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Chrétien ya se había alejado dos pasos.

El viento acarició la llama del guardia (una ráfaga de viento, imaginó Luc, como el que había penetrado en casa de Sybille la noche de su nacimiento) y prendió fuego a la leña de la abadesa.

Hasta entonces, el tenue resplandor de la lámpara de Thomas había mantenido a raya la oscuridad. Ahora, cuando el fuego prendió, iluminó su forma arrodillada de tal forma que solo parecían existir en el mundo la noche y ella, rostro, carne y lino incandescentes recortados contra la oscuridad.

En el monasterio dominico de Aviñón, Luc había rezado con frecuencia ante un pequeño altar de terracota dedicado a la Virgen María, sola, sin su marido ni su hijo. Se erguía en un nicho arqueado y estrecho, con los brazos caídos a los lados, las palmas hacia arriba como para dar la bienvenida al mundo, un presente depositado a sus delicados pies. Cuando la mecha estaba encendida de noche, la luz bañaba sus facciones hermosas y translúcidas de un resplandor sobrenatural. De hecho, el resplandor parecía emanar de su interior y llenaba el nicho en forma de vitral de catedral. Un milagro, habían dicho los hermanos, y por eso el altar estaba siempre lleno de flores, ofrendas y oraciones.

Luc pensó que las facciones de Sybille poseían la misma serenidad, la misma compasión ilimitada, el mismo brillo dorado que la rodeaba en forma de arco. De no estar sus brazos cruelmente sujetos a su espalda con cadenas, estarían abiertos en señal de bienvenida, incluso a su Enemigo, Chrétien. Y aunque Luc se encontraba de pie en la oscuridad, y ella estaba momentáneamente cegada por la potente luz, Sybille le miró a los ojos y sonrió.

– ¡Dios te salve, María -gritó Luc, no con la humildad de un pecador sino con el júbilo de un creyente-, llena eres de gracia, el Señor es contigo! Bendita tú eres…

Chrétien, absorto en el disfrute del espectáculo, no le reprimió. Era imposible decir cuál era más aterradora: la llama que ardía a los pies de Sybille o la que alumbraba los ojos de Chrétien.

El viento aulló como en señal de duelo, y remolineó en el callejón con la furia de un huracán. El fuego consumió leña y ramitas con voracidad, y Luc vio con una sensación de insoportable impotencia que Sybille apretaba los dientes y cerraba los ojos para ocultar su agonía. Los troncos que rodeaban sus pies habían prendido enseguida, más rápido de lo normal a causa del viento. Los grilletes ya estarían lo bastante calientes para producir ampollas en su piel.

Con el viento había llegado un poco de lluvia. Una gruesa gota cayó en la mejilla de Luc. Que llegue la lluvia, Sybille, suplicó. Madre Santa, que llueva a cántaros y apague el fuego…

Pero las gotas eran escasas y dispersas, y el viento empujó el fuego desde los troncos hasta el camisón de Sybille, que ardió en cuestión de segundos. Llamas anaranjadas devoraron el reborde del lino.

– ¡Domenico! -gritó la mujer, casi cantando sobre una corriente oculta de dolor.

Crees que tu odio ha triunfado por fin…

¿No lo comprendes?

Solo ha permitido que el Amor triunfara de nuevo y se fortaleciera más que nunca.

Un ávido crepitar de leña. Sybille se mordió el labio pero al final cedió. Pese a la Diosa, a la Presencia, aún era humana, y gritó de dolor, intentó huir del fuego que envolvía su torso y lamía su mandíbula. Pero el viento azuzó las llamas hasta que remolinearon alrededor de su cuerpo, hasta que pareció emanar de su interior, como la luz de la pequeña estatua de la Virgen María en el monasterio.

Finalmente gritó con angustia incontenible mientras Chrétien miraba sus facciones teñidas de naranja, los ojos brillantes, los labios entreabiertos para liberar el aliento tembloroso de lujuria.

Dios, rezó Luc en silencio mientras luchaba contra los grilletes mágicos que aprisionaban su cuerpo, Dios, Diosa, Santa Madre… En su desesperación no sabía qué pedir, aparte de repetir las súplicas que ya le habían sido negadas. Y entonces recordó a Sybille, cuando había hablado con pena y ternura de la muerte de su abuela. Santa Madre, rogó, si no la salváis con la lluvia, si no traéis a sus caballeros para que la rescaten, dejadme compartir su sufrimiento. No soy un iniciado. He vivido siempre en el error. Pero de toda la gente que he conocido, ella es la que menos merece sufrir, y yo he de expiar muchas culpas…

Al punto, Luc se sintió devorado por un dolor tan agudo que se retorció, entre sollozos, incapaz de decidir si aquella desdicha era un pesar insufrible, agonía física, o ambas cosas a la vez.

No supo cuánto rato estuvo así, pero cuando el dolor pasó y pudo al fin abrir los ojos, miró a Sybille. Todos los vestigios de su persona humana habían desaparecido, sus facciones eran sobrenaturales y furiosas, su cabello ardía como el halo de un santo, y sus ojos estaban fijos en algo que no era el callejón o la prisión de piedra.

Chrétien se había acercado más a las llamas y miraba absorto, hasta el punto de que no podía ver otra cosa. Su rostro traslucía un goce morboso, un ansia, una avidez. Estaba esperando, comprendió Luc, para devorar la más poderosa de las almas y así convertirse en ella.

Entonces los ojos de Sybille destellaron y se apagaron, y su barbilla cayó hacia delante, ocultando su rostro.

Ha muerto, pensó Luc, aunque no podía creerlo.

Justo cuando Chrétien exhalaba un suspiro de triunfo, ella levantó la cara y gritó:

– ¡Tú crees que has ganado, Domenico! Pero la magia se ha producido: ¡la victoria es nuestra! -Y volvió su rostro ennegrecido por el humo hacia Luc, esta vez con voz quebrada, ronca, apenas humana-: ¡Recuérdalo, Luc de la Rose!

Su cabeza, cayó de nuevo sobre su pecho, y esta vez Luc supo con certeza que había muerto.

Chrétien suspiró, exaltado, satisfecho.

Luc se preparó para la oleada de dolor… y el asalto del Enemigo, que aplastaría sus recuerdos, sentimientos y voluntad.

Pero no sucedió nada de eso. En cambio, recordó.

Recordó con asombro, más que con miedo, el momento en que, aterrorizado, sujeto por las manos de su madre y caído en las garras del Enemigo, había visto el rostro de Chrétien rielar y transformarse en el del futuro Enemigo, el que Sybille más había temido: él, Luc, inquisidor. Recordó a papá, mamá, Nana, todos convertidos en figuras reales en su mente y corazón, y sintió por cada uno amor y añoranza.

Luc sollozó no de pena, sino de pura alegría, pues con la recuperación de su memoria había llegado la Presencia, y la certeza de que Sybille siempre había deseado morir para lograr su iniciación. En su corazón no había temor, pena ni sombra, solo amor y certidumbre tan infinitos que, cuando sintió caer los grilletes mágicos de su cuerpo, supo que Sybille los había soltado.

Y cuando recuperó más su memoria…

¡Caballeros templarios!¡Acudid al callejón de detrás de la prisión!

Detrás de él, Thomas susurró, apenas un suspiro:

– Id, mi señor, id…

Luc se encaminó hacia Sybille.

Vio que entre los dos amantes no se interponían Chrétien o sus guardias, sino la aparición de Jacob, el hermoso Jacob, con sus ojos oscuros, su larga barba rizada, el gorro en precario equilibrio sobre la mata de pelo gris. Junto a él había una mujer menuda y corpulenta, con mechones blancos en el pelo; a juzgar por su rostro familiar, la querida Noni.

Frente a ellos se erguía el fantasma de una mujer alta y delgada, con hábito franciscano y velo blanco. Aunque Luc nunca la había visto, supo que era la anterior abadesa, Geraldine.

– He aquí a los mártires de esta generación -dijo Geraldine con solemnidad y afecto-. Han venido a presenciar la culminación de su obra. Y ahora, como Ana Magdalena hizo por su nieta, Sybille ha hecho lo mismo por ti. Tú también te has vuelto más humano, merecedor del gran poder que ella ha adquirido mediante el sacrificio de la muerte combinado con el amor. Esta es la suprema iniciación, para que puedas ser más fuerte que tu Enemigo, para que puedas ser libre.