Le debo mi información literaria básica. Su impulso, su tácito homenaje a la promesa incumplida del hermano muerto, me movieron desde niño. Era un hombre de humor, de ternura y puntualidad: buen ejemplo, buena muestra. Mi madre, a su lado, vivió con él un amor sin interrupciones. El mismo día de su muerte, mi padre hizo dos cosas. Se probó un traje nuevo y acosó sexualmente a mi madre. Ella representó siempre la dignidad y formalidad del hogar, la certeza de que detrás de los viajes, las necesarias adaptaciones a escuelas, lenguas, costumbres, había un principio de seriedad, rectitud y hasta impaciencia con la gente ambiciosa, arribista o intrigante. No carecía de humor. Excelente jugadora de póquer, la vi «despelucar» a los generales de la revolución que, para su desgracia, apostaban contra ella en las cenas de las embajadas. Y hasta el día de hoy, achacosa pero entera a sus noventa años, me confiesa: «Tengo una frustración en la vida. Hubiese querido manejar un helicóptero.»
Lo que manejaba maravillosamente era nuestro Buick, cada verano, desde Washington a México, soportando el calor, las discriminaciones texanas («No se admiten perros o mexicanos») y las curvas de Tamazunchale. Esta destreza práctica compensaba con creces la disposición más soñadora y desinteresada de mi padre. Mi madre es la que organizaba el hogar, disponía los horarios, tenía lista la ropa y contraía las deudas para el automóvil, la escuela, el apartamento. Miraba más al futuro que mi padre, un hombre disciplinado y puntual al extremo, pero también -bravo por él- soñador, tierno, sin ambiciones monetarias. Podía ser enérgico e intolerante. Lo fue conmigo, desde luego: aún me duelen las cuerizas que me propinó. Lo era con toda muestra de impuntualidad, indisciplina o falta de cortesía. Lo era con los políticos mexicanos corruptos o altaneros. Recuerdo aún su enfrentamiento, nariz con nariz, con el cacique potosino Gonzalo N. Santos por una falta de respeto. Recuerdo su decisión de renunciar, durante el gobierno de Abelardo Rodríguez, a la secretaría general del Distrito Federal, horrorizado ante los ofrecimientos de «mordidas» y violaciones a la ley. Duró dos meses en el puesto. Creo que pasará la eternidad en el cielo.
FAULKNER
La libertad ya existe. Tal es el postulado implícito en toda legislación del progreso. ¿No son libres el empresario, el trabajador, el niño, la mujer, el individuo, la humanidad en suma, puesto que así lo declara la Ley? Si la libertad ya existe, pace Rousseau y vía las revoluciones democráticas de Francia y los Estados Unidos, nada es trágico. De Dostoyevsky a Kafka, los escritores trágicos nos dicen que no es así. La libertad verdadera consiste en la posibilidad mínima de darle sentido a la realidad y darle realidad al mundo siempre consiste en una tarea por hacer. La libertad no nos es dada. La debemos hacer y la hacemos buscándola. Ni siquiera el sombrío (aunque siempre sonriente) Maquiavelo se atrevió a decir lo contrario: «Dios no lo hará todo, pues ello nos despojaría de nuestro libre albedrío y esa parcela de gloria que nos pertenece a cada uno de nosotros.»
Tuvimos que llegar al siglo XX para consagrar simultáneamente al totalitarismo y al nihilismo de suerte que, en la legislación kafkiana, el mundo tuviese un sentido final, definido por la Ley. En consecuencia, se declara inútil buscar otro sentido a la realidad. ¿Insiste usted, Herr K.? Entonces será usted el eliminado en nombre de la Ley. La Ilustración termina en Kafka: Tiene usted la obligación de ser feliz o correr el riesgo de convertirse en insecto.
El absurdo de la libertad y la Ley en Kafka nos recuerda con extraordinaria fuerza que la verdadera coincidencia de la sociedad y el ser humano requiere una visión trágica, es decir, una visión de conflicto y reconciliación, opuesta a la visión maniquea que ha regido la historia moderna, visión de pecado y exterminio. Cuando una religión reclama fundamentos históricos, sugiere Nietzsche, lo hace para justificar su dogmatismo «bajo la mirada severa… de la ortodoxia». Tú debes ser culpable a fin de que yo sea inocente. En el Prometeo de Esquilo, la Tragedia exclama: «Cuanto existe es justo e injusto a la vez…» ¿Quién encarna estas realidades de manera más inquietante que Iván Karamazov cuando traspasa el umbral decidiendo estar del lado de la Justicia y en contra de la Verdad, cuando la Verdad y la Justicia no coinciden?
Ésta es la decisión inmoral que el héroe trágico no tiene por qué tomar. La tragedia no sacrifica la Verdad a la Justicia ni la Justicia a la Verdad porque en la Tragedia las fuerzas en conflicto son igualmente legítimas, idénticamente morales en el sentido más hondo: son capaces, cuando son derrotadas, de hermanar el valor a la derrota. Valor, no pecado. Y una de las dimensiones del valor sin pecado que, aun cuando es ignorado y a veces, violado, es el valor del otro. Éste es el valor que William Faulkner identifica maravillosamente: la restauración de la comunidad dividida, no por la historia (en esta instancia, la fuerza económica y militar del Norte) sino porque los hombres y las mujeres ya habían dividido, desde antes de la guerra, sus almas.
La literatura de los Estados Unidos de América revela la tensión constante entre el optimismo de fundación y el pesimismo crítico. Aquél, consagrado en la Constitución y las leyes de la democracia norteamericana, se convierte, asimismo, en el credo de la vida social y económica: «Nothing succeeds like success.»
El optimismo progresista se transforma en la máscara de la expansión imperial. De las trece colonias inglesas del Atlántico, los Estados Unidos se expanden hacia el Oeste – la Luisiana francesa-, los territorios del Golfo de México -Texas-, hasta el Pacífico -California- y hacia el Caribe – la Florida española, Cuba, Puerto Rico y Centroamérica hasta Panamá. Todo ello en nombre del «destino manifiesto» de una nación designada por Dios para ser, como la Roma antigua, caput mudis.
La vitalidad de la literatura norteamericana se debe, en gran medida, a la oposición crítica de sus escritores. Aparte de literatura de azúcar como la serie de Polyanna, «la niña feliz», los novelistas y cuentistas, a partir de Hawthorne y siguiendo con Poe, Melville, Henry James y el propio Mark Twain en el siglo XIX, y con Dreiser, Sinclair Lewis, Frank Norris, Fitzgerald y Dos Passos en el XX, retratan el reverso de la medalla. Las pesadillas del sueño americano, los fantasmas diurnos y las oraciones nocturnas, la brutalidad de los ascensos sociales, la mediocridad de la clase media mediadora, la desilusión del éxito, la oquedad de la fama, son temas críticos constantes de la narrativa estadounidense, William Faulkner le da a este proceso crítico su corona más rotunda, milagrosa, brillante y sombría. Porque Faulkner va más allá de la crítica para alcanzar la tragedia. Está y no está solo. Franz Kafka y Samuel Beckett son, acaso, los otros dos escritores trágicos del siglo pasado. Es natural que no abunden. «La muerte de la tragedia» anunciada por Nietzsche acaso date, como creía el filósofo alemán, de la razón socrática. Lo que me parece indudable es que en primer término, el cristianismo no podía convivir con la tragedia, toda vez que prometía la salvación eterna.
Despojado de vestiduras religiosas, el progreso laico, sobre todo a partir de Condorcet y la Revolución Francesa, renuncia a Dios pero no a la felicidad. Si, como creía Condorcet, la línea ascendente del ser humano hacia la felicidad es segura, la conciencia trágica queda excluida de las sucesivas visiones progresistas de Saint-Simon, Comte y Marx.