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La caridad empieza por casa y lo primero que los latinoamericanos debemos preguntarnos es, ¿con qué recursos contamos para sentar las bases de un desarrollo que, a partir de la aldea local, nos permita, al cabo, ser factores activos y no víctimas pasivas del veloz movimiento global en el siglo XXI?

La globalización en sí no es panacea para la América Latina.

No seremos excepción a la verdad que se perfila con claridad cada vez mayor. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva.

En otras palabras: No hay participación global sana que no parta de gobernanza local sana.

Y la gobernanza local necesita sectores públicos y privados fuertes y renovados, conscientes de sus respectivas responsabilidades. «Poner en orden la propia casa, construir una economía estable… y un Estado sólido, capaz de ofrecer seguridad en todos los órdenes» (Héctor Aguilar Camín, México: la ceniza y la semilla).

La globalización será juzgada. Y el juicio le será adverso si por globalización se entiende desempleo mayor, servicios sociales en descenso, pérdida de soberanía, desintegración del derecho internacional, y un cinismo político gracias al cual, desaparecidas las banderas democráticas agitadas contra el comunismo durante la guerra fría por el llamado mundo libre, éste se congratula de que, en vez de totalitarismos comunistas o dictaduras castrenses, se instalen capitalismos autoritarios, eficaces, como en China, que siempre son preferibles -en la actual lógica global- a neoliberalismos fracasados que en realidad son capitalismos de compadres, como en Rusia.

La globalización puede instalarnos en un mundo indeseable dominado por la lógica especulativa, el olvido del ser humano concreto, el desprecio hacia el capital social, la burla de los restos de soberanías nacionales ya heridas profundamente, la destitución del orden internacional y la consagración del capitalismo autoritario como forma expedita de seguridad, sin necesidad de mayores explicaciones.

Pero el desafío está allí. El Everest no se moverá. ¿Cómo podemos escalarlo? ¿Cómo podemos revertir las tendencias negativas de la globalización a tendencias favorables?

¿Podemos aprovechar las oportunidades de la globalización para crear crecimiento, prosperidad y justicia?

Quiero decir con esto que si la globalización es inevitable, ello no significa que sea fatalmente negativa.

Significa que debe ser controlable y que debe ser juzgada por sus efectos sociales.

¿Es posible socializar la economía global? Yo creo que sí, por más arduo y exigente que sea el esfuerzo.

Sí, en la medida en que logremos sujetar las nuevas formas de relación económica internacional a la acción de base de la sociedad civil, al control democrático y a la realidad cultural.

Sí, en la medida en que la sociedad civil sea capaz de ofrecer alternativas a un supuesto modelo único.

Sí, en cuanto la sociedad civil rehúse la fatalidad, el fait accompli y constantemente reimagine las condiciones sociales, le recuerde a todos los poderes que vivimos en la contingencia y vincule la globalidad a hechos sociales concretos y variables dentro de lo que, a falta de una nueva terminología, seguimos llamando «naciones».

La globalización en sí no es panacea.

Se requiere la base de sociedades civiles activas, de culturas diversificadas que se opongan al acecho de una cultura mundial de puro entretenimiento, uniforme, excluyente y vacua.

Se requiere de sectores públicos y privados conscientes de sus respectivas responsabilidades: la iniciativa privada necesita un Estado fuerte, no grande sino fuerte gracias a su base tributaria y su política social en beneficio de un sector privado que requiere, a su vez, de una población trabajadora educada, saludable, con capacidad de consumo. «La pobreza no crea mercado», ha dicho un lúcido empresario mexicano, Carlos Slim. «La mejor inversión es acabar con ella.»

Se requiere de un marco democrático que le devuelva a la noción mermada de soberanía su sentido político prístino: no hay nación soberana en el concierto internacional si no es soberana en el orden nacional, es decir, si no respeta los derechos políticos y culturales de la población concebida no como simple número sino como compleja calidad: no como habitantes sino como ciudadanos.

Invoco a Juan Bautista Alberdi: Gobernar es poblar, sí, pero poblar es educar, añadiría Domingo F. Sarmiento, y sólo una ciudadanía educada puede gobernar en beneficio de su país y el mundo.

Esa base, la única firme, la única creativa para convertir a los procesos globalizadores en oportunidades de crecimiento, prosperidad y justicia, es la identificación activa de la sociedad civil, la democracia y la cultura como depositarías inseparables de una nueva soberanía para el siglo XXI y de una refundación, acaso con un nombre que aún ignoramos, de ese plebiscito diario, que, en palabras de Renán, constituye una «nación».

Sólo puede haber buen gobierno nacional si hay un sector público y un sector privado conscientes de sus deberes para con la comunidad local a la cual deben servir primero a fin de ser parte positiva, en segundo término, de la comunidad global.

Ello exige que entre ambos sectores juegue el papel de puente, instancia supletoria y vigilancia política, el tercer sector.

Navegando en el barco de la globalidad, no arrojemos por la borda ni al sector público ni al sector privado ni a las sociedades en las que actúan. La globalización podría convertirse, sin la flotación equilibrada de esos tres factores, en un Titanic indefenso ante los icebergs imprevistos de una historia llena de peligros, tormentas, desplazamientos, sorpresas financieras, resurrección de viejos prejuicios y resistencia de viejas culturas. Lejos de haber terminado, la historia está más viva que nunca, más conflictiva, más desafiante que nunca.

Porque junto con los vicios de la aldea global, han resurgido los vicios de la aldea local. El tribalismo. Los nacionalismos reductivos y chovinistas. La xenofobia.

Los prejuicios raciales y culturales. Los fundamentalismos religiosos. Las guerras fratricidas.

No es ésta, ni mucho menos, la primera «mundialización». Lo fue, con creces, la era de los grandes descubrimientos, la circunnavegación de la tierra y la creación del jus gentium, el derecho internacional como respuesta a los procesos globales de conquista, colonización y rivalidad comercial.

Lo fue, conflictivamente, el paso de la «primera ola» agrofeudal (Toffler) a la «segunda ola» de una industrialización veloz que despojó de primacía al mundo agrario y artesanal, provocando la rebelión de Ned Ludd y sus partidarios (los ludditas) destruyendo las máquinas que le quitaban trabajo al artesano y al labriego.

Hoy, un neoluddismo que el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo ha denominado «globalifobia», repite la actitud de oponerse a lo imparable: la nueva economía tecnoinformativa que da primacía a la calidad sobre la cantidad del producto y se manifiesta en vastas alianzas mundiales para la producción, la distribución y la rentabilidad.

Que esta revolución provoca desquiciamientos, dolor, injusticia, es tan cierto hoy como en el siglo XIX.

Que la nueva economía no va a desaparecer al golpe de manifestaciones de descontento, también es cierto, como en el siglo XIX.

Decía que la nueva economía global, como el Monte Everest, está allí. No se va a mover. El problema es cómo escalarla.

El Cristo del Corcovado está allí. No se trata de dinamitarlo porque el mundo no es perfecto. Se trata de abrazarlo para que el mundo sea menos imperfecto.

Ya hay dos mil millones de computadoras en el mundo. Más y más, los teléfonos se conectarán a las computadoras, se multiplicarán las voces y los datos, la comunicación de uno a uno se transformará en comunicación entre uno y muchos.

Y hasta los guerrilleros, como lo ha demostrado Marcos en Chiapas, harán sus revoluciones por Internet.

El hecho es novedoso y aplastante: Bill Clinton, escribiendo sobre «la lucha por el espíritu del siglo XXI» en el diario El País, nos da un dato impresionante: Cuando asumió la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 1993, sólo existían cincuenta sitios en la red mundial. Cuando dejó la Casa Blanca, ocho años después, había trescientos cincuenta millones.