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Las ciudades peligran, las ciudades caen de rodillas, enferman, mueren. Nuestro siglo, como ninguno otro, ha demostrado cómo eliminar ciudades enteras. Ni Escipión frente a Numancia o Cartago ha destruido ciudades con tanta saña y eficacia técnica como nuestro tiempo, de Sarajevo a Sarajevo, y en medio Verdún y Guernica, Chunking y Dresden, Hiroshima y Bagdad… La historia es urbanicida. Algunas ciudades sobreviven. Otras desaparecen para siempre. Ya no hay Babilonia. El Cuzco de los Incas es un espectro. La Tenochtitlan de los aztecas es un subsuelo pétreo y tembloroso sobre el cual se alzan las sucesivas ciudades de México, la indígena, la barroca, la neoclásica, la decimonónica, la moderna. Roma va añadiendo capas casi geológicas a su edad antigua. Éstas son las ciudades parcialmente subterráneas. Invitan a penetrar sus laberintos. Es posible perderse en ellos y nunca volver a ver el sol.

Amo las ciudades que en vez de hundirse o esconderse, se extienden, se muestran, se explayan como joyas sobre terciopelo. París es la ciudad perfecta en este sentido. Cambia pero no se esconde. Se expande, pero no se esfuma. Los viejos amantes de la ciudad podemos reclamar, aquí y allá, la desaparición de tal librería, de tal café, de tal mercado… Pero en su esencia, París no cambia. Las referencias literarias y musicales siguen siempre allí. Una novela de Balzac es una novela de Proust es una novela de Le Clézio. Un poema de Villon es un poema de Apollinaire es un poema de Prévert. Una canción de Piaf. de Patachou, de Jean Sablón o Georges Brassens, de la maravillosa Barbara, nunca envejece. Los lugares citados son citados y sitiados para siempre por los nombres de Pigalle, Montparnasse, la Rué Le Pie, el Puente Mirabeau, la Place Dauphine donde caen para siempre las hojas muertas.

¿Qué es esto? ¿Por qué es esto? ¿Historia, prestigio, esprit, continuidad, evocaciones poderosas? No. Es luz. Decir «la Ciudad Luz» es un tópico que algunos ingenuos refieren al alumbrado público. No se dan cuenta de que se trata de un milagro. «Todas las tardes, en París, un minuto milagroso disipa los accidentes de la jornada -lluvia o bruma, canícula o nieve- para revelar, como en un paisaje de Corot, la esencia luminosa de la Isla de Francia» (Una familia lejana).

Paúl Morand, con quien compartí varias veces la piscina del Automobile Club de France en la Place de la Concorde, me decía que en su testamento había dejado dispuesto que su piel fuese utilizada como maleta a fin de seguir viajando eternamente. Venecia -o las Venecias, en plural- era una de las ciudades preferidas de este autonombrado «viudo de Europa». Venecia, más que una ciudad, era para Morand la confidente de su alma silenciosa, el retrato de un hombre en mil Venecias diferentes. Yo, que viví medio año frente a la Chiesa de San Bastian decorada por Veronese en esa mitad de las Venecias que es el Dorsoduro, siento a la Venecia como una ciudad que requiere ausencias para conservar su gloria, que es la del asombro. Tenemos los humanos una capacidad constante para convertir la maravilla en la rutina. Cuando me di cuenta de que atravesaba San Marco sin mirar nada más que la punta de mis zapatos, me fui de la costumbre para recuperar el asombro y recordar y escribir a Venecia como la ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua.

En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles. La laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden, he pensado, los cuerpos pasajeros de los hombres contra este encantamiento. Poco importa que seamos sólidos o espectrales.

Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.

Praga y Cambridge, además de Venecia, son para mí las ciudades más bellas de Europa. Praga, la novia muerta del Ultava. Praga, la ciudad abandonada por sus escritores: Rilke, Werfel, Kundera, los exiliados que partieron a fin de romper «el maleficio de Praga». La ciudad de los guetos, de los aislamientos, de las murallas anímicas, de los territorios vedados, la ciudad de los documentos impersonales, donde el lenguaje verdadero es el del pasaporte, la tarjeta de identidad, el papel burocrático que decide quién es una persona y quién no lo es.

Hablo de la ciudad que visité, en el invierno de 1968, con Julio Cortázar y Gabriel García Márquez para apoyar a nuestro amigo Milán Kundera y la imposible batalla por la Primavera de Praga. Acaso no hay ciudad más hermosa, ni más triste, en el centro de Europa. El lugar más melancólico es el viejo cementerio judío, un terreno reducido, estrecho, asediado por edificios viejos y renegridos. En vez de expandirse, este cementerio se levanta: capa sobre capa de féretros, tierra sobre tierra. Un espectro geológico del mundo hebreo de Bohemia. Hojas muertas, tierra negra y tumbas negras, en desarreglo. Las tumbas de Praga son como un tótem. Es necesario cavar como un topo a fin de llegar al último hombre enterrado allí. Se llama Gregorio Samsa. No se mueve. Está suspendido sobre el vacío de su tumba que es precipicio urbano y agarrado con pies y manos sobre el vacío de Praga, la madrecita con uñas, como decía Kafka. Pero, ¿hay otro espacio urbano que tan majestuosamente, con tan admirable unidad, conserve en pureza la fisonomía, cambiante y única, que va de la Alta Edad Media al Barroco? Nada más distinto de Praga que la belleza de Cambridge, cuyas «espaldas» (the backs of Cambridge) son un collar de joyas preciosas, una parada sucesiva de arquitecturas serenas, inmortales, alabables sin tregua: de St. Johns a Trinity a King’s College a Queen’s y Peterhouse, no creo que exista conjunto universitario que aúne tanta hermosura con tanto servicio, tanta tradición con tanta creación. Ésta es la universidad de Erasmo y de Samuel Pepys, de Wordsworth y de Byron. Allí está el árbol de donde le cayó, gravemente, la manzana a Isaac Newton. Pero si un artista resume para mí las simetrías secretas de Cambridge, él es Christopher Wren y yo no he pasado año más perfecto de mi vida que leyendo y escribiendo y mirando de mi estudio en Trinity College sobre el cuadrilátero asimétrico de la Neville ’s Court de Wren. He dicho bien: una asimetría que, rompiendo la aparente simetría de Cambridge, abre la puerta de un misterio que se llama arquitectura como profecía del pasado… Cambridge asimila al habitante, más que al visitante, a una vida de trabajo, disciplina y goces compartidos tanto por la soledad como por la compañía. No he conocido cuerpo estudiantil más enterado y alerta que el de Cambridge. Y no hay sucesión arquitectónica ininterrumpida más bella que esas espaldas de Cambridge. Acompaña la serenidad entera de la arquitectura inmóvil el cielo más veloz que mis ojos hayan contemplado. Es un puro deleite recostarse en un prado de Cambridge, las manos unidas en la nuca, y ver el paso de esas veloces «nubes de gloria» que William Wordsworth evoca en el grande poema del romanticismo inglés. El preludio, comparándolas con «nuestro hogar» divino, antes de que las sombras carcelarias del mundo empiecen a cercarnos…

Granada, Ronda, Córdoba, Salamanca, Santiago de Compostela. Oviedo, Ávila, Cáceres. Mi rosario de ciudades españolas va más allá de la belleza arquitectónica a una convicción humana. Imagino la ciudad europea ideal. Arquitectura italiana. Cocina francesa. Teatro inglés. Música alemana. Y llena de españoles. Una ciudad se califica por el número de amigos que en ella tenemos.

Y yo, fuera de la América Latina, no tengo ciudades con más amigos que las ciudades de España. Estoy en mi casa, en Madrid, Barcelona, Mallorca, Sevilla…