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Ninguno de los dos Carlos llegó a «la terrible vejez», pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, padres de Carlos Fuentes Lemus, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo.

Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante… Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia, desde Puerto Vallaría, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo, contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros, decirles que estaba contento, fuerte, lleno de creatividad, enamorado de su novia Yvette. A la mañana siguiente caería fulminado por un infarto pulmonar.

Quedamos solos Silvia y yo. Nuestra entrañable amiga Carmen Balcells entendió mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo:

Pienso sobre todo en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud. Recuerdo perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue posible…

Los exorcismos de la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón. En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura Díaz:

Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia… Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí? No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin.

El que trabaja de noche acaba sintiéndose el creador del mundo. Sin la tarea nocturna, no aparecería el siguiente sol. Cuando yo me acostaba a dormir, Carlos pasaba a despedirse envuelto en una vieja bata de playa.

Sólo una vez, creyendo que yo dormía, se alejó murmurando, «I am damned», «Estoy maldito». Entonces entraba a la noche y la noche le daba toda la educación que necesitaba. La noche era su metáfora. Descendía la noche y nada podía detenerla. Era la hora de una creación contra la oscuridad y la muerte.

La muerte de Carlos dejó en mí y en su madre la realidad de cuanto es indestructible. Vivía ya en nosotros y no lo sabíamos. No sé si esto es solaz suficiente para la persistente pregunta que nos hace la pérdida de la promesa. «Morir joven es una cabronada», nos dice nuestro amigo el escritor catalán Terenci Moix. Sentimos la obligación espontánea, feliz, de hacer por el muerto lo que él ya no pudo hacer. Pero esta experiencia vicaria no basta. Hay que llegar a saber que los hijos, vivos o muertos, felices o desgraciados, activos o pasivos, tienen lo que el padre no tiene. Son más que el padre y más que ellos mismos. Son nuestro compás de espera. Y nos imponen la cortesía paterna de ser invisibles para nunca disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesita creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. Nuestros hijos son los fantasmas de nuestra descendencia. Y el hijo, dijo maravillosamente Wordsworth, es el padre del hombre.

Sus hermanas acompañaron a Carlos más allá de la muerte. Natasha escribió sobre éclass="underline" «Carlos era romántico de corazón y pienso que para su mundo y su cabeza más sanas que la mayoría, su muerte fue más bella que dos meses en el hospital. Príncipe criollo, no hay quien no te quisiera.» Y Cecilia, a nuestro lado en todo momento, reunió en un video los momentos preservados de la vida de su hermano. Viendo el homenaje de mis hijas a mi único hijo, entendí que un hijo merece la gratitud del padre por un solo día de existencia en la tierra.

HISTORIA

Los niños latinoamericanos, eurolatinos y también, supongo, francoafricanos y francoasiáticos, estudiamos la historia universal en los libritos verdes de los señores Malet e Isaac que dividían las épocas muy nítidamente en Edad Media, Edad Moderna y Edad Contemporánea. La primera se iniciaba con la consolidación del Cristianismo tras la caída de Roma. La segunda, a escoger, entre el Descubrimiento de América y la Caída de Constantinopla. Y la tercera, qué duda cabe, con la Revolución Francesa de 1789.

Era una historia del Occidente para el Occidente. Pero detrás del catálogo de fechas y eventos se dibujaban tiempos y espacios más significativos. El sistema jerárquico medieval, ordenado verticalmente y fundado en la fe, debió su vitalidad a la tensión política entre el poder espiritual y el poder temporal. De esta tensión -ausente del mundo bizantino y ruso- nacería, al cabo, la democracia. El Renacimiento puso fin al fraccionamiento feudal y vio el nacimiento de los Estados-Nación, impulsados por la tradición comercial y mancillados por las guerras de religión. La conquista de los pueblos no europeos admitió a éstos en la historia universal, pero a condición de dejarse colonizar -es decir, «civilizar», es decir (sin comillas) explotar-. Fue la era de las monarquías absolutas por derecho divino, socavadas al cabo por el surgimiento de burguesías industriales y mercantiles cuyos gritos de emancipación fueron las revoluciones francesa y norteamericana. La era contemporánea, por último, era presentada como un siglo XIX de desarrollo material que prometía, al iniciarse el siglo XX, la sinonimia de progreso, libertad y felicidad: el sueño de la modernidad, el triunfo del optimismo de Condorcet.

El esquema milenario poseía, de esta manera, un espacio: el mundo entero colonizado por el Occidente -pero sólo un tiempo, precisamente el de la historia occidental como medida de lo propiamente humano: Hume, Herder, Locke. Y qué duda cabe que un milenio occidental escrito por Dante, Cervantes y Shakespeare, cantado por Bach, Mozart y Beethoven, construido por Brunelleschi, Fischer von Eriach y Christopher Wren, pintado por Rembrandt, Velázquez y Goya, pensado por Tomás de Aquino, Spinoza y Pascal, esculpido por Bernini, Miguel Ángel y Rodin, novelado por Dickens, Balzac y Tolstoy, poetizado por Goethe, Leopardi y Baudelaire, filmado por Eisenstein, Griffith y Buñuel, y explicado por Kepler, Galileo y Newton, es un milenio que no sólo le da gloria al Occidente, sino a la humanidad entera.

¿Cómo es posible ser persa?, se preguntó, irónicamente, Montesquieu en un Siglo de las Luces que dejaba en la sombra -pese a Vico- a la mayoría no blanca, no europea, de la humanidad. La conquista o reconquista de la presencia histórica de los pueblos marginados de Asia, África y América Latina ha sido uno de los hechos fundamentales del milenio. Resulta que no había una sola historia. Había muchas historias. No había una sola cultura. Había muchas culturas.

Llegar con esta conciencia al fin del milenio es uno de los triunfos del milenio.