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Michel cerró los ojos, horrorizado por todos los que habían muerto a manos del cardenal, incluido el pobre Charles.

– Supongo que ahora me mataréis.

La vehemencia del cardenal se calmó. Una leve sonrisa irónica se insinuó en sus labios.

– En absoluto, Michel. Te ayudaré a cumplir tu sagrada misión de convertirte en mi sucesor, de ser el más poderoso inquisidor jamás conocido. En ti recae el honor de descubrir y destruir a la Raza, pues tus poderes mágicos son mucho mayores que los míos.

– Me llamo Luc -replicó con apasionamiento el joven-, y no responderé a otro nombre ni a otro destino. Solo deseo estar con Sybille y descubrir mi verdadero Camino. Ya no creo que lo Divino pueda encontrarse en plegarias sin sentido o en rituales prescritos.

– Ah. -Chrétien se reclinó en su silla, divertido-. Así que por fin has recobrado el sentido, ¿verdad, mi Luc de la Rose? Supongo que tu Sybille y tú nos abandonaréis ahora. En ese caso, querrás llevarte algo antes de partir.

Rebuscó debajo del camisón, se quitó un pequeño medallón de oro que colgaba de una fina cadena y lo dejó sobre la mesa, al lado de Luc. Aunque Luc no recordaba haberlo visto antes, sabía que estaba contemplando el Sello de Salomón que Jacob le había dado mucho tiempo atrás.

Extendió la mano pero se detuvo a un dedo de distancia del objeto, incapaz de avanzar más, como si los dedos hubieran tropezado con una piedra invisible. Lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas, hasta que los músculos del antebrazo se crisparon espasmódicamente, y empezó a sudar, pero no se acercó ni un milímetro más.

– Adelante -dijo Chrétien con el júbilo de un niño-. Cógelo, Michel. Contiene tu destino.

Rió mientras Luc se esforzaba por tocar el Sello, hasta que su diversión se desvaneció.

– Ahora estás enfurecido y te sientes solidario con Sybille -dijo Chrétien al frustrado monje-, pero mañana todo cambiará. Porque arderá al amanecer. Y cuando muera, yo reclamaré sus poderes.

»En ese momento tu corazón y tu mente serán míos por completo, como en el caso de tu madre. Me ocuparé de que no sientas nada por ti, ni por la bruja Sybille. Te henchiré de un fanatismo que te conducirá a los confines de la tierra en busca de la Raza.

– Jamás lo permitiré -dijo Luc, y trató de levantarse.

Una vez más, el cardenal rió alegremente.

El muslo de Luc se esforzó por levantar la rodilla y la pantorrilla, pero era como si estuviera enterrado en piedra. Luchó hasta el límite de sus fuerzas, pero al final se rindió, agotado.

– Siéntate -dijo Chrétien.

Aplastado por una gigantesca mano invisible, Luc se dejó caer en el asiento, tembloroso de cansancio y rabia.

– De momento te quedarás aquí -dijo el cardenal-, y cuando procedamos a ejecutar a la abadesa, dentro de unas horas, tú me acompañarás en calidad de testigo.

Chrétien apagó la lámpara de un soplido y se dirigió hacia la cama cubierta de cortinas.

– ¿Por qué? -preguntó Luc.

Chrétien se acostó y empezó a correr la cortina.

– ¿Por qué te dejé interrogar a Sybille? Porque merecía verte en mi poder. Porque era preciso que se supiera derrotada antes de morir. Nunca hay castigo suficiente para los culpables, Michel. Nunca. Dios fue justo cuando creó un infierno eterno.

El cardenal corrió del todo la cortina.

Luc siguió sentado, iluminado por un pálido rayo de luz de luna, incapaz de tocar el Sello de Salomón, incapaz de ocultar la cara entre las manos y llorar, incapaz de hacer otra cosa que pensar en el sacerdote muerto, Charles, y en la mujer condenada, su Amada, Sybille.

OCTAVA PARTE

22

– Michel, hijo mío -dijo Chrétien con su profunda voz de bajo-. Ha llegado el momento de que se cumpla su destino y el tuyo.

El cardenal había encendido las velas y se había vestido sin la ayuda de un criado, tras elegir un manto y una capa discretos.

Sin embargo, Luc continuaba aprisionado en su silla. Por la ventana vio que la luz de la luna había sido engullida por nubes oscuras, que pintaban la noche de negro. Faltaban horas para el alba. Estaba claro que Chrétien deseaba evitar la ira de la población. Por la mañana, cuando el público se congregara ante la carbonizada y desierta berma de ejecución, el cardenal ya estaría de vuelta hacia Aviñón en su carroza.

– Vámonos -dijo Chrétien con gesto autoritario.

Luc probó sus miembros. Después de horas de luchar periódicamente en vano por levantar un brazo, una mano, un dedo, se levantó con facilidad, con naturalidad, y cruzó la puerta al lado de Chrétien.

Fuera esperaba Thomas, con una linterna en la mano, y los tres hombres abandonaron el palacio obispal. El aire estaba húmedo, perfumado de la lluvia inminente, y lo bastante frío para erizar el vello de los brazos de Luc, que jubiloso, decidió poner a prueba la medida de su libertad. Se lanzó hacia delante, confiando en lo imposible, llegar antes que los dos hombres al lado de Sybille. Pero cayó de rodillas sobre la piedra, y apenas logró extender las manos para no caer por la escalera.

Chrétien rió en voz baja. Thomas, con los ojos abiertos de par en par a la luz de la linterna, no exhibió la menor reacción, en tanto Luc, demasiado furioso y desesperado para albergar un sentimiento tan insignificante como la vergüenza, se levantó y continuó caminando con calma junto a ellos.

Presta atención, se dijo Luc. Presta atención a todo, sobre todo a ella. Porque aquella, comprendió, era la última hora de libertad para su mente y su corazón, si no para su cuerpo. Era la última hora de esperanza para la Raza.

En las calles la noche era oscura, sin el menor atisbo del amanecer. Había poco que ver, solo formas imprecisas que desfilaban no muy lejos, desde la dirección de la prisión, y el vislumbre ocasional del disco plateado de la luna, poco después oculto por nubes negras y veloces, pero todo esto era para Luc insoportablemente bello, porque era la última hora que ella adornaría la tierra.

Parecía apropiado que el mundo de Luc, tal como era, no continuara sin ella. Su amor era tan inmenso que su destino se le antojaba insignificante comparado con la tragedia de su Amada.

El viento sopló y arrojó polvo a sus ojos, y Luc dio un traspié, cegado, pero las largas y delgadas manos de Thomas le guiaron. Caminó durante un rato interminable sufriendo una atroz agonía, mientras se frotaba los ojos.

Y cuando las últimas lágrimas hubieron aclarado su visión, vio que no habían ido a la plaza y a la berma preparada para las ejecuciones. Por lo que pudo dilucidar, se encontraban en una callejuela detrás de la prisión.

A una distancia de pocos pasos, frente a tres inquisidores, Sybille estaba arrodillada en el poste. Un guardia papal estaba cerrando el grillete que sujetaba el poste entre sus espinillas. Otros dos ya habían empezado a amontonar leña y gavillas alrededor de sus pies. A la tenue luz oscilante de la linterna de Thomas, Michel no pudo distinguir sus facciones, solo el oscuro perfil de su cabeza y hombros, y el lino de su ropa interior.

Los guardias terminaron de amontonar gavillas hasta la altura de sus caderas, y uno cogió una rama larga y la entregó a Thomas, quien abrió la cubierta de cristal de su farol.

El viento sopló de nuevo, con tal fuerza que Luc cerró los ojos para protegerse del polvo. Cuando volvió a abrirlos, la llama de la lámpara estaba a punto de morir. Pero el viento se calmó de repente y el guardia encendió una rama.

El resplandor iluminaba la cara de Thomas. Con la clarividencia de un hombre condenado, Michel vio una fugaz expresión de profunda pena en el joven sacerdote. Nadie más lo vio, ni Chrétien ni los guardias, pero pese a la oscuridad Thomas dirigió una mirada de complicidad a Michel.

Es uno de los nuestros; siempre lo ha sido, pensó Thomas con repentino entusiasmo.

Pero la expresión de Thomas se endureció al punto, y vio cómo el guardia se agachaba y acercaba la rama encendida a la leña que rodeaba los pies y piernas de Sybille.