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El siglo más corto. De Sarajevo 1914 a Sarajevo 1994. Qué largo resulta en comparación el siglo XIX que va de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Qué largo, también, culturalmente, un siglo que se extiende en literatura de Goethe a Joyce; en pintura, de Ingres y Delacroix a Matisse y Bracque; en filosofía, de Schopenhauer y Kant a Husserl y Heidegger. Y qué corto un siglo XX que empieza con Picasso y termina con Picasso.

El tema final del siglo XX se prolonga ya en el XXI y se llama la globalización (la mundialización para la excepcionalidad francesa). Y yo, que he vivido las cuatro etapas, digo ahora que la globalización es el nombre de un sistema de poder. Y, como el Espíritu Santo, no tiene fronteras. Pero como el Monte Everest, está allí. Y como la ley de la gravedad, es una evidencia irrebatible. Pero como el dios latino Jano, tiene dos caras. La buena cara es la del avance técnico y científico más veloz de toda la historia. El libre comercio, postulado de la libertad económica desde los días del zoelverein prusiano que preparó la unificación de Alemania. Las inversiones foráneas productivas. La accesibilidad y difusión de la información que deja desnudos a muchos emperadores que antes se cobijaban con las hojas de parra de las selvas asiáticas, africanas y latinoamericanas. La universalización del concepto de los derechos humanos y el carácter imprescriptible de los crímenes contra la humanidad: el caso de Pinochet, el asesino y torturador chileno, fuente de toda orden criminal durante su dictadura.

Pero Jano tiene otra cara menos atractiva. La velocidad misma del desarrollo tecnológico deja atrás, quizás para siempre, a los países incapaces de mantener el paso. El libre comercio acentúa las ventajas de las grandes corporaciones competitivas (muy pocas) y arrumba a la pequeña y mediana industria sin la cual los niveles de empleo, salario y bienestar de las mayorías sufren y restan soporte al desarrollo del tercer mundo. En consecuencia, la globalización acentúa la división entre ricos y pobres, internacionalmente y dentro de cada nación: el 20 por ciento de la población del mundo consume el 90 por ciento de la producción mundial. Se levanta el espectro de un darwinismo global, como lo ha llamado Óscar Arias. Las inversiones especulativas privan sobre las productivas: el 80 por ciento de los seis mil millones de dólares que circulan diariamente en los mercados globales son capitales de especulación. Las crisis de la globalización, por este motivo, no son crisis de las empresas ni de la información ni de la tecnología: son crisis del sistema financiero internacional, provocadas por la ruptura de los controles sociales de la economía y la disminución del poder político frente al poder cresohedónico.

Unión de Creso -dinero- y Hedoné -placer-, la cultura global se convierte en un desfile de modas, una pantalla gigante, un estruendo estereofónico, una existencia de papel cauché. Nos convierte en lo que C. Wright Mills llamó «Robots Alegres». Nos condena, según el título de un célebre libro de Neil Postman, a «divertirnos hasta la muerte». Mientras tanto, millones de seres humanos mueren sin haber sonreído nunca. Un vasto traslado del mundo rural a las ciudades acabará, en el siglo XXI, por erradicar una de las más viejas formas de vida, la vida agraria. Sólo habrá vida citadina. Y sólo habrá una crisis generalizada de la civilización urbana: pandemias incontrolables, gente sin techo, infraestructuras desmoronadas, discriminación contra las minorías sexuales, la mujer, el inmigrante. Mendicidad. Crimen.

¿Hay respuestas a esta crisis? ¿Qué papel le corresponde en el siglo XXI a esa izquierda en la que yo me eduqué, cuyos ideales asimilé, cuyas crisis atestigüé y critiqué? ¿Puede volver la política a ejercer control sobre los mercados anárquicos? ¿Tiene un papel el Estado en el mundo global? Las hay. Lo puede. Lo tiene. El antiestatismo friedmanita de los años Reagan-Thatcher de mostró su hipocresía y su insuficiencia. Declarado obsoleto, el Estado resultaba bien vigente para rescatar a bancos quebrados, a financieros fraudulentos y a industrias bélicas mimadas. En 2001, nos damos cuenta de que no hay democracias estables sin Estado fuerte. Lejos de disminuir al Estado, la globalización extiende las áreas de la competencia pública. Lo que ha disminuido es el Estado propietario. Lo que es más necesario que nunca es el Estado regulador y normativo. No hay nación desarrollada en la que esto no sea cierto. Con más razón, deberá serlo en países con agentes económicos débiles: la América Latina.

Están a la vista los efectos nocivos de una globalización que escapa a todo control político, nacional o internacional, para favorecer a un sistema especulativo que en palabras de uno de sus más sagaces protagonistas, George Soros, ha llegado a sus límites. Si continúa sin frenos, advierte Soros, el mundo será arrastrado a una catástrofe. Las crisis de la globalización -Filipinas, Malasia, Brasil, Rusia, Argentina- tienen un origen perverso: sobrevalúan al capital financiero pero subvalúan al capital social.

La misión del conjunto social dentro de lo que, a falta de mejor denominación, seguiremos llamando «la nación», consiste en reanimar los valores del trabajo, la salud, la educación y el ahorro: devolverle su centralidad al capital humano.

¿Es tolerable un mundo en el que las necesidades de la educación básica en las naciones en desarrollo son de nueve mil millones de dólares, y el consumo de cosméticos en los Estados Unidos también es de nueve mil millones de dólares?

¿Un mundo en el que las necesidades de agua, salud y alimentación en los países pobres podrían resolverse con una inversión inicial de trece mil millones de dólares -y donde el consumo de helados en Europa es de trece mil millones de dólares?

«Es inaceptable -nos dicen, entre otros, el ex director general de la Unesco, Federico Mayor, y el director del Banco Mundial, James Wolfenson- que un mundo que gasta aproximadamente ochocientos mil millones al año en armamento no pueda encontrar el dinero -estimado en seis mil millones por año- para dar escuela a todos los niños del mundo.»

Tan sólo una rebaja del uno por ciento en gastos militares en el mundo sería suficiente para sentar frente a un pizarrón a todos los niños del mundo.

Todos estos datos deberían impulsar a la comunidad internacional a darle un rostro humano a la era global.

Y sin embargo, al fin y al cabo, nos hallamos de vuelta en nuestros pagos, los problemas no pueden esperar una nueva ilustración internacional que tarda en llegar y acaso nunca llegue.