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Jacob y Noni sonrieron y levantaron las manos para bendecirle, al igual que Geraldine. Los tres se desvanecieron poco a poco, y solo dejaron la visión de Sybille, muerta entre las llamas.

Un súbito trueno. No procedía del cielo sino de la tierra, del suelo, más fuerte a cada segundo. Siete jinetes anónimos, provistos de yelmos y capas, surgieron de la oscuridad y avanzaron hacia el fuego. Desenvainaron las espadas y las levantaron en alto. Los tres guardias papales, en clara desventaja, alzaron sus espadas obedientemente cuando Chrétien gritó:

– ¡Matadles! ¡Matadles a todos!

Entrechocar de aceros. Los caballos se encabritaron a la luz de las llamas, mientras sus jinetes se inclinaban para replicar a los mandobles de los guardias. Las imágenes arrojaban sombras alargadas sobre el muro de la prisión.

Cuando empezó la pelea, Luc se detuvo un momento para mirar a sus camaradas, y luego continuó andando hacia el fuego para reunirse con Sybille, pero Chrétien se interpuso en su camino.

– Es posible que tus caballeros maten a mis hombres -dijo el cardenal-, pero a mí no podrán matarme, ni tú tampoco. Eres mi hijo, Michel, y siempre lo serás. Nunca te librarás de mi control.

– Lo siento por vos -dijo Luc con pesar-. No quiero haceros daño. Aún queda tiempo para que os liberéis, para que compenséis vuestras maldades y os unáis a nosotros. Nunca es tarde para seguir el verdadero destino.

Un destello metálico. Chrétien blandió un puñal y lo bajó con fuerza hacia el corazón de Luc. La hoja se detuvo a un dedo de distancia, temblorosa. El cardenal lanzó un grito de indignación y trató de forzarla hacia su destino.

– ¿Por qué no usáis vuestra magia, eminencia? -preguntó Luc con tono de suave reproche-. ¿O habéis descubierto que aquí no sirve de nada?

De pronto, la imagen de Chrétien desapareció de su vista, no sin la silenciosa amenaza del cardenaclass="underline" «Esto no es el final, De la Rose. No me venceréis…».

El hierro resonó contra la tierra cuando los tres guardias arrojaron sus armas y huyeron.

Pese a las últimas palabras de Chrétien, el miedo no encontró sitio en el corazón de Luc. Continuó con calma hacia el fuego, donde el cuerpo de la abadesa aún ardía.

Luc penetró en las llamas sin miedo, sin dolor, sin creer que pudieran dañar su carne o consumir su ropa. Bajo sus pies calzados con sandalias sintió el fuego frío como hierba mojada de rocío, y su hábito de monje ni siquiera se chamuscó. Era como si se moviera en el aire.

Con una sonrisa, que imaginó tan dulce como la que había aparecido en los labios de Sybille cuando tocó su corazón, se inclinó y soltó sus grilletes al rojo vivo. Su cuerpo notaba el calor, pero se negaba a aceptarlo.

Ella cayó hacia delante, y Luc la sostuvo entre sus brazos.

Ninguna magia podía ser tan poderosa para impedir aquel momento. Mientras sostenía a Sybille, Luc apretó una mano contra su pecho y ni siquiera se inmutó cuando sus dedos rozaron hueso y metal, el oro de su Sello de Salomón, fundido sobre su corazón.

Un corazón tan pequeño, tan inmóvil y tan caliente bajo sus manos. Una gota de lluvia cayó sobre él y se transformó en vapor. Pero Luc no lloró. Se entregó a la ternura, a la dulzura, a la misma Presencia que había acudido a él tantos años antes, cuando de niño había cedido al instinto y acudido al lecho de su padre enfermo.

Luc puso las manos sobre el corazón chamuscado, sobre el metal al rojo vivo, pero no sintió dolor, ni pesar, solo una dicha tan profunda que no existía mal, ni Enemigo, ni tiempo, separación o espera, solo él y su Amada, aquí, en este momento eterno…

Poco a poco, el oro que tocaban sus palmas se enfrió y recobró su forma original. El corazón también se enfrió y empezó a latir de nuevo. El hueso carbonizado recobró su color marfil, se cubrió de carne, y después, aunque fuera imposible, de lino.

Mientras miraba, riendo, empezó a llover suavemente al principio, después más fuerte, y más… y su amor le cogió las manos y se sentó, entre risas, el cabello y la cara incólumes y hermosos, y sus ojos brillaban húmedos a través de la nube de vapor que se alzaba de los restos del fuego.

Se levantaron, con las ropas empapadas, y se besaron mientras se abrazaban en la oscuridad un momento, un rato, una eternidad…

EPÍLOGO

SYBILLE

23

Mi amada y yo cabalgamos hacia el este. Cabalgamos junto a aquellos que nos han servido con fidelidad, que han trabajado durante años con medios astrales y físicos (aun en el campo del Enemigo, como nuestro fiel servidor Thomas) para reunimos al fin, sanos y salvos. Geraldine está aquí, vestida como un hombre, al igual que la madre de Luc, Béatrice, y el obispo Rigaud, sorprendentemente corpulento, siempre joven. El querido tío de Luc también nos acompaña, y su rostro es una constante guirnalda de alegría. Edouard ha sufrido mucho durante años, pero ahora ha recuperado a su sobrino y a su hermana.

Sí, hay momentos en que el destino es duro y amargo, pero otros en que es infinitamente dulce.

Aun así, queda mucho por hacer. Aún hay que derrotar a Chrétien, y hay otros aparte de él, en diferentes ciudades y diferentes países, que nos querrían ver destruidos. Las almas continúan atrapadas en la cámara mágica oculta en el palacio de los papas de Aviñón.

Consciente de esto, me vuelvo y miro a mi Amado, que sujeta las riendas del corcel. Tiene la cara sonrosada y sus ojos (verde claro, moteados de oro, imbuidos de la Divinidad) me miran con amor y felicidad absolutos… y agradecimiento. Reímos juntos con dicha inexpresable.

Mi Amado me conoce, y en este mismo instante los cascos de los caballos pisan romero, y me embriago de su penetrante fragancia.

El romero trae recuerdos.

El primer desafío ha sido superado. Ay, pero queda tanto por hacer…

Jeanne Kalogridis

Jeanne Kalogridis nació en Florida en 1954 y desde siempre se sintió atraída por los libros. Estudió ruso y lingüística y fue profesora de inglés durante ocho años antes de dedicarse por completo a escribir. Actualmente vive en la costa oeste de Estados Unidos con su esposo y sus dos perros. Sus aficiones son el yoga, el budismo, el ocultismo y la lectura. En el tiempo de las hogueras es su primera novela histórica.

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