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– ¡Querido padre, debéis ayudarme! He pecado. He dejado que su magia me tentara y sedujera…

Chrétien, descalzo y con la cabeza descubierta, vestido con un camisón ribeteado de encaje, cubierto en parte por una capa de seda roja, extendió la mano y levantó al agitado monje.

– Michel, hijo mío, sea cual sea el problema, lo solucionaremos. Ven, siéntate y cálmate.

Condujo al monje al interior de su cámara, capaz de acomodar con holgura a treinta monjes y provista de todos los lujos imaginables: cirios de cera de abeja colocados en palmatorias de oro sobre una mesilla de noche (en apariencia, para invitar al impensable lujo de leer en la cama), un orinal con la tapa pintada, una jofaina de porcelana y un jarro de agua, suaves pieles que protegían los pies descalzos del frío mármol, una pesada cortina de brocado alrededor de la cama, a prueba de ojos curiosos y que impedía la entrada de la luz de la luna. En el techo había un fresco de una Eva de espesas pestañas, con el pubis rubio oculto casi por completo tras las plumas desplegadas de un pavo real, aunque su cabello dorado no conseguía ocultar por completo sus pechos, mientras ofrecía con aire seductor una manzana roja a un vacilante Adán.

Chrétien condujo a Michel hasta un par de sillas acolchadas y le obligó a sentarse, mientras iba a buscar un vaso de vino.

– Bebe -ordenó Chrétien, al tiempo que le tendía el vaso y se sentaba ante Michel-. Después habla.

Michel obedeció. Habló nada más tragar el líquido y recuperar el aliento.

– Vuestra eminencia, os suplico perdón. Me he dejado influir por la hechicera Marie Françoise. Casi me convenció de que siempre había sido su consorte y de que vos me habíais embrujado para persuadirme de que era Michel, vuestro hijo. Me había convencido de ayudarla a escapar, y también me persuadió de que yo poseía poderes mágicos. -No pudo reprimir un sollozo ronco-. Que Dios me asista. Intenté utilizarlos para curar al padre Charles, pero en lugar de eso provoqué su muerte.

– Pobre Charles -dijo Chrétien. No parecía sorprendido ni conmovido-. Deberíamos alegrarnos por él, hijo mío, en lugar de entristecernos. Ahora está con Dios. Y dedicó su vida a una gran causa.

– Pero es culpa mía -dijo Michel, y se cubrió los ojos con la mano para ocultar su vergüenza y las lágrimas-. Tenéis que escuchar mi confesión, eminencia, ahora mismo. -Se inclinó y dejó el vaso sobre la mesa. Luego, se arrodilló y persignó-. Perdonadme, padre, porque he pecado. Me enamoré de la abadesa y me dejé seducir hasta tal punto por su historia mágica y el culto a una diosa, que llegué a creérmelo, y perdí mi fe. Peor aún, esta misma noche he sido el transmisor de su magia. Impuse las manos al padre Charles porque me creía capaz de curarle. En cambio, ella me utilizó para matarle.

Chrétien había juntado las manos, apretando los dedos índice contra sus labios y creando una profunda arruga entre sus finas cejas grises, mientras escuchaba con toda atención, como siempre hacía cuando atendía asuntos de importancia. Una vez Michel hubo terminado de hablar e inclinado la cabeza, el cardenal dijo:

– Tú no mataste al padre Charles.

Michel levantó la cabeza para decir «Sé que ella estaba detrás de esa muerte, pero fui yo quien le impuso las manos, el que posibilitó su muerte». Pero antes de que pudiera verbalizar sus pensamientos, el cardenal Chrétien dijo, con el mismo tono normal y decidido:

– Fui yo.

Michel tragó saliva. Las palabras del cardenal eran una broma, por supuesto, aunque cruel, considerando que el pobre Charles acababa de morir.

Pero, a medida que pasaban los segundos, la expresión seria de Chrétien no se alteró, antes bien, su ceño se frunció más, y Michel se dijo: No, lo que quiere decir es que se siente responsable de la muerte del padre Charles porque no pudo impedirla. Tal vez cree que habríamos debido llegar a Carcasona al principio, para supervisar el procedimiento.

Pero el joven monje recordó de repente la imagen del enfermo y delirante padre Charles:

Es mi arrogancia… Te he llevado por todas partes como un caballo bien entrenado, te he exhibido como diciendo es mío, todo mío…

Chrétien querría verte muerto ya.

– Todo lo que la criminal Sybille te ha dicho es verdad -dijo el cardenal con calma-. Tu verdadero nombre es Luc de la Rose. Naciste en Tolosa, no en Aviñón. Y no has estado conmigo desde que naciste, sino desde hace un año.

– Pero es una pagana, una hereje, y su historia lo demuestra. Su magia no proviene de Dios sino del diablo, al igual que su Raza. No obstante, se considera santa, la representante de la Diosa.

Michel se sentía como un demente que se aferrara en vano a la locura. Todo cuanto había considerado los detalles fundamentales de su vida (sus años en el monasterio, su relación con el padre Charles y con el hombre que se hallaba ante él, cuyo vello grisáceo sobresalía por debajo del cuello de su camisón) eran simples sueños. Y lo que había considerado meros sueños eran la realidad de su vida.

Y la mayor verdad era su amor por Sybille, y el de ella por él, pero la había rechazado y negado.

Michel miró con repulsión al hombre que había querido como padre, y comprendió que Chrétien les consideraba a él y al padre Charles simples peones de un juego de poder. Miró a los ojos del cardenal y no vio afecto ni pena, solo astucia y fariseísmo. Toda confusión, toda duda, abandonaron a Michel y supo que todas las palabras de Sybille eran ciertas.

Pero aunque sus pensamientos erraban en libertad, sintió la presa inflexible de Chrétien sobre su voluntad, tan tangible como si el cardenal, semejante a un oso, le hubiera agarrado por el cuello con una gigantesca zarpa.

Aun así, replicó con odio apenas contenido:

– Entonces vos sois el diablo, cardenal. Y yo también, porque ella dijo que ambos somos de la Raza.

Un sentimiento entre la ira y la premura se apoderó de Chrétien. Estuvo a punto de levantarse de la silla.

– ¡Idiota! ¿No comprendes lo que somos? Somos una raza de monstruos impíos, la semilla de Lilith, la que no obedeció ni a Dios ni a Adán. Nuestros poderes sobrenaturales provienen de un demonio hembra. Pregúntate esto: ¿cómo podría una mujer ser tan santa como nuestro Señor? Dios prohibió que adoptáramos una magia tan vil, salvo para utilizarla en favor de su causa, para destruir monstruos como nosotros.

»¿Evoco demonios? ¿Hago magia? Sí. En nombre del Señor. Ni las llamas ni el infierno posterior son castigo suficiente para la maldad de los crímenes de los herejes.

– ¿Qué crímenes? -le interrumpió Michel-. ¿Ver el futuro? ¿Curar a los enfermos? ¿Resucitar a los muertos?

– Si se realizan sin la bendición de Dios, son crímenes. -El cardenal reflexionó-. Rehusarse a obedecer normas. Rebelarse contra el orden. Este es el pecado original. Solo nos redimimos al aferramos a las leyes, a las reglas de la Iglesia. He leído todas tus tablillas de cera, Michel. He Oído casi todas tus conversaciones con ella. ¡Escucha la experiencia que describe de la Diosa! Placeres desenfrenados y prohibidos. Éxtasis sin normas, sin límites. Los hombres somos seres pusilánimes. Y los de la Raza, peor. Hemos de aferramos a la Madre Iglesia, seguir sus preceptos, cantar su liturgia, confesar nuestros pecados, recibir la absolución… Toda esa cháchara de libre albedrío es un disparate. Los hombres no pueden confiar en la guía de sus corazones. Hay que controlar este albedrío, amoldarlo al de Dios… mediante la fuerza, si es necesario.

– No justifiquéis vuestros crímenes diciendo que serán útiles a la Iglesia -le interrumpió Michel, asqueado-. Sybille dice que devoráis las almas de los prisioneros ejecutados para así almacenar más poder mágico.

– ¿Y por qué no, si sirve a Dios? -tronó Chrétien-. En mis oraciones pido que sea un purgatorio para ellas, y así conseguir lentamente su redención.