenal.