Выбрать главу

Occam nos pide pasar por alto el movimiento como mera reaparición de una cosa en un lugar diferente. En cambio, Borges, Balzac y Freud nos dan las pruebas de una experiencia que requiere del desplazamiento, del movimiento de un lugar (anímico o físico) a otro, pero mediante una transformación, una metamorfosis. ¿De qué? De la experiencia en destino.

Se dice con facilidad pero se opera, más que con dificultad -sin eximirla- con complejidad. Transformar la experiencia en destino implica, para empezar, el deseo. Pero el deseo, a su vez, se abre como un abanico de posibilidades. Es deseo de ser feliz. Un deseo que la Ilustración consagró como derecho, sobre todo en las leyes fundadoras de los Estados Unidos: «The pursuit of happiness.» Pero aunque hay filosofías que sólo entienden la felicidad como hermana de la pasividad, la cultura fáustica del Occidente, imperante e imperiosa, nos propone que actuemos para ser felices. La experiencia de la acción es la condición para llegar a la felicidad. Pero esa acción va a encontrar una multitud de escollos. Comparable al viaje de Ulises, la Odisea de la búsqueda de la felicidad navegará peligrosamente entre Escila y Caribdis, oirá los cantos de las sirenas, se entretendrá en los brazos de Calipso, correrá el riesgo de convertir lo que busca en su opuesto: el ángel en cerdo. Verá y será vista por el ojo temible del gigante Polifemo. Y regresará al hogar para enfrentarse a los pretendientes, a los usurpadores de lo que consideramos nuestro.

La experiencia activa va a encontrarse con el mal. Y lo malo del mal es que conoce al bien. El bien, por serlo, goza de la inocencia de sólo saberse a sí mismo. El mal lleva las de ganar porque se conoce a sí mismo y al bien. La experiencia del bien es cogida de sorpresa por el mal como los vaqueros por los indios en los desfiladeros del Lejano Oeste. Nuestro dilema es que para vencer al mal, el bien debe conocerlo. Conocerlo sin practicarlo. ¿Exigencia para santos? ¿O tenemos maneras de conocer el mal sin experimentarlo?

Como hombre fáustico occidental, me cuesta entender o practicar las filosofías orientales que saben vencer pasivamente al mal. La historia maligna de mi tiempo me lleva a oponerme activamente a los atentados contra la libertad y la vida. Pero no soy inconsciente de que la energía para ganar el bien es comparable a la energía para alcanzar el mal. Tanta energía, tanta experiencia dispensa el creador disciplinado -artista, político, empresario, obrero, profesionista- para obtener el bien como la que requiere para perderlo. La drogadicción, lo sabemos quienes la hemos visto de cerca, requiere tanta energía, tanta voluntad, tanta astucia, como pintar un mural, organizar una empresa o llevar a cabo un quíntuplo bypass cardíaco.

Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente, constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nosotros. Si ésta es una variedad del imperativo kantiano, sea. Acaso Kant es el último pensador que pudo ser plenamente moral, antes de que la historia demostrase (Nietzsche) que ella, la historia, rara vez coincidía ni con el bien ni con la felicidad.

Semejante escepticismo nos ha hecho valorar, puesto que aún somos, decrépitos, arruinados, prisioneros de la última gran revolución cultural, que fue el romanticismo, la experiencia de la pasión, al grado de no poder concebir experiencia sin pasión. «Corazón apasionado», dice la vieja canción mexicana. Pues pasión significa reconocer y respetar y procurar la grandeza de las emociones humanas, al grado de creer que son las pasiones mismas las que constituyen el alma humana. La experiencia de la pasión trata de concebirse como libre obediencia a impulsos válidos, existenciales. Describo en una de mis novelas una pasión que abarca la entrega y la reserva necesarias para que el arrebato pasional culmine realmente.

A la entrada de la casa era reservado, discreto… En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo… Aquí estaba, al fin, desde siempre o inventado ahora mismo, pero revelador de un anhelo eterno.

Tener deseos y saber mantenerlos, corregirlos, desecharlos… ¿Cuál es el camino de este ideal de la experiencia? Precisamente el equilibrio difícil entre el momento activo y el momento paciente. Basta ver (no imaginar: constatar diariamente en imágenes y noticias) la manera como la pasión degenera en violencia, para reaccionar a favor de un equilibrio que no condene a la pasión, que tantas satisfacciones nos da, gracias a una paciencia que no es la de Job, sino la de la resistencia: el coraje moral de Sócrates, de Bruno, de Galileo, de Ajmátova y de Mandelstam, de Edith Stein y de Simone Weil, de todos los humillados y ofendidos de la ciudad del hombre, de todos los pacientes peregrinos a la ciudad de Dios.

El compás de espera es inseparable de la atención. No es resignación. No es la impaciencia terrible del confesionario católico, donde arruinamos la experiencia revelándosela a un hombre que puede ser tan lúbrico como lo revelan las instrucciones a los confesores de las colonias españolas («Niña, ¿te has visto desnuda en un espejo? ¿Has deseado el miembro de tu padre?») o tan indiferente como los soñolientos párrocos que dispensan padrenuestros y avemarias o tan atento, también es cierto, como el excepcional sacerdote que asume la voz de la confesión para apartarla del comercio de salón y hacerla objeto de comunión -de atención, repito, compartida…

El corazón de la experiencia, más bien, es la conciencia misma de que toda experiencia es limitada. Y no sólo porque nos embargue, como a Pascal, el vértigo de los espacios infinitos, sino porque la muerte, si no la vida, y la mirada de la noche, si no la ceguera del día, nos dicen que la experiencia es limitada y el universo, infinito. Nos lo comprueba el hecho de que no hay experiencia, por buena o valiosa que sea, que se cumpla plenamente. Lo sabe el artista, que no necesita dar el cincelazo de Miguel Ángel para asegurar la imperfección de la obra. Si la obra fuese perfecta, sería divina: sería impenetrable, sagrada. La muerte nos dirá lo mismo de la experiencia. Han muerto Sócrates y Greta Garbo. Ni el filósofo volverá a reunirse a dialogar, ni habrá más pensamientos suyos que los consignados por Platón. Todo lo demás (que no era lo de más) -memoria, humor, previsión, esperanza, física y psíquica actualidad- se ha ido para siempre. Greta Garbo nos mirará desde siempre y para siempre como la Reina Cristina, desde la proa del barco que la lleva lejos del amor a la memoria apasionada -pero Greta Gustaffson no filmará una sola película más. Sí, corazón apasionado -pero disimula su tristeza. Pues el que nace desgraciado, desde la cuna comienza a vivir martirizado.

Se necesita un valor temerario para vivir una experiencia sin techo, expuesta a todos los riesgos. Goethe, típicamente, pedía que buscáramos el infinito en nosotros mismos. «Y si no lo encuentras en tu ser y en tu pensamiento, no habrá piedad para ti.» Pero sí habrá la conciencia de los límites que el joven y romántico autor de Werther supo equilibrar con moral y estética en el Wilhelm Meister. Todo tiene un límite y el desafío a nuestra libertad es una pregunta: ¿rebasarla o no? La respuesta es otro desafío. Si queremos aumentar el área de la experiencia, debemos conocer los límites de la experiencia. No los límites políticos, psicológicos o éticos, sino los límites inherentes a cualquier experiencia por el hecho de serlo. Cada cual tendrá su cuadrante personal para medir esos límites. Einstein no rebasó los suyos. Hitler, sí.