Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca…
Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía.
Pensaba en mi hijo Carlos Fuentes Lemus, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar -cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja de Virginia-, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le faltaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los Estados Unidos. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico.
Carlos tuvo una infancia de dolores, pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A los cinco años de edad ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India: sus maestros en la escuela primaria a la que Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales, sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel en seguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro… Luego, en un notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés, Utamaru. Éste era su acervo pictórico.
La imagen empezó a ocupar el centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, en seguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematográfica, fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios, gustativos… Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y del oído que eran para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituyen un singular archivo de la inmortalidad del Rey del Rock.
Como a muchos padres que nos quedamos en José Alfredo Jiménez y Ella Fitzgeraid, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios. La poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietzsche… Me di cuenta de que, en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto: la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello.
Carlos, desde el lecho de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones vitales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo «milagro». Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa.
Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir «el cuerpo me duele» y «el cuerpo duele». Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elaine Scarry en su gran libro. El cuerpo adolorido. Mi hijo Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. «¿Viviré mañana?», se pregunta en uno de sus poemas.
¿Viviré mañana? No lo sé decir.
Pero no me iré de aquí sin resistencia.
Esta recámara es mi núcleo.
Pensar bajo las cobijas es mi fuga,
con los ojos cerrados,
para escuchar un miedo escondido en el silencio,
mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal.
Sea bienvenido el misterio.
Pero mi reacción, desconocida también,
también por ello me aterra.
Entonces mi temor no tiene tiempo
de pensar su propio terror
y la belleza me embarga toda entera.
No existe lo predecible,
y éste es el temor mayor.
[…]
Quiero verte
en la misma posición, sacudida en llanto,
despojada por sólo una semana más
de tus débiles apoyos.
«Cada hombre mata lo que más quiere.»
Cada mujer se dejará amar hasta la muerte.
¿Cuál es el amor hasta la muerte?
¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?
Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Deán, GaudierBrezka… No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos. Alguna vez le hablé de su tío desaparecido, Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los veintiún años de edad. Como Carlos mi hijo, Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Jalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los veinticinco años y otra de mi tío muerto a los veintiún años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914:
Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso…
Me acobarda la noche.
Porque entonces mi vida se yergue en un reproche,
me mira gravemente y me muestra después
el fantasma tremendo, la terrible vejez…