Radiquémonos pues, para empezar, en nuestro suelo, mexicano y latinoamericano.
Y seamos francos: nuestra extraordinaria continuidad cultural latinoamericana no ha encontrado aún, plenamente, continuidad política y económica comparables.
Una nación, nos recuerda Isaiah Berlín, se construye a sí misma a partir de las heridas que ha sufrido. Herida por sí misma y por el mundo -conquista, colonia, revoluciones, imperialismo-, la América Latina, a pesar de sus agravios, ha logrado crear naciones que, en lo esencial, mantienen las fronteras de la época independentista y aun de la administración coloniaclass="underline" no somos los Balcanes. No perdamos ni nuestra unidad nacional propia ni nuestra fraternidad iberoamericana compartida, a fin de alcanzar, al cabo, una posición internacional generosa y abierta, sin chovinismos ni xenofobias.
La base para todo ello es consolidar la identificación de nación y cultura. La nación es fuerte si encarna en su cultura. Es débil si sólo enarbola una ideología. Mi pregunta es ésta: ¿Puede la educación ser el puente entre la abundancia cultural y la paucidad política y económica de la América Latina? No, no se trata de darle a la educación el carácter de curalotodo que le dimos a la religión en la Colonia (resignaos), a las constituciones en la independencia (legislad), a los Estados en la primera mitad del siglo XX (nacionalizad) o a la empresa en su segunda mitad (privatizad). Se trata, más bien, de darle su posición y sus funciones precisas en el proceso educativo tanto al sector público como al privado, sin satanizar ni a uno ni al otro, pero sujetando a ambos a las necesidades sociales del conjunto manifestadas y organizadas por el tercer sector, la sociedad civil.
La sabiduría clásica nos dice que de la diversidad nace la verdadera unidad. La experiencia contemporánea nos dice que el respeto a las diferencias crea la fortaleza de un país, y su negación, la debilidad. La memoria histórica nos confirma, en fin, que el cruce de razas y culturas está en el origen de las grandes naciones modernas. No hay educación latinoamericana que no atienda a las particularidades nacionales y regionales del continente. Podemos confiar en que de nuestra diversidad respetada nacerá una unidad respetable.
La educación, en todas partes, requiere un proyecto público que la apoye. En su ausencia, la explosión de la demanda puede conducir a un submercado de baja calidad para la población, aunque de alta rentabilidad para sus dueños. Defendamos la educación pública.
Pero el proyecto público requiere la cooperación del sector privado, que sin un proyecto público acabará marginando a sus posibles consumidores, toda vez que no es concebible en ninguna parte del mundo mayor producción sin mayor educación, ni mejores niveles de vida sin ambos.
Requiere también, me apresuro a añadir, el apoyo del tercer sector, que incluye a buena parte del capital humano del país. A veces, donde la burocracia es ciega, la sociedad civil identifica los problemas de la aldea perdida, de la mujer que es madre y trabajadora, de barrio urbano donde habitan «los olvidados» de Luis Buñueclass="underline" la favela, la villa miseria, la ciudad perdida… La chabola.
Creo que la educación debe ser un proyecto público apoyado por el sector privado y dinamizado por el sector social. Su base es la educación primaria: que ningún hombre o mujer de dieciséis años o menos se encuentre sin pupitre. Su meta es la educación vitalicia: que ningún ciudadano deje jamás de aprender. La enseñanza moderna es un proceso inacabable: mientras más educado sea un ciudadano, más educación seguirá necesitando a lo largo de su vida. Su prueba -la prueba de la educación- es ofrecer conocimientos inseparables del destino del trabajo. Educación artesanal para los reclamos de la aldea, del barrio, de la zona aislada. Educación para la salud. Educación para el ahorro. Todo esto nos exige la base social de nuestros países. Y educación, en fin, para la democracia y en la democracia en la nueva latinidad americana. Tenemos que activar las iniciativas ciudadanas, la vida municipal, las soluciones locales a problemas locales, todo ello dentro de un marco legal de división de poderes, elecciones transparentes y fiscalización de las autoridades.
Nadie pierde conocimientos si los comparte.
Las culturas se influencian unas a otras.
Las culturas perecen en el aislamiento y florecen en la comunicación.
La universidad está llamada, por su nombre mismo, a mediar entre las culturas, desafiando prejuicios, extendiendo nuestros límites, aumentando nuestra capacidad para dar y recibir y nuestra inteligencia para entender lo que nos es ajeno.
En la universidad podemos abrazar la cultura del
Otro a fin de que los Otros puedan abrazar nuestra propia cultura.
EXPERIENCIA
«Non sunt multiplicando entia praeter necessitatem.» La sentencia de Guillermo de Occam (h. 1280-h. 1349), conocida como «la navaja de Occam», es quizás, en plena Edad Media, la más radical reivindicación de la experiencia del hombre en el mundo como un acto complementario del tiempo, del espacio y, aun, del cielo metafísico. El tiempo y el espacio no son independientes de la experiencia. El cielo (Dios) soporta la presencia de la materia humana, no la condena ni la contradice. Por eso se suele ver en Occam al padre lejano pero cierto de la experiencia científica. Sin Occam, ni Copérnico ni Galileo se hubiesen atrevido a divorciar la razón de la fe, la experiencia científica de la existencia de Dios, al grado de que sus descendientes más radicales, los occamistas, no sólo separaron la Iglesia del Estado, sino que miraron con sospecha -y aun, condena- a un Dios que nos había engañado.
Me excuso de esta breve exposición que radica la experiencia (incluyendo la experiencia divina) en el conocimiento y la ética humanistas. Ello no otorga a la experiencia humana, me apresuro a decirlo, poderes omnímodos o mucho menos divinos. Creerlo es caer en el pecado del orgullo y exponerse al saldo trágico de la derrota, la decepción y el engaño. Humana es la experiencia, y necesaria. ¿Pero es libre, o es fatal? ¿Cómo es libre y cómo es fatal? Estas preguntas desvelan nuestras existencias porque reúnen, en un haz, cuanto constituye nuestra manera de vivir la vida.
La experiencia es deseo, afán o proyecto de realizarse en sí misma, en el mundo, en mi yo y en los demás.
Abarca mucho. ¿Aprieta poco? ¿Quién no le da a la experiencia un valor inmenso, casi sinónimo de la vida misma: experiencia del amor, de la amistad, del trabajo, de la creación, del poder, de la felicidad? Pero experiencia significa también orgullo, vergüenza, ambición, temor. Y placer. Y esperanza.
Por qué hay experiencias dañinas, nos preguntamos si las heridas sólo se cierran si nos hacemos cargo de lo que las causó. Porque hay experiencias benéficas, construimos la esperanza de que lo bueno se repetirá, de que siempre habrá algo más.
Sin embargo, la propia experiencia -buena o mala- se encarga de recordarnos que, una y otra vez. defraudaremos la oportunidad del día, les daremos la espalda a quienes requieren nuestra atención; ni siquiera nos escucharemos a nosotros mismos. Una y otra vez, lo que creíamos permanente demostrará que es sólo fugitivo. Una y otra vez lo que imaginamos repetible, no tuvo lugar nunca más…