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Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaret eran más que relojes de cucú animados?

Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?

Había leído la novela de Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aun en la atmósfera de invernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cucú: la protagonista Sofía Antonovna le dice al traidor Razumov: -Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía.¿Pudo haber añadido, «y los suizos también»? Como mexicano, no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que «hay fantasmas vivos así como los hay muertos».

Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos en Zurich. Nunca había estado en esa ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra, Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos, Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, Colonia bombardeada, Italia sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates, los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Genova, Nápoles, Milán…

Era una bella ciudad, Zurich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubieran transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde tienen escondido el oro?, ¿en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?

He de admitir que mi ironía potencial, bien fundada en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el Hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restorán era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. Lo iluminaban linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.

Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de setenta años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aun mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba «una fatiga creciente». Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con «el fogoso juego del capricho».

Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zurich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una «belleza poco familiar y peligrosa», pero también el alma de lo perverso e ilícito. No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de mi generación. De Los Buddenbrooks a las grandes novelas cortas a La montaña mágica, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa, y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzier, Joseph Roth, Kafka y Lernet-Hollenia, sabíamos que «la lengua alemana» era algo más que «Alemania»; era la lengua de Viena y Praga y Zurich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar «La Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa». Mirando esa noche a Mann cenando en Zurich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zurich. Gracias a este encuentro-desencuentro, esa misma noche coroné a Zurich como la verdadera capital de Europa.

Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de veintiún años con muchas lecturas entre pecho y espalda pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir pero, como Sontag, mucho que observar.

Allí estaba él, la mañana siguiente, en el Hotel Dolder. donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes jugaban al tenis en las canchas pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de veinte años, veintiuno acaso, mi propia edad. Mann no podía quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de La muerte en Venecia, sólo que treinta y ocho años más tarde, cuando Mann ya no tenía treinta y siete (su edad al escribir la novela maestra sobre el deseo sexual) sino setenta y cinco, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa del Lido -donde veinte años después de ver a Mann en Zurich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar La muerte en Venecia con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseos, incluso los de la androginia, Silvana Mangano.

En Zurich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder, ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de veinte años que jugaba al tenis en una cancha del Hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zurich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisíacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.

Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de cuculandia, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía «tener la chancha y los veintes», ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.

Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, «Franz», y el muchacho corrió hacia otra mesa.