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En un extraordinario discurso ante la Asamblea Nacional de Francia, el Presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, nos da las pautas para ello: El sistema económico internacional debe crear fondos de lucha contra la pobreza, el hambre y la enfermedad en los países más desfavorecidos. Se deben reducir o anular las deudas de los países más pobres de África y la América Latina. Se debe llegar a un nuevo contrato internacional entre Estados al servicio de los pueblos. Se debe, en una palabra, globalizar la solidaridad. En vez de la predominancia de algunos Estados y de algunos mercados, se debe instrumentar un nuevo contrato internacional entre naciones libres.

El presidente Cardoso no sólo propone un ideal -y no hay metas dignas de nuestra acción humana si primero no hay ideales dignos de nuestra condición humana-. Nos hace ver que vivimos hoy una realidad mutante y una legalidad incierta, como lo fue para las sociedades de Occidente en su pasaje del orden consagrado y seguro de la Edad Media a la incertidumbre del valiente mundo nuevo del Renacimiento, incertidumbre que expresan en su más alto grado las tragedias de William Shakespeare y las novelas de Miguel de Cervantes.

Hoy, entre los desafíos del nuevo siglo, se encuentra el desafío de imaginar el nuevo siglo.

Shakespeare y Cervantes, sí, pero también Vitoria y Bodino, Las Casas y Grocio.

Desde esta nuestra América Latina, desde estas tierras feraces, bellas, dolientes, pisoteadas y acribilladas por sí mismas y por quienes codician, yo no lo sé, si su pobreza o su belleza, pedimos hoy, simplemente, globalizar no sólo el hecho, sino el derecho, elevar a derecho el comercio y la salud, la educación y el medio ambiente, el trabajo y la seguridad.

Que el Norte, en su propio beneficio, sepa, en la era global, distribuir beneficios y reducir cargas.

Que el Sur. en vez de reiterar una y otra vez su cuaderno de quejas, su cahier de doléances, sepa limpiar primero su propia casa, no exigirle al mundo lo que antes no nos demos a nosotros mismos: la soberanía de la libertad interna, la democracia y los derechos humanos, la respetabilidad de la justicia que destierra la corrupción, la impunidad y la cultura de la ilegalidad en nuestro propio suelo.

Y sólo entonces, a partir de todo ello, hagamos válida una globalidad de derechos y obligaciones compartidas, de acuerdo con la certeza de que no hay globalidad que valga sin localidad que sirva.

HIJOS

He asistido al nacimiento de mis tres hijos. Mi primera hija, Cecilia, nació en la ciudad de México en 1962. Su madre, mi primera mujer, Rita Macedo, era una bellísima actriz de perfil mestizo, morena, de grandes ojos rasgados y pómulos altos. Empezaba a filmar El ángel exterminador con Luis Buñuel cuando los médicos le advirtieron la necesidad de reposo: estaba embarazada y su parto sería difícil. De hecho. Rita aparece en la escena final de la película, cuando los escapados del encierro se reúnen en una iglesia para dar gracias y descubren, nuevamente, que no pueden salir… Como suele suceder en el cine, la última escena es la primera en filmarse. De allí que Rita aparezca al final solamente.

Pero el parto de Cecilia no fue difícil. Sí fue, como lo es siempre este hecho natural y multiplicado entre todos, único y milagroso. Cada padre atribuye al nacimiento de un hijo cualidades maravillosas, intransferibles y difíciles de comprender en un caso que no es el propio, aunque cada padre, a su vez, sabe que él también dará carácter único al alumbramiento del hijo. El nacimiento de Cecilia fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Sólo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino. Lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente pero también el más antiguo. Oír la voz del ser que nace es oír el eco del origen de todas las cosas. Es también oír un canto apasionado. Al nacer, una niña no grita sólo porque eso es lo natural. Su naturaleza, mediante la voz, está estableciendo allí mismo un puente abierto a la sociedad, la cultura, el amor. No es otro el milagro del nacimiento.

Cecilia llegó saliendo de la orfandad a la paternidad. Dejó oír en seguida la voz de la ternura y al abrazarla por primera vez yo sentí que mi cuerpo y el de ella se expresaban libremente. Padre e hija, distintos, pero ambos dueños, gracias a la hermosura de un instante, de una sexualidad libre en la que el deseo y el placer de la relación amorosofilial se confunden.

«La Fuentecita», «La Cordita», «La Ex Cordita» la fue llamando Luis Buñuel a medida que Cecilia crecía y Buñuel abandonaba su cruel fantasía de arrancarle a la niña la redonda cabeza y jugar al fútbol con ella. Creció con tensiones, sentimientos de abandono, una aguda mirada crítica y realista sobre las cosas y hoy, a punto de cumplir los cuarenta años, da cauce cada vez más a un tierno vigor y a un estar sin complacencias ni hacia sí misma ni hacia los demás. A mí me exime de su rigor y me incluye en su cariño.

Pero viendo pasar la vida de mi hija, yo estoy para siempre detenido en el instante de su aparición, cuando escuché una música de la necesidad y el deseo. Una voz de auxilio, alegría, tristeza, que después se va perdiendo porque el habla y el canto ya no son la misma cosa. No lo permite la vida práctica. Es privilegio del nacimiento llegar cantando. Por todo ello la llamé allí mismo Cecilia, santa de la música, condenada a muerte por sofoco en su propio baño, decapitada sólo después de tres intentos fallidos del soldado romano que la dejó agonizar durante tres días enteros. Nombramos para exorcizar. En 1972 me casé con mi segunda esposa, Silvia Lemus, y mi segunda hija, Natasha, nació en Washington en 1974. Fue una niña rebotona, alegre, llena de imaginación y humor. La gran ilusión de un padre es que su hija sea siempre una fuente de ternura y entre siempre a la sala haciendo cabriolas. Pero las fotografías se desvanecen, las gasas se rasgan, las sedas se amarillentan.

La Primera Comunión no es un evento eterno.

«Melania», entró Natasha diciéndole a una amiguita cuando ambas cumplían cuatro años y pasaban saltando por mi biblioteca, «te presento a mi papá. Tiene cien años de edad». Envejecemos a ritmos distintos. Se establecen conflictos entre separación y reunión. Cuando triunfa la separación, no debe haber inocentes ni culpables, sino el esfuerzo interminable de ajustar cuentas y encontrar equilibrios dentro de uno mismo, con nuestros padres, con nuestros hijos.

Natasha y yo hemos estado tan cerca y tan separados el uno del otro como cada cual dentro de su propia piel. Ella habla del «triste invierno» de su juventud, de sus repetidos intentos de hacerse mujer, inventarse y reinventarse una y otra vez. Quería agradar. Quería asombrar. A veces era una exiliada hambrienta en su propia casa. En una isla solitaria encontró un cajón de libros y regresó a sorprender a sus maestros, corregirlos, más adelantada que ellos, hasta exasperarlos: «Has leído demasiado, niña.»

Sabía demasiado, se escudaba en una cultura tan brillante como maldita. No sabía inventarse a sí misma en un escenario, en un pedazo de papel. Tenía que actuar su historia. Le faltaba salir de la reclusión de los placeres intangibles y brumosos a los espacios de la comunicación con los demás, escribiendo, actuando, dándole oportunidad a sus talentos. Le faltaba descubrir la plaza donde ser todo lo que se quiere ser es una virtud.

A Natasha le di el nombre del personaje de La guerra y la paz, la bella Natasha Róstova, pero también el de la Filippovna de Dostoyevsky.

Mi hijo fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto la angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad.