Repentinas trompetas en la distancia.
La escena cambió de repente y vio a la abadesa, pero no era una monja ni una bruja, sino una mujer. Una mujer de impresionante belleza que ya no iba cubierta con un hábito de arpillera, sino con un vestido blanco, diáfano, luminoso como la luna. Ondas negroazuladas se derramaban desde sus perfectos hombros sobre los brazos y la espalda. Estaba sentada en el banco de madera de su celda, con las rodillas apretadas contra su pecho y los brazos enlazados alrededor de las pantorrillas.
Michel se erguía ante ella, con pluma y pergamino en ristre, dispuesto a tomar nota de su confesión. Advirtió con leve pánico que estaba solo, sin que el padre Michel le distrajera de su lujuria.
Sin embargo, el pánico se desvaneció cuando miró sus intensos ojos negros, el amor y deseo santos que albergaban. Ella se levantó, sin apartar la vista, y cuando avanzó hacia él, el vestido se fundió con la oscuridad y brilló ante él desnuda.
No se resistió cuando tomó el pergamino y la pluma de sus manos y los arrojó al suelo, ni se protegió cuando ciñó los brazos alrededor de sus costillas, y le inclinó para que apretara los labios contra los suyos, dulces y libres de magulladuras.
La besó y apoyó la mano sobre su seno con una emoción que jamás había experimentado. Fue un éxtasis, libre de cualquier pensamiento malvado, el inocente goce de Adán y Eva cuando copulaban en el Jardín del Edén.
Aunque era virgen, la tomó sobre la tierra fría y húmeda, y ella, más sabia, le guió. El instinto le consumió como fuego, y se apretó contra ella, carne contra carne, cara contra cara, el goce y el anhelo alcanzaron una intensidad insoportable, hasta que ella tocó su cara con los dedos, y dijo: «Dios está aquí, ¿no te das cuenta? Dios está aquí…».
Michel despertó en el momento del orgasmo al tiempo que inhalaba una entrecortada bocanada de aire, y un profundo placer se mezcló con la culpa habitual cuando sintió la dolorosa contracción, el semen que brotaba, las contracciones de nuevo, que se fueron aplacando junto con el latido de su corazón.
Todo terminó al cabo de un momento, y recobró la plena conciencia. Era un monje y estaba en Carcasona, tumbado en el suelo de una celda que le habían proporcionado sus hermanos dominicos, avergonzado una vez más por sus pecaminosos pensamientos relacionados con la abadesa, y confundido por su sueño del soldado.
Con una presteza fruto de la repulsión, se incorporó y limpió con una mano, secó el semen con los pliegues de su ropa interior, con brusquedad, para eliminar la posibilidad de que el contacto le proporcionara placer. Se le presentó un dilema familiar: ¿debía enviar la ropa manchada a la lavandería del monasterio, proclamando así su depravación, o encontrar una forma de ocultar la prueba y conservar su pecado en secreto?
Alguien llamó a su puerta. Michel soltó la tela mojada y se esforzó por controlar su respiración agitada.
– ¿Si?
No podía ser para los maitines. Habrían sonado las campanas.
– Soy el hermano André -fue la respuesta, susurrada con el fin de no despertar a los demás-. ¿Puedo entrar?
– Por supuesto.
La delgada puerta de madera se entreabrió y un monje anciano y jorobado entró silenciosamente. La lámpara de aceite que portaba en la mano iluminó su rostro con una luz áspera. Las sombras intensificaron las arrugas de su boca y sus ojos, produciendo un efecto algo espectral.
– Hermano Michel -susurró el anciano-. El hermano Charles está muy enfermo. Pide veros…
Michel se levantó al punto y cogió su hábito de un gancho clavado en la pared. Se lo puso, mientras la preocupación sustituía con presteza al recuerdo del sueño.
– ¿Enfermo?
El hermano André se persignó y exhaló un suspiro sobre el que cabalgó una sola y ominosa palabra:
– Peste…
3
Habían trasladado al sacerdote desde una celda de monje hasta un aposento más cómodo, un cuarto de invitados con mobiliario digno de un noble y una auténtica cama de plumas con almohadas. Cerca de una mesa tallada, dos velas encajadas en un candelabro de seis brazos arrojaban una luz oscilante.
Sin embargo, daba la impresión de que el padre Charles era incapaz de apreciar aquellos cambios. Gemía sobre la cama, agitaba brazos y piernas, movía la cabeza de un lado a otro. A veces cerraba los ojos con fuerza y a veces los abría de par en par, horrorizados de algo que solo él podía ver.
A su lado, otro monje, de mayor edad, tal vez ya en su cuarta década, estaba sentado en un taburete.
Cuando Michel entró y su guía dominico, el padre André, se retiró, el otro dominico se levantó y alzó la mano en señal de advertencia. Habló en voz baja, como si no quisiera que su paciente le oyera.
– Es la peste. ¿Habéis…?
– No importa. -Michel se acercó a la cama-. Os ayudaré a cuidarle.
El padre Charles emitió una tos estrangulada. Al punto, el cuidador le levantó los hombros mientras le humedecía los labios con un pañuelo blanco.
Mientras el monje limpiaba una mezcla maloliente de sangre y flema de la barba y bigote del padre Charles, dijo en voz baja a Micheclass="underline"
– En tal caso, aún lamento más decíroslo: esta es la peor, la que daña los pulmones. Casi todos los afectados mueren. Si Dios quiere, lo sabremos dentro de dos días, más o menos. Ya he llamado a un sacerdote.
Michel no sintió nada al principio, solo una fría y profunda sorpresa. Pero a continuación experimentó un dolor casi insoportable. Logró controlarlo y no lloró, pero el otro monje se dio cuenta.
– Todavía aparece de vez en cuando, sobre todo en el campo -explicó-. Es el aire, y este extraño y repentino calor…
– ¿Michel? -jadeó Charles, con los ojos dilatados pero sin ver, mientras tanteaba al azar-. ¿Eres Michel?
Michel se acercó al sacerdote y le cogió una mano febril y húmeda. La piel de Charles estaba cenicienta. En su frente, gotas de sudor destellaban a la luz de las velas.
– Estoy aquí, padre. Estoy aquí. Me quedaré y rezaré por vos toda la noche.
Al oír la voz de su sobrino, el sacerdote se tranquilizó. Michel se volvió hacia el otro monje.
– Id a acostaros, hermano -dijo en voz baja.
El monje asintió y salió. Michel se sentó en el taburete, sin soltar la mano de Charles.
– Estoy aquí, padre -repitió-. No os…
– Es por culpa de mi arrogancia, ¿no lo entiendes? -dijo el sacerdote con voz ronca, mientras intentaba incorporarse. Michel le obligó a tenderse con suavidad-. ¡Mi arrogancia! Hoy te he hecho trotar como un caballo bien adiestrado, te he exhibido como diciendo «¡Es mío, todo mío!». ¡Que Dios se apiade de mi alma!
Tosió con violencia. Michel le ayudó a sentarse y, sujetándole con un brazo, cogió el pañuelo que el otro monje había dejado sobre la mesa y le humedeció los labios.
Las toses se prolongaron un rato y la respiración de Charles se hizo estertórea. Cuando terminó, Michel retiró el pañuelo, manchado de un rojo brillante, y apoyó al enfermo sobre las almohadas para que respirara con más facilidad.
– Bendito seas, Michel -dijo el padre en un fugaz instante de sosiego-. Eres en verdad como un hijo para mí…
Michel se incorporó, cogió el rosario de su cinturón y se arrodilló.
– Rezaré por vos, padre. Si podéis, rezad conmigo… Virgen Santísima, interceded por vuestro servidor Charles, que sus sufrimientos desaparezcan y recupere la salud. Oh, Santa Madre de Dios…